El truhan y la doncella. Blythe Gifford

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El truhan y la doncella - Blythe Gifford Ómnibus Harlequin Internacional

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El truhan y la doncella

      Uno

      Castillo Readington, Inglaterra, junio de 1357

      —Dios me ha devuelto a la vida, Garren —dijo William—. Y tú has sido su instrumento.

      Garren miró a su agonizante y macilento amigo postrado en el lecho y sofocó un bufido de burla. Dios no había movido un dedo para salvar a William, conde de Readington, cuando yacía entre los cuerpos sin vida en el campo de batalla de Poitiers.

      Al observar el reflejo de la vela sobre el pálido rostro de William, pensó si no habría sido mejor dejarlo morir en tierra francesa. Pero esa opción era impensable. Él lo daría todo por William.

      —Tú fuiste el único… —siguió hablando William—. Los otros me abandonaron al darme por muerto.

      O quizá lo dejaron para llevarse en su lugar a cuantos prisioneros franceses pudieran y pedir un rescate. William había sobrevivido y regresado con las tropas victoriosas a Inglaterra, pero tan solo un hálito de vida lo separaba de la muerte. Si aún no había exhalado su último suspiro era gracias al agua, las gachas y la carne premasticada que Garren le obligaba a tragar.

      —Soy demasiado cabezota para abandonarte.

      —Más que eso —cada palabra le costaba un gran esfuerzo a William—. Me llevaste a cuestas…

      —A ti y a tu pesada armadura —Garren sonrió con los labios apretados y golpeó amistosamente a William en el hombro.

      La familia Readington se había alegrado más por el regreso de la armadura que por quien la portaba. Mientras los demás caballeros ingleses volvían a casa con el botín, Garren solo volvió con William y dejó atrás la riqueza que prometía la campaña francesa.

      El sacrificio mereció la pena mientras William parecía recuperar las fuerzas, hasta que las arcadas comenzaron a las pocas semanas de estar en su hogar. Había días en los que su estado mejoraba sensiblemente, pero al final acabó agonizando en su lecho de muerte, rodeado por una cortina de terciopelo rojo, en lo alto de un torreón que dominaba esa campiña húmeda y fértil por la que jamás volvería a cabalgar. Las manos se le habían convertido en unas pinzas inútiles y sus ojos estaban cada vez más vidriosos y apagados. Los criados no podían hacer gran cosa, salvo seguir cambiándole las sábanas como muestra de decoro y respeto.

      Al menos moriría dignamente en su cama.

      —Hay… algo más… que debo pedirte… —sus fríos dedos agarraron la mano de Garren con la fuerza de la muerte.

      «Te di la vida, ¿qué más puedo hacer?», pensó Garren. Aunque al mirar el cuerpo demacrado y extenuado de William, quien con apenas treinta años sería incapaz de volver a levantarse de la cama, no le pareció que la vida que le había dado fuese el mejor regalo posible.

      —Quiero que… hagas la peregrinación al santuario de santa Larina en mi lugar.

      La peregrinación. Una especie de pago por adelantado a Dios por una promesa que jamás cumpliría. Un viaje a una tumba que albergaba los huesos de una mujer y las plumas de un ángel.

      —William, si Dios aún no te ha curado, no creo que Larina lo haga.

      —Te pagaré.

      Garren apartó la mano. Había renunciado a todo por William, y lo había hecho con gusto. Lo único que le quedaba era su orgullo.

      —Muchos estarían encantados de hacerlo por ti.

      El rostro de William se cubrió de arrugas en una mueca de dolor. Con el brazo izquierdo se abrazó el estómago en un inútil intento de contener las arcadas.

      —No… confío… en nadie más.

      Garren murmuró una respuesta evasiva y agarró la huesuda mano de William. Habían recorrido juntos un largo camino desde que William lo tomara bajo su cuidado. Garren tenía entonces diecisiete años, despreciado por todos y demasiado mayor para hacerse escudero. Todo lo que era se lo debía a aquel hombre moribundo.

      William le apretó el brazo y se incorporó a medidas con gran esfuerzo. Solo era cinco años mayor que Garren, pero parecía un anciano decrépito y consumido. Miró a su alrededor para asegurarse de que estaban solos y sacó un pequeño pergamino enrollado de debajo de la almohada. Era muy pequeño, apenas mayor que su mano, precariamente sellado con el escudo de armas de los Readington.

      —Para el monje que custodia el santuario…

      Garren aceptó el mensaje de los temblorosos dedos de William y se preguntó cómo había podido manejar una pluma para escribirlo.

      —El sello no puede romperse —añadió William con una voz tan trémula como sus manos.

      Garren sonrió en silencio. Nunca había aprendido a leer muy bien, ni siquiera cuando estuvo recluido en el monasterio.

      William le sacudió el brazo, exigiéndole una respuesta.

      —Por favor… No se lo puedo pedir a nadie más…

      Garren miró a su amigo a los ojos, que tantas cosas habían visto junto con él, y carraspeó mientras asentía con la cabeza.

      —Pero no quiero tu dinero —aquel viaje debería ser un regalo.

      William

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