El truhan y la doncella. Blythe Gifford

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El truhan y la doncella - Blythe Gifford Ómnibus Harlequin Internacional

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y cómprame una pluma de acero.

      La pluma de acero era la insignia con la que el peregrino atestiguaba su viaje. Un símbolo para hacer alarde de su fe.

      —Te traeré algo mejor —le dijo Garren—. Si no puedes ir tú hasta el santuario, te traeré el santuario. Tendrás la pluma de verdad.

      La idea de profanar un lugar sagrado para consolar a un devoto moribundo le pareció muy apropiada. Al menos William podría ver y tocar una pluma de verdad, no las falsas reliquias que vendía la iglesia.

      El lívido rostro de William palideció aún más.

      —Sacrilegio…

      Un escalofrío recorrió la espalda de Garren. Sin duda se exponía al castigo divino si se atrevía a robar una reliquia y profanar un santuario, pero la idea casi le hizo reír. Ya había visto lo que podía hacer Dios en su infinita bondad, y dudaba que su ira pudiera ser peor.

      —No te preocupes. Nadie echará en falta una pluma pequeñita.

      William sacudió débilmente la cabeza y cerró los ojos para sumirse en un sueño más próximo a la muerte que a la vida.

      Alguien entró sin llamar en el aposento y la aguda voz de Richard rechinó en los oídos de Garren. El hermano menor de William no haría la peregrinación por nada del mundo, ni por amor fraternal, ni por dinero.

      —¿Aún respira?

      —Pareces impaciente porque deje de hacerlo.

      —Ya está más muerto que vivo, ¿no?

      —Tal vez, pero mientras le quede un soplo de vida seguirá siendo el conde de Readington —Richard solo tenía que esperar un poco más para convertirse en conde.

      —¿Qué es eso? —le preguntó Richard al ver el pergamino. Hizo ademán de agarrarlo, pero Garren se lo guardó rápidamente bajo la túnica.

      —Supongo que será una petición a santa Larina.

      Empezaba a temer el viaje tras haberse comprometido a hacerlo. No le amedrentaba la larga distancia que habría de recorrer, sino la compañía de los confiados peregrinos que creían en la generosidad de un dios invisible.

      —Me ha pedido que vaya al santuario a rezar por su recuperación.

      Richard se rio burlonamente.

      —Cuando llegues allí estarás rezando por su alma.

      Y cuando volviera estaría rezando por la suya propia, pensó Garren.

      Arrodillada ante el crucifijo, la priora apartó la vista de la pintura descascarillada de la mano izquierda de Cristo, cuando la joven entró apresuradamente en su alcoba y la saludó con una breve reverencia.

      Las rodillas le crujieron al levantarse y acomodarse en la silla mientras se preguntaba por qué había concedido aquella audiencia. Dominica era una chiquilla a la que el priorato había acogido, criado y encomendado las labores de limpieza, colada y cocina para las pocas hermanas que allí permanecían.

      La peste se había cobrado un altísimo precio en el país. No había siervos suficientes para plantar los campos y recoger la cosecha. La caridad cristiana iba pareja al estómago lleno. Y lord Richard tampoco facilitaba mucho las cosas…

      La joven interrumpió sus pensamientos sin pedir permiso para hablar.

      —Madre Juliana, quiero acompañar a la hermana Marian al santuario de santa Larina.

      La priora sacudió la cabeza. La petición era tan descabellada que creyó haber oído mal.

      —¿Qué has dicho, Dominica?

      La chica la miraba con sus penetrantes ojos azules, sin súplicas ni vacilaciones.

      —Quiero peregrinar al santuario. Y a mi regreso tomaré los votos.

      —¿Quieres ingresar en la orden? —aquella era la consecuencia de criar a una chica por encima del estatus social que le correspondía. Debería haberla dejado en manos de la mujer del minero cuando tuvo la ocasión—. No tienes dote.

      —No se necesita dote —replicó la chica—. Tan solo fe.

      La priora se mordió la lengua. No iba a discutir de teología con una huérfana. Hacía falta algo más que fe para alimentar y vestir a veinte mujeres.

      —No puedes tomar los hábitos.

      —¿Por qué no? —la chica adoptó una actitud desafiante, como si tuviera el derecho de discrepar con una superiora—. Puedo copiar los manuscritos latinos tan bien como la hermana Marian.

      La priora recordó el perdón que predicaba el Señor e intentó suavizar su tono.

      —¿Qué te hace pensar que pueda ser tu vocación, Dominica?

      Los azules ojos de la chica ardieron con el fervor de una santa… o quizá de una desequilibrada.

      —Dios me lo ha dicho.

      —Dios no habla con niñas abandonadas al nacer —la priora apretó los dedos en oración hasta que las yemas se le congestionaron. Todo era culpa suya. Había permitido que se sentara con ellas para comer y escuchar las Escrituras. Y la mocosa se jactaba de comprender los designios divinos solo por haber oído las palabras del Altísimo.

      —Dios solo habla a través de sus siervos en la iglesia, y a mí no me ha dicho nada sobre tu ingreso en la orden…

      —Pero, madre Juliana, yo sé que estoy predestinada a difundir su mensaje —se acercó y bajó la voz—. Quiero copiar los textos en la lengua vulgar para que la gente pueda entenderlos.

      La priora se tocó los labios con los dedos en una vehemente y silenciosa oración.

      «Tengo a una hereje viviendo bajo mi techo… Si los Readington lo descubren nunca volveré a recibir una moneda de ellos. ¿Por qué permití que aprendiera a leer?».

      —Mi sitio está aquí —seguía diciendo la chica—. Lo sé. Y cuando haga la peregrinación vos también lo sabréis, porque Dios me dará una señal —su rostro se iluminó con esa fe olvidada que la priora no había visto ni sentido en muchos años—. La hermana Marian será mi testigo.

      La hermana Marian siempre había mimado a aquella chiquilla en todo…

      —¿Quién va a pagar los gastos del viaje? ¿Y quién se encargará de hacer tu trabajo mientras estés fuera?

      —Las hermanas Catherine, Barbara y Margaret se han ofrecido a ocuparse de mis labores, y la hermana Marian ha dicho que pagará mi comida de su dote —miró desafiante a la priora—. No como mucho.

      —La dote de la hermana Marian pertenece al priorato —la priora apoyó la cabeza en las manos. ¿Qué había sido del respeto y la obediencia?

      —Por favor, madre Juliana… —la chica sucumbió finalmente a la humildad y se arrodilló en el suelo para tirar del hábito de la priora con sus dedos manchados

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