El truhan y la doncella. Blythe Gifford

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El truhan y la doncella - Blythe Gifford Ómnibus Harlequin Internacional

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      A Jackin se le desencajó el rostro y se le tensaron las nalgas, y a Dominica casi se le salió el corazón del pecho.

      «Dios mío… haz que venga Garren… rápido».

      —Somos pobres peregrinos —dijo Jackin con una voz crispada—. No llevamos nada encima.

      Gillian, con las faldas arremangadas hasta la cintura, se agarró al brazo de su marido. El ladrón la miró con expresión lasciva, se acercó en dos zancadas y agarró la cabeza de Jackin para echársela hacia atrás y ponerle la hoz oxidada bajo la barbilla, como si fuera un barbero borracho.

      Dominica tragó saliva.

      «Deprisa, Dios mío».

      —Sé que lleváis algo como ofrenda para los santos —dijo, moviendo la hoja sobre la nuez de Jackin—. Vamos. Apártate de ella.

      Jackin trastabilló al levantarse. Tenía los pantalones por los tobillos y entre las piernas le colgaba lo que parecía una salchicha pequeña y mojada. Gillian se apartó y se bajó rápidamente las faldas.

      —Por favor, no le hagas daño.

      Su grito le llegó a Dominica al corazón. Si Dios no enviaba a Garren tal vez esperase que ella hiciera algo.

      Se levantó, sintiendo la tierra blanda bajo sus pies, y rodeó el matorral simulando el mismo atrevimiento que le había visto a Simon. Las espinas se le clavaban en la capa, oyó un desgarrón y vio que se había quedado atrapada. Pero de todos modos se irguió y confío en que el ladrón no se diera cuenta.

      —¡Alto!

      Los tres se volvieron hacia ella.

      —Si lo matas, Dios subirá su alma al Cielo y a ti te condenará al Infierno. Deus misereatur.

      —¿Qué? —el ladrón miró a Dominica con los ojos de un tejón atrapado.

      —Viaja bajo la protección de Dios —explicó Dominica, y le hizo un gesto con la cabeza a Jackin, manteniendo fijamente la mirada por encima de su cintura—. Enséñale tu testimonial.

      Con la hoz todavía pegada a su garganta, Jackin no podía alcanzar su ropa. El ladrón lo soltó y en su lugar agarró a Gillian por el cuello. Su expresión era de confusión y desconcierto mientras Jackin abría la bolsa con dedos temblorosos y hurgaba en el interior.

      Dominica se inclinó hacia delante, pero la capa no cedió.

      Jackin sacó el pergamino enrollado y lo agitó ante la cara del ladrón.

      —Aquí está. Mira.

      Tras ellos, Dominica vio a Garren acercándose silenciosamente entre los árboles. A su lado iba Simon. «Deo gratias», pensó.

      El ladrón miró el pergamino por encima del hombro de Gillian.

      —¿Qué es lo que pone?

      En ese momento Garren salió al claro y le tocó la espalda con la punta de la espada.

      —Baja el arma. Ahora.

      Justo a tiempo, pensó Dominica mientras expulsaba el aire del pecho.

      Simon se rio por lo bajo y Jackin soltó el pergamino para subirse rápidamente los pantalones. El ladrón aprovechó el despiste para tirar de la cabeza de Gillian hacia atrás.

      —Atrás o le corto el cuello.

      —La señorita tenía razón —dijo Garren con una voz tan serena como el brazo que sostenía la espada—. Somos peregrinos y viajamos con protección.

      El ladrón se lamió los labios, pero no apartó la hoz de la garganta de Gillian.

      —Dame unas monedas o la mato.

      Garren levantó la espada hasta la sucia oreja del hombre.

      —Suéltala y te dejaré marchar. Es más de lo que mereces.

      —Somos dos —dijo Simon—. Podemos con él.

      Garren lo ignoró y mantuvo la mirada fija en el maleante.

      —¿De verdad quieres poner a prueba tus habilidades contra un hombre contratado para matar?

      Dominica se estremeció al oírlo. Contratado para matar… Pero no le habían pagado para salvarle la vida al conde.

      —¿Cómo sé que no me matarás de todos modos? —preguntó el ladrón, obligado por la espada del Salvador a mirar a Simon blandiendo su arma ante él.

      —Puedes creerlo —dijo Dominica—. El hombre que está detrás de ti es un mensajero de Dios.

      El salteador intentó mirar de reojo tras él sin mover la cabeza.

      —Antes de dejarte marchar te daré algo de comida —dijo El Salvador, y le mostró la bolsa por encima del hombro—. Vamos. Suéltala.

      —Antes dame la comida.

      El Salvador arrojó la bolsa hacia los árboles.

      —Ve a por ella y sal corriendo antes de que cambie de idea.

      —Que Dios te bendiga —dijo el ladrón. Agarró la bolsa y desapareció en el bosque.

      —Asegúrate de que no vuelve —le dijo El Salvador a Simon, quien sonrió y salió corriendo tras él—. ¡Pero no le hagas daño! —añadió por encima del hombro.

      A Dominica le temblaban tanto las piernas que cayó al suelo mientras Gillian y Jackin se abrazaban. Ninguno de los dos levantó la mirada hasta que El Salvador les llamó la atención con un gruñido.

      —Y vosotros dos, si queréis dar rienda suelta a vuestros deseos esperad a que sea de noche y haya alguien montando guardia.

      Se acercó a Dominica, quien tiró de la capa para intentar soltarse, sin éxito. Se arrodilló a su lado y le rodeó los hombros con el brazo, y Dominica estuvo tentada de apoyarse en él y apretar la cara contra su pecho.

      —¿Estás bien, Nica?

      A punto estuvo de echarse a llorar al oír su diminutivo infantil en los labios del Salvador. Solo la hermana Marian, quien la quería más que nadie, la llamaba así.

      —Sí, por supuesto —respondió, pero el corazón le seguía latiendo desenfrenadamente y las mejillas le ardían al pensar en Jackin y Gillian abrazándose. Aquella noche tendría que rezar más que de costumbre.

      Él se levantó en toda su imponente estatura.

      —No vuelvas a hacerlo.

      —¿Hacer qué?

      —Enfrentarte a un hombre que lleve un arma.

      Ella se dio la vuelta y tiró con todas sus fuerza de la capa, haciéndola jirones.

      —Dios

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