El truhan y la doncella. Blythe Gifford

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El truhan y la doncella - Blythe Gifford Ómnibus Harlequin Internacional

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creéis lo que cuenta… No se puede confiar en un hombre que lucha por dinero en vez de por lealtad.

      Lord Richard no era el más apropiado para emitir una crítica semejante, ya que se las había arreglado para no ir a la guerra en suelo francés.

      —Un caballero sin tierra ha de hacer lo que pueda. Los caminos del Señor son inescrutables.

      Los labios de lord Richard se curvaron en una fea sonrisa.

      —¿En serio? Bueno, pues espero que vuestras oraciones y la peregrinación del mercenario ablanden el corazón de santa Larina y le hagan curar a mi hermano… ¿Quién va a hacer la peregrinación este año? —le preguntó en tono aburrido.

      —La hermana Marian —vaciló un instante—. Y Dominica.

      Lord Richard se incorporó, apoyó los dos pies en el suelo y clavó su mirada en la priora por vez primera.

      —¿La pequeña escriba? ¿Es lo bastante mayor para viajar?

      ¿Acaso todo el mundo sabía que la chica podía leer y escribir? Dios no quisiera que Dominica le hubiera hablado a lord Richard de sus ideas heréticas.

      —Tiene diecisiete años, milord.

      —¿Es virgen? —preguntó él arrugando la nariz.

      La priora se irguió en toda su estatura.

      —¿Tan baja opinión tenéis de mi congregación?

      —Lo tomaré por un sí… ¿Y qué busca ella con esta peregrinación?

      La priora juntó las manos y pensó que tal vez podría valerse de la curiosidad del conde.

      —Quiere ingresar en la orden y busca una señal de la aprobación de Dios.

      —¿No cuenta con vuestra aprobación?

      —No.

      —Entonces tenemos algo en común… —dijo con un siniestro brillo en sus ojos oscuros—. Mi hermano está convencido de que ese Garren es una especie de santo después de que le salvara la vida. Quiero hacerle ver el verdadero truhan que es.

      La priora esperó a oír su proposición, convencida de que no iba a gustarle. Ya sabía qué clase de persona era lord Richard, y seguro que también lo sabía su hermano.

      —Ofrecedle dinero a ese Garren a cambio de seducir a la pequeña virgen. Parece dispuesto a hacer lo que sea por unas monedas. Y cuando ella lo acuse, ambos tendremos lo que queremos.

      —Milord, no puedo…

      —No queréis que la chica se convierta en monja. Y cuando Garren sea deshonrado, a William no le quedará más remedio que echarlo —hizo una pausa, sonriente—. Siempre que viva lo suficiente, claro. En caso contrario, yo seré el legítimo conde de Readington y tendré algunas tareas que encomendarle a la chica… —su mueca no dejaba lugar a dudas sobre el lugar donde habrían de desarrollarse esas tareas—. No temáis, priora. Aún podrá haceros la colada, en sus ratos libres.

      —¿Cómo podéis sugerir algo así, milord? —preguntó ella, horrorizada. Y aún más horrorizada por atreverse a considerarlo.

      Pero tenía veinte vidas a su cargo, además de la de Dominica. Y cuando el conde muriera, el destino de todas ellas estaría en manos de lord Richard.

      —Si aceptáis, quizá pueda brindaros el apoyo que necesitáis… y un generoso incentivo para que el mercenario cometa su pecado.

      La priora le había advertido a Dominica que no se metiera en líos si quería volver al priorato a ordenarse. Aquella estratagema impediría que pudiera tomar los votos… justamente por lo que ella había rezado. Tal vez Dios estuviera respondiendo a sus oraciones.

      —Estoy segura de que su señoría sabrá ser muy generoso con nuestra orden…

      Lord Richard se echó a reír.

      —Eso dependerá del éxito que tengáis santa Larina y vos.

      Dominica tenía los ojos del mismísimo diablo. Tal vez fuera ese el destino que Dios le tenía reservado. Y en cuanto al mercenario, sabría luchar por su alma él solo.

      —No os prometo nada —dijo en tono prudencial—. Lo único que puedo hacer es allanar el camino —y rezar por la misericordia divina, añadió para sí.

      —Yo tampoco prometo nada —respondió él—. Allanad bien el camino.

      Garren había renunciado a Dios como una causa perdida, pero aun así se quedó horrorizado cuando una monja le pidió que violase a una muchacha virgen.

      —Su nombre es Dominica —le dijo la priora en su austera alcoba—. ¿La conoces?

      Él se había quedado sin habla y se limitó a negar con la cabeza.

      —Acércate y obsérvala por ti mismo —le indicó la ventana con vistas al jardín.

      La chica estaba arrodillada en el suelo, de espaldas a Garren, con una trenza cayéndole sobre la espalda como un chorro de miel y tatareando una cancioncilla sobre las plantas con una voz tan suave y relajante como el lejano zumbido de una abeja.

      El corazón le empezó a latir con fuerza al apreciar sus apetitosas curvas. Poseerla en contra de su voluntad sería lo más fácil del mundo, pero la sola idea le despertó una indignación que creía olvidada.

      —No pienso forzarla —declaró. Había visto demasiadas violaciones en Francia, cometidas por los mismos caballeros que habían jurado defender el honor de las mujeres inocentes. El recuerdo le revolvía el estómago. Antes de comportarse como una bestia en celo preferiría morir de hambre.

      —Emplea pues los métodos que quieras —dijo la priora—. Pero asegúrate de que no vuelve de su viaje con la virginidad intacta.

      Garren volvió a mirar a la chica, que seguía arrancando hierbajos. Él no era ningún caballero, pero conocía a las mujeres y sabía que todas ellas tenían un punto especialmente sensible. ¿Cuál sería el de aquella chica? ¿Sus orejas perfectas? ¿La curva del cuello?

      La joven se levantó, se dio la vuelta y le sonrió a Garren. Los ojos más azules que había visto en su vida le atravesaron su alma atormentada como si mirasen a través de un cristal, y por unos instantes sintió más temor del que jamás había sentido antes de una batalla con los franceses.

      Se sacudió la extraña sensación de encima. Aquella joven no era tan extraordinaria. Alta. Pechos redondeados. Pecosa. Frente ancha y despejada. Labios carnosos, el superior recto y el inferior sensualmente curvado. Y un aura mística como si no perteneciera al mundo de los vivos.

      La chica se giró y se arrodilló para escardar la siguiente hilera.

      —¿Por qué? —muchas veces le había preguntado lo mismo a Dios, y nunca había obtenido respuesta.

      La priora, ancha de pechos y caderas, no pareció captar el sentido teológico de la pregunta. Se apartó de la ventana, lejos de la feliz cancioncilla que se elevaba desde el jardín. El

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