El truhan y la doncella. Blythe Gifford

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El truhan y la doncella - Blythe Gifford Ómnibus Harlequin Internacional

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era un hombre cualquiera, pensó con alivio. Era un mensajero de Dios, elegido para portar las plumas de Larina.

      Sacudió la cabeza con desconcierto. No le correspondía a ella cuestionar los designios de Dios, pero le resultaba muy extraño que hubiese elegido a un hombre que anteponía las personas a Él.

      Viajaba junto a las plumas de Larina, y sentía un escozor entre los hombros como si le fueran a brotar sus propias alas. Debía de ser una señal con la que Dios bendecía su viaje. Se moría de impaciencia por contárselo a la hermana Marian.

      Pero él le había dicho que guardase el secreto de Dios. Aminoró el paso y se frotó con el pulgar el bulto con la mancha permanente de tinta que la escritura le había dejado en el dedo corazón. No estaba acostumbrada a ocultarle secretos a la hermana Marian, salvo los extraños sentimientos que albergaba por El Salvador.

      Pero ya no habría más secretos que guardar. No volvería a pensar en él como hombre.

      Nadie se percató de su regreso al claro, donde los peregrinos se preparaban para ponerse en marcha. La hermana Marian sostenía una galleta sobre el hocico de Inocencio y el perro saltaba sobre sus cortas patas en un desesperado intento por alcanzarla.

      —Deberías comértela tú —dijo Dominica.

      La hermana Marian era delgada como un palillo, pero aquella mañana casi habían desaparecido las arrugas de los ojos. Era como si se fuese quitando años de encima a medida que se alejaba del priorato.

      —Es solo un bocado —repuso ella, agitando la galleta. Inocencio dio otro salto y se la arrebató de la mano, y la hermana Marian le rascó la oreja mientras él le lamía migas invisibles de la otra mano—. ¿Has rezado tus oraciones, Nica?

      Dominica se había alejado del campamento para buscar un lugar tranquilo donde escuchar la voz de Dios, pero en vez de eso se había encontrado con su mensajero. Y pedirle ayuda a un heraldo de Dios constituía una muestra de devoción.

      Asintió con la cabeza y la hermana Marian le apretó la mano.

      —Esta mañana me siento con fuerzas para caminar.

      —No te canses mucho.

      —Buenos días, hermana —el joven escudero hizo una reverencia y se apartó el mechón rubio que le caía sobre la frente. Aún conservaba la fragilidad de la infancia, aunque sus pies y manos habían crecido desproporcionadamente al resto del cuerpo. No como El Salvador, cuyas manos guardaban una proporción perfecta con sus fuertes brazos y anchos hombros.

      —Buenos días, muchacho —lo saludó la hermana Marian—. Perdóname por olvidar tu nombre, pero soy demasiado mayor para acordarme de todos.

      —Me llamo Simon, hermana —miró a Dominica con una encantadora sonrisa—. Sirvo a un noble que muy gentilmente me ha concedido permiso para hacer la peregrinación.

      —Yo soy la hermana Marian, y esta es Dominica.

      El joven no se inclinó sobre la mano de Dominica, y pareció hablarle a su pecho en vez de a sus ojos.

      —¿Y tú, Dominica, de dónde eres?

      —Yo también vivo en el priorato.

      —Ah, bien… Pues si hay peligro nada habrás de temer. Yo puedo protegerte —se tocó la empuñadura de la espada e hizo una reverencia antes de alejarse hacia El Salvador, a quien le dio una palmada en el hombro como si fueran compañeros de armas de toda la vida.

      Dominica miró a la hermana Marian y sofocó una risita.

      —Supongo que no hace falta que te prevenga contra ese muchacho —le advirtió Marian.

      —Tranquila, hermana. No siento la menor tentación —le aseguró Dominica. El joven no era más que un chiquillo junto al Salvador, en quien no podía pensar como hombre mortal.

      Un sol radiante y un cielo despejado bendijeron el segundo día de viaje. Detrás de Dominica, la viuda Cropton contaba a voz en grito una larga historia sobre cómo la habían asaltado unos ladrones en los Pirineos. Los bandidos habían caído al suelo como Pablo de camino a Damasco, suplicaron perdón y pidieron unirse al grupo de peregrinos. Tan solo la hermana Marian y el médico la escuchaban con atención, aunque la voz de la viuda podría oírse en varios kilómetros a la redonda.

      Delante de Dominica marchaba la joven pareja, Jackin y Gillian, ocultándole la vista del Salvador y de Simon. Como siempre iban de la mano, tan juntos que no dejaban pasar la luz entre sus capas. En una ocasión, creyendo que Dominica miraba hacia otro lado, el hombre besó a su esposa en los labios.

      Dominica apartó rápidamente la mirada y se fijó en las mariposas de colores que parecían provocar a Inocencio. ¿Cómo podían unos peregrinos ceder a las pasiones de la carne cuando se encontraban en una búsqueda espiritual?

      A medida que avanzaba la mañana, sin embargo, también Dominica empezó a preocuparse por su carne. Las piedras se le clavaban en los pies a través de la fina suela de cuero, y el dolor le subía por las pantorrillas y muslos hasta el trasero. La hermana Marian montaba otra vez a Roucoud, y solo El Salvador parecía caminar sin molestia ni esfuerzo.

      Cuando se detuvieron para almorzar el dolor era casi insoportable y, lejos de sentirlo como una muestra de devoción, empezó a preguntarse si la viuda no había tenido razón al sugerir que todos hicieran el viaje a caballo o en burro.

      Mientras el resto del grupo se sentaba a comer, ella se escabulló entre los árboles para pasar unos momentos de tranquilidad y rezar para protegerse de la tentación. Arrodillada junto a un espino de flores blancas, cerró los ojos y aspiró el dulce aroma, preparada para escuchar la voz de Dios.

      Pero lo que oyó fue la risita de una mujer.

      Abrió los ojos y vio un pequeño claro entre las ramas espinosas del arbusto.

      Jackin estaba a horcajadas sobre Gillian, quien yacía en el suelo con las faldas levantadas y las piernas desnudas.

      Tan desnudas como el trasero de Jackin…

      Dominica se agachó detrás del arbusto. Tenía tanto miedo de quedarse como de marcharse, y se le ocurrió que Dios tenía una manera muy extraña de responder a las oraciones.

      Jackin besó a su mujer en la boca, las orejas y el cuello, con tanta voracidad como si estuviese devorando una suculenta comida. Y ella le devolvía los besos mientras su risa ahogada se transformaba en gemidos. Jackin se balanceaba de rodillas, con la cabeza hacia el cielo, como si estuviera entrando en el éxtasis propio de la oración.

      Dominica se agarró a la rama y chilló de dolor al pincharse con una espina. Retiró la mano y las ramas chasquearon, pero Jackin y Gillian estaban demasiado ocupados para enterarse de nada.

      Finalmente, Jackin soltó un fuerte y prolongado gemido y se derrumbó sobre ella.

      Dominica contuvo la respiración, convencida de que Jackin iba a darse la vuelta y descubrirla. Pero lo que hizo fue volver a cubrir de besos el rostro de su mujer y susurrarle algo al oído que la hizo reír.

      El corazón de Dominica latía desbocado.

      —¡Quietos!

      Un campesino salió

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