El truhan y la doncella. Blythe Gifford

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El truhan y la doncella - Blythe Gifford страница 11

El truhan y la doncella - Blythe Gifford Ómnibus Harlequin Internacional

Скачать книгу

style="font-size:15px;">      Él era el Salvador…

      Garren sofocó una carcajada. La gente hasta se atrevía a hacer chistes sobre Dios.

      La luz de la mañana se reflejaba en los diez rostros que esperaban su respuesta. Garren ya podía reconocerlos a todos sin problemas. La pequeña monja. La pareja que siempre iba de la mano. La rolliza esposa del mercader. Los hermanos. El hombre con el rostro marcado. Un escudero demasiado joven para demostrar su valía. Un hombre alto y delgado al que el viento parecía que iba a derribar de un momento a otro.

      Dominica, con los labios entreabiertos y el rostro ardiéndole de fe.

      En él.

      Ninguno de ellos podía esgrimir un arma contra los salteadores de caminos ni encontrar comida en el bosque. Ninguno sabría cómo sobrevivir. Él sí. Lo había aprendido en Francia.

      —Os guiaré —dijo—, porque puedo llevaros hasta allí sanos u salvos —y traerlos de vuelta lo bastante rápido para ver a William—. Pero no porque sea el Salvador de nadie.

      —¿El Salvador? ¿A quién ha salvado? —preguntó el hombre de las cicatrices. Al menos había uno que no parecía reverenciarlo. Una blanca e hirsuta pelambrera le enmarcaba el curtido rostro—. Ningún hombre puede salvarme. Ni siquiera Dios.

      Se alejó a grandes zancadas y un murmullo incómodo recorrió al grupo como un soplo de viento sobre la mies lista para la siega.

      —¿Qué ha dicho? —gritó la mujer rolliza—. Repita, por favor. Estoy sorda de este oído —se tocó la oreja derecha—. Hable alto. ¿Alguien ha hecho antes este viaje? Cuando fui de peregrinación a Santiago de Compostela teníamos un guía nuevo y nos perdimos en los Pirineos. Tardamos una semana en entrar en España y a punto estuvimos de…

      Mientras hablaba, Garren sintió el peso de la venera que llevaba al pecho y se preguntó si Dios y el Apóstol Santiago habrían respondido a sus oraciones.

      Dominica le tocó el brazo a la mujer para llamar su atención sin necesidad de gritar.

      —La hermana Marian ha visitado el santuario de santa Larina, y más de una vez.

      La monja le tiró de la manga a Dominica.

      —Nica, por favor…

      Nica. La llamaban Nica. Garren lo pronunció en silencio y se hizo cosquillas con la lengua en el cielo de la boca.

      La esposa del mercader miró de arriba abajo a la pequeña monja, a la que doblaba en tamaño.

      —¿Más de una vez? Entonces debería ser ella quien nos guiara en vez del Salvador este.

      Garren se unió a la carcajada que soltó el hombre de las cicatrices.

      La mujer, riendo también, se acercó a Garren. La venera de Santiago de Compostela resonaba al chocar con la cruz y la insignia que representaba al santo Thomas Becket montado a caballo. Agarró a Garren por el brazo y se puso a palpar sus músculos como si estuviera examinando una bestia de carga.

      El gemido ahogado de Dominica le hizo gracia a Garren.

      —Pareces estar bien formado… Anchos hombros, fuertes brazos… ¿Luchaste en Poitiers?

      Garren apretó el puño. Aquel nombre evocaba el hedor de la sangre en suelo francés.

      —Sí.

      —Fue una gran victoria. Y devolviste a la vida al conde de Readington… Si Dios te ha protegido hasta ahora, cuidará de todos nosotros.

      Dios no tenía nada que ver con aquello, pensó Garren mientras se sacudía de encima la mano de la mujer.

      —Soy un soldado, no un santo. Vuestras almas son asunto vuestro —la espalda le dolía por el peso de una responsabilidad indeseada—. Recoged la comida y despedíos de vuestros seres queridos. Partiremos dentro de una hora.

      Todos se dispersaron como una bandada de palomas, salvo Dominica y la monja. La chica tenía la culpa de que lo tomasen por un santo.

      —Dominica…

      Ella retrocedió ante su ceñuda mirada.

      —Voy a por tu comida, hermana —le dijo por encima del hombro a la monja, y echó a correr hacia las cocinas con el perro peludo pisándole los talones.

      —Me parece que su fe es una carga indeseada para ti —comentó la monja.

      Garren la examinó con atención. Su hábito era largo y holgado y le daba el aspecto de una niña con la ropa de su madre. Una expresión de cansancio y desánimo entrecerraba sus pálidos ojos azules.

      «La hermana Marian quiere que la chica cumpla su promesa», le había dicho la priora, y Garren se preguntó si sería cierto.

      —Gracias por aceptar ser nuestro guía —continuó hablando la monja—. Esto no debe de ser fácil para ti.

      Garren se estremeció como si le hubiera hablado un espíritu. No quería que aquella monja pensara que era un devoto peregrino. Si hacía aquello era por William, no por buscar la gloria de Dios.

      —No soy lo que ellos creen, hermana.

      —Nadie es lo que cree ser, hijo mío —respondió ella con una voz melódica y sosegada, como si hubiera oído los pensamientos de Garren—. Solo Dios sabe quiénes somos realmente.

      —Entonces Dios sabe que soy un impostor —dijo él con una bravuconería que estaba lejos de sentir—. Un mentiroso. Un fraude. Soy un palmero, hermana —declaró en voz alta, como si se sintiera orgulloso de ello—. Me van a pagar por hacer esta peregrinación.

      Y por otras cosas que no quería revelar.

      —Muchos son los peregrinos que ocultan sus motivos —repuso ella—. Pero Dios nos quiere a pesar de nuestros secretos.

      Garren intentó extraer algún significado oculto de sus palabras, pero decidió que aquella monja no sabía los planes de la priora para su preciosa Nica.

      —Te has pasado toda tu vida apartada de las tentaciones mundanas. ¿Qué secretos puedes tener tú, hermana?

      —Los que Dios me ha ayudado a guardar.

      Garren sintió envidia por la fortaleza de su fe, forjada, no mediante un ritual litúrgico, sino por un pacto entre ella y Dios. Y Dios había mantenido su promesa. Hasta el momento.

      Si los eclesiásticos que él había conocido hubieran sido como ella, Garren seguiría seguramente en el claustro.

      —La has llamado Nica —observó, intentando reprimir el remordimiento por lo que iba a hacer.

      El rostro de la monja se puso aún más pálido de lo que era.

      —¿Qué has dicho?

      —Has llamado Nica a la chica. ¿Por qué?

      Una sonrisa suavizó las arrugas alrededor de sus ojos.

      —La

Скачать книгу