El truhan y la doncella. Blythe Gifford

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El truhan y la doncella - Blythe Gifford страница 13

El truhan y la doncella - Blythe Gifford Ómnibus Harlequin Internacional

Скачать книгу

se llevó la mano a la cara y se tocó las mejillas, la frente, la nariz y las orejas. La priora le había dicho que sus ojos eran aterradores. ¿Qué más defectos tendría? ¿Estaría deformada y nunca lo había sabido?

      —¿Qué le pasa a mi cara? No tenemos espejos en el priorato.

      —No le pasa nada, querida… —la viuda le pellizcó cariñosamente la mejilla—. Deberías sonreír más a menudo y enseñar ese hoyuelo tan delicioso. No te preocupes… Encontrarás un buen marido.

      —Pero yo no quiero un marido. Quiero ser monja.

      La viuda Cropton sacudió la cabeza con incredulidad y desaprobación.

      —Ser monja es el último recurso para una mujer, querida. Una joven guapa y lozana como tú no tiene que desaprovechar su vida en un convento.

      Difundir la palabra de Dios no sería desaprovechar su vida, pensó Dominica, pero decidió que no le correspondía a ella explicarle los planes divinos a la viuda Cropton.

      —¿Va a peregrinar para pedirle a santa Larina que la cure del oído?

      La viuda resopló con desdén y se tocó las insignias que colgaban sobre su amplio busto.

      —Supongo, aunque ni San Santiago el Apóstol ni Santo Tomás Becket hicieron nada. A lo mejor una buena santa puede echarme una mano…

      —Entonces, ¿ya ha ido antes de peregrinación? —vio al Salvador y a la hermana Marian junto al gran caballo zaino.

      —Cinco veces —se echó a reír—. Una después de cada marido.

      —¿Cinco? —Dominica se volvió hacia la viuda, asombrada—. ¿Qué fue de ellos?

      —Todos murieron. Eran mucho mayores que yo… Los hombres son unas criaturas muy débiles, querida. Si no mueren en la guerra se caen de un caballo, se ahogan en un río o contraen la viruela.

      Dominica intentaba escucharla, pero seguía mirando a sir Garren. El Salvador no parecía débil. Se había arremangado la camisa y el sol calentaba sus musculosos brazos mientras ataba una alforja a la silla del caballo. No se parecía en nada a los retratos de santos que colgaban de las paredes de la iglesia. Se asemejaba más bien a un roble fuerte y recio.

      Pero, obviamente, la viuda sabía mucho más de hombres que ella.

      —¿Ahora no está casada?

      —Si lo estuviera no tendría que hacer este viaje —respondió la viuda con un guiño—. Siempre hay más de una razón para visitar a los santos, querida… En Bath nunca ocurre nada.

      —Tampoco en el priorato, pero me gustaría quedarme allí —a salvo con Dios y el silencio—. Nunca había salido al mundo.

      —Vaya, pues prepárate para una emocionante aventura. Nunca se sabe lo que puedes encontrarte en el camino, aunque si hubiera sabido lo que me esperaba quizá me habría quedado en casa… ¡Todo el mundo ha de ir a pie y llevar capas grises! Cuando fui a la tumba de Santiago, en España, viajé a lomos de un burro todo el trayecto y nadie se quejó de que no mostrase la devoción debida.

      Dominica asintió y volvió a mirar con preocupación a la hermana Marian. Con suerte estarían de regreso antes del día de san Suituno, pero los pasos de la hermana Marian eran cada vez más lentos y se había negado a montar en el burro del priorato.

      —Y dime… ¿cómo se llama El Salvador? —le preguntó la viuda, arrancándola de sus divagaciones.

      —Sir Garren.

      —Me recuerda a mi cuarto marido —le dio una palmadita en el brazo—. Era mi favorito. Todos los maridos tienen algo bueno, querida, incluso los peores. A veces gusta tener a un hombre que te caliente la cama y te susurre palabras bonitas en tu oído sano.

      —¡Pero es El Salvador! —exclamó Dominica, horrorizada por las blasfemas palabras de la viuda, pero aún más por las sensaciones que le provocaba pensar en sir Garren calentando su lecho.

      Quiso recordarle a la viuda que su intención era convertirse en monja y que no necesitaba a ningún hombre en su vida. Pero la viuda advirtió la presencia de James Ardene al otro lado del patio y levantó la mano para llamar su atención.

      —Discúlpame… creo que voy a preguntarle al médico si ha traído algo de mejorana. Necesitaré un buen emplasto para mis pies hinchados antes de que lleguemos a Exeter.

      Dominica se volvió y vio a Garren sentando a la hermana Marian en el caballo. El cuidado y la delicadeza con que la acomodó en la silla le recordaron sus atenciones con lord William.

      Suspiró con alivio al comprobar que la hermana Marian haría el viaje a caballo, y se preguntó cómo habría conseguido sir Garren convencerla. Pero, claro, era El Salvador. No le resultaría difícil que una monja devota lo escuchara.

      Tendría que agradecérselo, aunque para ello tuviera que enfrentarse a su ceño fruncido.

      Y a sus miedos…

      Cinco

      De pie junto al gigantesco caballo de guerra, Dominica alargó el brazo para entregarle a la hermana Marian su comida. Acto seguido, agachó la cabeza para evitar el contacto visual y le tendió la otra bolsa al Salvador, que estaba atando los pertrechos a la silla. Aún no estaba preparada para darle las gracias. Tenía que pensar cuidadosamente las palabras para no decir nada inapropiado.

      Con el sol en su punto más alto, la comitiva de peregrinos siguió al Salvador por el puente levadizo del castillo Readington y enfiló rumbo al oeste. La hermana Marian se balanceaba a lomos de Roucoud con las dos piernas colgándole por un costado. Dominica caminaba al otro lado del caballo, cerca de Marian, pero oculta a ojos del Salvador. Inocencio trotaba a sus pies, a una distancia segura de los cascos del caballo. Entre el castillo y el priorato se extendían las ondulantes colinas y sus familiares tonos verdes y amarillos. Más allá del priorato aguardaba lo desconocido.

      La voz de la viuda Cropton acallaba el canto de la alondra mientras describía sus anteriores peregrinaciones. A media tarde ya había detallado el viaje a Calais cruzando el Canal, y Dominica se sentía como si también ella hubiera llegado hasta Francia, pues el paisaje que la rodeaba le resultaba absolutamente desconocido.

      Los muslos empezaban a dolerle y le hacían envidiar las fuertes patas de Roucoud. El Salvador se movía con la misma seguridad que el caballo. Dominica articuló en silencio varias palabras de agradecimiento. Le habría gustado poder escribirlas, pero apenas llevaba suficiente pergamino para narrar el viaje. Cuando quedó finalmente satisfecha, las repitió al ritmo de las pisadas. No las diría en voz alta hasta que estuviera a solas con él. Afortunadamente, a la hermana Marian no le gustaba escuchar a hurtadillas.

      Cuando El Salvador anunció una parada, Dominica despedía tanto calor bajo la capa gris de lana como el pan recién hecho que el cocinero sacaba del horno. El Salvador levantó los brazos para ayudar a desmontar a la hermana Marian y Dominica vio manchas de sudor en sus axilas. Le sorprendió aquella imagen tan humana. Nunca había creído que los santos sudaran como el resto de mortales.

      Lo vio desaparecer entre los árboles. Seguramente también tuviera necesidades corporales… La imagen del Salvador aliviándose bajo un

Скачать книгу