El truhan y la doncella. Blythe Gifford

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El truhan y la doncella - Blythe Gifford Ómnibus Harlequin Internacional

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Una joven pareja que caminaba de la mano. Un hombre con la nariz torcida y el rostro cubierto de cicatrices. Una mujer rolliza, esposa de un comerciante a juzgar por la calidad de su capa. Dos hombres de rasgos parecidos, seguramente hermanos. Y unos cuantos más. Todos llevaban una cruz cosida en la capa gris o, en el caso de la mujer del comerciante, colgada alrededor del cuello.

      Dominica, una cabeza más alta que la otra monja, caminaba con sus ojos azules fijos en Dios, ajena al perro que se retorcía incansablemente en sus brazos. El animal movía la oreja izquierda al mismo tiempo que el rabo, pero carecía de oreja derecha. Seguramente se la había arrancado un zorro acorralado. En la puerta de la iglesia, Dominica lo dejó en el suelo y se volvió tres veces para hacer que se quedara quieto. Garren sonrió. Al menos el perro no era tan reverente como su dueña.

      Se adentró en la capilla y Richard le puso una mano en el hombro y le susurró algo al oído. Ella se apartó y aceleró el paso sin mirarlo siquiera.

      Garren apretó el puño, pero consiguió relajarse. No necesitaba más motivos para odiar a aquella alimaña.

      Richard y la priora se volvieron hacia Garren, el único peregrino que seguía en el patio. Una multitud expectante le abría paso hasta la capilla. Las puertas de madera parecían estar a kilómetros de distancia.

      Echó a andar con pies de plomo, con la mirada fija en el dintel de piedra, intentando ignorar las miradas y susurros. La capa con la cruz cosida a instancias de William, el relicario colgado al cuello… todo le parecía un burdo disfraz. Únicamente la espalda y la venera de acero que chocaba con el relicario, recuerdo de la familia a la que un dios insensible no había querido salvar, le resultaban familiares.

      —Vamos, Garren —le apremió Richard, quien nunca se dignaba a llamarlo «sir»—. Dios y el abad esperan.

      Las motas de polvo revoloteaban en el rayo de sol que caía sobre el altar. Garren se arrodilló junto a Dominica, quien tenía la mirada fija en el abad y no le prestó más atención a Garren de la que le había dedicado a Richard.

      El abad, que había viajado personalmente desde White Wood para bendecir a los peregrinos, empezó a entonar un salmo en latín. De esa manera pretendía que un dios sordo le oyera por encima del resto de mortales, pensó Garren.

      Dominica movía los labios como si comprendiera y recitara las palabras latinas. El pelo le brillaba alrededor de la cabeza como un halo. Era joven y vulnerable ante los peligros del mundo, pero a pesar de aquella aparente fragilidad e inocencia Garren tuvo la extraña sensación de que era mucho más fuerte que él. No estaba tan seguro de poder tocarla y seguir siendo la misma persona.

      El abad pasó a hablar en la lengua vulgar.

      —Aquellos que os disponéis a hacer la peregrinación, ¿estáis listos para emprender el viaje? ¿Habéis renunciado a los bienes materiales para viajar austeramente, igual que hizo nuestro Señor?

      Garren vio asentir a Dominica y se preguntó qué bienes materiales podría poseer aquella joven que aspiraba a convertirse en monja. Él apenas tenía nada. En nueve años no había atesorado más pertenencias de las que podía cargar consigo.

      —Cuando lleguéis al santuario deberéis confesaros sinceramente, o de lo contrario vuestro viaje habrá sido en vano al no recibir el favor de Dios y los santos. ¿Confesaréis todos vuestros pecados?

      Una respuesta afirmativa se elevó de los fieles como un murmullo de hojas secas. Garren fue el único que permaneció callado. Se confesaría ante Dios cuando Dios le devolviera el favor.

      —Lord Richard os pide que recéis por su querido hermano, el conde de Readington, quien tras ser salvado de la muerte vive más cerca del cielo que de la tierra…

      —Le doy las gracias a mi hermano —lo interrumpió la débil pero contundente voz de William—, pero seré yo quien pida mi salvación.

      —¿Pero qué…? —masculló Richard.

      Garren se incorporó a medias y se volvió hacia la puerta, protegiéndose del sol con la mano. Por unos breves instantes quiso creer en los milagros y encontrarse a William totalmente recuperado de su agonía, pero lo que vio fue una figura tan pálida como una aparición, reclinada en una litera que portaban dos criados. Uno de ellos llevaba una palangana en caso de necesidad.

      La multitud profirió una exclamación ahogada y todos se santiguaron rápidamente contra el espíritu que volvía de los muertos.

      William ordenó a sus dos criados que avanzaran hacia el altar, donde la priora se inclinó sobre él. Richard permaneció erguido e inmóvil, con una expresión airada en sus labios apretados y desalmados ojos.

      El abad, totalmente desconcertado, levantó la vista hacia el Cielo en busca de consejo. La ceremonia litúrgica no contemplaba una eventualidad semejante.

      —Gracias a la pureza de vuestras intenciones Dios le ha dado fuerzas al conde… Hermanos míos que vais a realizar este viaje, ¡rezad por un milagro!

      William levantó la mano.

      —Gracias por las… oraciones.

      A Garren se le encogió el corazón al oír su voz, otrora fuerte y poderosa, pero actualmente tan trémula y apagada como la de un decrépito anciano.

      —He ordenado que preparen provisiones para todos.

      —Un gesto muy generoso, lord Readington —lo alabó el abad.

      Richard frunció el ceño.

      William movió la mano como si quisiera disipar una tenue columna de humo.

      —Y que todos sepan… —se detuvo para tomar aliento— que Garren hará la peregrinación en mi lugar para llevar mi petición a santa Larina.

      Una arcada le obligó a girarse a tiempo para vomitar en la palangana. Garren cerró los ojos, como si con ello bastara para hacer desaparecer el sufrimiento de William y devolverlo a su gloria de antaño.

      —Vamos a terminar con una oración por el éxito de sir Garren y por la pronta recuperación de lord Readington, antes de proceder a las bendiciones y al reparto de salvoconductos —dijo rápidamente el abad.

      «Garren hará la peregrinación en mi lugar», había dicho William. ¿Qué pensarían de él los fieles?

      Dominica le sonreía, pero el resto estaba tan anonadado como si realmente hubiera visto a un hombre de Dios.

      Todos salvo la priora y Richard.

      Tres

      Dominica apretó la frente contra el pasamanos del altar e intentó concentrase en Dios y no en la súbita aparición del conde. Completada la ceremonia, el abad besó su cayado y se lo colocó en las manos. Dominica pegó los labios al bastón de madera sin corteza erguido ante ella. A continuación el abad le entregó el salvoconducto, un pergamino con las palabras del obispo que la convertían en peregrina. Un hormigueo le recorrió los dedos al deslizarlo en la bolsa, junto a su propio pergamino y pluma. Más tarde, cuando nadie la viera, cotejaría la letra del copista con la suya.

      Agachó la cabeza e intentó buscar la voz de Dios en su interior, pero le resultaba difícil abstraerse de la presencia del Salvador a su izquierda.

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