El truhan y la doncella. Blythe Gifford

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El truhan y la doncella - Blythe Gifford Ómnibus Harlequin Internacional

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lo miró por el rabillo del ojo. Cuanto más lo observaba, más difícil le resultaba imaginárselo con alas.

      —Igual que vos.

      Él no llegó a fruncir el ceño, pero una sombra pareció caer sobre su rostro.

      —Como cualquier soldado.

      Era mucho más que un simple soldado, pero parecía irritarle hablar de su relación especial con Dios.

      —¿Habéis visto mucho mundo?

      —El suficiente —era tan parco en palabras como un monje.

      —Contadme lo que habéis visto.

      —¿Nunca has salido del convento?

      —Solo para ir al castillo —y eran visitas que preferiría olvidar. O al menos los desagradables encuentros con sir Richard—. ¿Es verdad que hay dragones al final del mar?

      —Lo más lejos que he estado ha sido en Francia. Y la viuda Cropton ha descrito el país con más detalle de lo que yo podría contar —su rostro se suavizó en una mueca de regocijo.

      A diferencia de los santos de rostro severo que adornaban las paredes de una capilla, él parecía tolerar las debilidades humanas. Salvo las de ella…

      —Pero no hablemos de eso. La guerra no es tema de conversación para mantener con una dama encantadora mientras se pasea por el campo.

      Dominica lo miró a los ojos por si se estaba burlando de ella, pero su expresión parecía sincera y afable. Ella no era una dama, pero la palabra la hizo erguirse ligeramente y se echó el pelo por encima del hombro. Al no estar acostumbrada a comportarse así temió estar pecando de vanidosa.

      —¿Y de qué se puede hablar con una dama? —quiso saber—. En el priorato no está permitido hablar —cada vez que lo hacía se ganaba la reprimenda de la madre Juliana.

      —Del día tan bonito que hace… —su voz se volvió ronca y profunda—. De lo bonitos que son tus ojos…

      Dominica giró la cabeza hacia él, sorprendida por el comentario. Los ojos del Salvador, fijos en ella, eran de un color verde intenso y estaban enmarcados por espesas pestañas negras. Sintió que aquella mirada le traspasaba el corazón, y otras partes de su cuerpo.

      El instinto la acució a seguir andando y bajar la vista al sendero.

      —La priora dice que son los ojos del diablo.

      Él masculló algo inaudible.

      —Ningún caballero diría eso. Más bien los compararía con el cielo de un amanecer despejado.

      —Los vuestros son como las hojas verdes de un árbol que dejan entrever la corteza marrón.

      La risa del Salvador fue como una bofetada en el rostro. Otra vez había dicho algo inapropiado…

      —Esa no es la respuesta que esperaba —le confirmó él, sonriendo.

      Bueno, al menos no le había hecho enfurecer.

      —¿Por qué no? Habéis dicho algo sobre mis ojos. ¿No debo decir yo algo sobre los vuestros?

      —No. Lo que debes hacer es suspirar y ponerte colorada.

      Ella hizo ambas cosas.

      —Nunca he intercambiado con un hombre más que unas pocas palabras. No conozco todas las reglas. Todo me parece muy confuso.

      —El mundo es un lugar confuso —dijo él, entornando la mirada hacia el sol.

      —Por eso mi lugar está en el priorato. Tal vez os complazca hablar de Dios —le sugirió, esperanzada.

      —Nada podría complacerme menos.

      En el priorato imperaba una estricta orden de silencio, pero al menos servía para evitar situaciones tan embarazosas como aquella. Tal vez quisiera hablar de su hogar y su familia…

      —¿Dónde crecisteis?

      —Eso no importa —espetó él secamente.

      A Dominica volvieron a arderle las mejillas, pero en esa ocasión no fue por el sol ni la vergüenza, sino por el pecaminoso calor de la ira.

      —¿He dicho otra vez algo malo? Vos queríais hablar, y los suspiros y rubores no facilitan mucho la conversación.

      Él la miró brevemente.

      —No hablamos por hablar.

      Sus palabras le resultaban tan desconocidas como en su día le resultó el latín. Aquel no era su lugar, y cada vez añoraba más la tranquila rutina que vivía en el priorato, donde sabía qué hacer y cómo comportarse en cada momento del día. No había ninguna confusión en las palabras de alabanza al Señor.

      —Veo que mi presencia os molesta, así que os dejaré tranquilo. Os agradezco una vez más vuestra amabilidad con la hermana Marian.

      Le dio la espalda y caminó el resto de la tarde junto a la viuda Cropton, quien no esperaba de ella que hablase. A la hora de la cena había oído su pormenorizado relato sobre el viaje desde Calais hasta París en su peregrinación a Santiago de Compostela. Y había pensado en algunas palabras que escribir sobre El Salvador.

      Lo había echado todo a perder, pensó Garren mientras caminaba en solitario hacia el sol poniente. Dominica nunca volvería a hablarle.

      La costumbre le hacía desviar la mirada de un lado del camino a otro, siempre alerta a cualquier movimiento. Incluso allí, en las tierras de los Readington, los peregrinos podían ser presa fácil para los ladrones y salteadores. Aquel día, sin embargo, solo vio ranúnculos amarillos que se mecían sobre sus altos y finos tallos, y solo oyó el alegre piar de los gorriones.

      Nadie se le acercó. Tras él, los peregrinos se congregaban alrededor de la viuda para escuchar su cháchara. Oyó una risa y pensó si sería de Dominica. Debería haber sido él quien la hiciera reír, pero en vez de eso la había ahuyentado con sus gruñidos. El encanto con que había seducido a las mujeres francesas lo había abandonado.

      Pero no todo era culpa suya… ¿Cómo iba a seducir a una mujer que no sabía nada de aquel juego? ¿Cómo podía acostarse con una joven que solo tenía ojos para Dios?

      Se llenó los pulmones con el dulce aire inglés y saboreó aquellos instantes de paz. Solo tenía el presente. El pasado estaba cargado de dolor, ¿y el futuro? Sabía cuán inútil era tratar de ganarse el Cielo. Al final, Dios no tenía en cuenta ni las buenas ni las malas obras.

      Dominica solo hacía buenas obras. O quizá nunca se había enfrentado a la tentación. Y mejor que la tentase él a que fuera cualquier otro.

      Dejó que su imaginación vagara libremente y visualizó a Nica en sus brazos, con el pelo desparramándose sobre él como una capa de miel, sus pechos, grandes y turgentes, respondiendo a los besos… Menos mal que caminaba por delante del grupo y que nadie podía ver la reacción de su miembro a los eróticos pensamientos que le llenaban la cabeza.

      Era

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