El truhan y la doncella. Blythe Gifford

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El truhan y la doncella - Blythe Gifford Ómnibus Harlequin Internacional

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los servicios de una prostituta en Rose Street.

      La idea le hizo sentirse sucio e indigno.

      No, no lo hacía por dinero. Todo el mundo esperaba de él que fuera un santo o un pecador. Un instrumento de Dios o un mercenario codicioso y sin escrúpulos. No era ni una cosa ni otra. A pesar de lo que pudieran pensar los demás, no era dinero lo que quería.

      Dominica había dicho que su lugar estaba en el priorato. Pero ¿y el suyo? No era el monasterio. No tenía casa. Sir Garren de ninguna parte.

      Apenas recordaba cómo había sido su casa. Piedras grises bajo un cielo gris. Árboles sombríos de hoja perenne. Una torre, ¿o quizá dos? Siempre en guardia, esperando un ataque de cualquier lado de una frontera cambiante. Los soldados ingleses gritaban tan fuerte como los escoceses. Él había abandonado su hogar con seis años y no volvió hasta once años después, cuando la peste caía sobre los muros como una negra lluvia de invierno.

      A veces el olor a brezo lo devolvía al pasado. A su madre le encantaba aquel olor, y rellenaba de brezo una almohada para que Garren se sentara y la oyera contarle cómo Jesucristo había convertido el agua en vino y multiplicado los panes.

      Había descubierto a tiempo que eran historias fantásticas, justo antes de hacer promesa de pobreza, castidad y obediencia.

      Se sacudió los recuerdos. El pasado quedaba atrás. Había que mirar al presente. Paseó la mirada por las tierras de William. Verdes y ondulantes campos, separados unos de otros por hileras de árboles. Las mariposas azules y cobrizas revoloteaban alrededor de las florecillas blancas y amarillas. ¿Cómo sería tener una casa en una tierra tan fértil y exuberante como aquella? Ningún invasor la había saqueado desde hacía nueve generaciones. Ningún hedor a sangre infectaba el dulce aroma de la hierba. Ningún grito agonizante ahogaba el alegre canto de los gorriones.

      Envidiaba a William por sus dominios. También él quería poseer la tierra que pisaran sus pies. Tal vez, después de cumplir la promesa que le había hecho a William, después de que este muriera y Richard le obligara a marcharse, pudiera encontrar algún pedazo de tierra abandonada y hacerla suya con ilusión y esfuerzo.

      Pero para eso debía acostarse con la chica. La próxima vez que hablara con ella sería un perfecto caballero, gallardo y cortés, y la seduciría como a una doncella en una taberna. No tendría ni que mirarla a los ojos cuando la tuviera en sus brazos.

      «Pórtate bien y sé educado».

      Sacudió la cabeza al oír la voz de su madre. De repente volvía a tener seis años y ella le decía adiós mientras él se alejaba a lomos del caballo.

      Anunció que se detendrían a pasar la noche en un bosquecillo, junto a un riachuelo, y asignó los turnos de guardia. No tenía sentido cansarlos a todos a la vez, especialmente a la hermana Marian. Tenían muchos días de marcha por delante.

      Se mojó la cara y la nuca en el arroyo. Aquella noche volvería a hablar con la chica.

      «Pórtate bien y sé educado. Dios siempre te estará observando».

      Dios tendría que responderle a algunas cosas. Pero de momento intentaría seguir el consejo de su madre con la joven Dominica.

      Seis

      De pie en el borde del campamento, lejos del calor que despedía la hoguera, Dominica buscaba con la mirada al Salvador, o a sir Garren, como insistía en que se le llamara. Ella no quería llamarlo de ninguna manera, y si lo buscaba era para poder evitarlo. No tenía sentido hablar con él. Cada palabra que decía le hacía fruncir el ceño.

      Se echó el pelo hacia atrás y se mordió el labio. Seguramente sería pecado albergar resentimiento hacia alguien tan estrechamente vinculado con Dios, pero había sido tan grosero con ella que creía justificado su rechazo.

      Habían montado el campamento temprano, y después de la cena la hermana Marian había reunido a los peregrinos para entonar un cantico de alabanza a Dios. Las voces desafinaban horriblemente, pero la hermana Marian consiguió contagiar su entusiasmo al resto con su voz alta y clara, incluso a la viuda, cuyo oído sordo le permitía cantar alegremente a su propio ritmo. Al menos mientras cantaba no hablaba.

      Vuestra fe os dará alas como a Larina, para volar como Larina, para volar como Larina…

      Vuestra fe os dará alas para volar como Larina a los brazos del Señor.

      Dominica tatareaba en voz baja y seguía el compas con el pie, feliz al recordar por qué estaba allí y lo que encontraría al final de su viaje. Una señal de Dios para que volviera a casa.

      Contó a los cantores. Sir Garren no estaba entre ellos, ni tampoco Simon y Ralf, el hombre con las cicatrices. Tal vez estuviera montando guardia con ellos.

      Entonces sintió que algo bloqueaba el viento a sus espaldas y se giró para encontrarse a sir Garren, alto y erguido como un árbol.

      —¿No te unes al coro?

      A Dominica se le cerró la garganta. No iba a hablar con él. Ni siquiera estaba segura de poder hacerlo. Pero él le había hecho una pregunta directa y lo menos que podía hacer era responderle.

      —No tengo talento para el canto. La madre Juliana siempre ha sido muy clara al respecto.

      De nuevo volvió a fruncir el ceño, como siempre que ella abría la boca. Le sonreía a la hermana Marian e incluso a Inocencio, pero a ella siempre la miraba con enojo.

      —¿No os gusta cantar? —se atrevió a preguntarle.

      —No me gusta anunciar nuestra presencia a los ladrones y merodeadores.

      Una ráfaga de viento agitó las hojas del roble que había tras ella, y creyó ver en su imaginación unas sombras con forma de mano que se desplazaban por el suelo. Dominica tragó saliva. Ladrones… Una nueva amenaza a la que temer. Qué distinto era todo tras los muros del claustro, donde solo le tenía miedo a la madre Juliana.

      —Dios protege a los peregrinos —y también era deber del Salvador protegerlos, pensó.

      Él abrió la boca, pero volvió a cerrarla en una media sonrisa.

      —Tranquila —le apartó un mechón de la frente. Dominica se estremeció por el tacto de sus dedos, pero al mismo tiempo sintió un extraño consuelo—. Aún no nos hemos alejado de los dominios de William.

      Al menos no había fruncido el ceño.

      Pero no iba a arriesgarse a hablarle. Intentó ignorarlo y siguió tatareando con los labios cerrados, esperando a que se marchara.

      Él permaneció donde estaba, con la espalda recta como un soldado, tan cerca de ella que Dominica sintió el movimiento de su pecho al respirar. Se preguntó si estaría cubierto por el mismo vello marrón oscuro que sus manos, y se reprendió a sí misma por pensarlo. Tal vez no fuese un santo, pero no podía pensar en él como un hombre. Las monjas jamás pensaban en los hombres de esa manera.

      Dio un respingo cuando él volvió a hablar.

      —Tengo que pedirte perdón. Antes me comporté como un burdo campesino en vez de un caballero.

      Dominica

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