E-Pack Bianca y deseo agosto 2020. Varias Autoras

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conocemos?

      –Creo que no.

      –¿Está seguro?

      Él se tocó la barba de veinticuatro horas.

      –Segurísimo.

      Ella siguió mirándolo atentamente, como si el rostro de él le sonara de algo, pero su cerebro se negara a suministrarle la información requerida.

      Eso le permitió a él inhalar el olor a flores silvestres de ella y apreciar sus dulces labios, fruncidos en un gesto pensativo. Aunque, cuando notó la terquedad de la barbilla y vio que entrecerraba los ojos de un modo que indicaba que estaba buscando su rostro en algún motor de búsqueda interna, decidió que «dulce» no era la palabra que usaría para describirla

      –Estoy segura de que lo conozco de algo –insistió, con el ceño fruncido–. Todavía no sé de qué, pero lo recordaré –le advirtió, con una sonrisa que le iluminó la cara–. Usted está tan fuera de lugar aquí como yo y, sin embargo, parece muy relajado.

      –Muy bien, Sherlock Holmes. ¿Algo más?

      –Es evidente que está habituado a comer en restaurantes más pijos que yo.

      Impertérrita ante el silencio de él, se volvió a mirar a su alrededor. Y lanzó un respingo.

      –Estoy atónita. Creo que he entrado en el mundo de Oz. ¿La gente bebe botellas Mágnum de champán a mediodía?

      –Eso parece.

      Ella arrugó la nariz, divertida, y él noto que tenía pecas allí. Había entrado por el callejón situado detrás del restaurante y había aterrizado en Babilonia, donde se hablaba de vinos vintage con voz queda, como si fueran la respuesta a todos los problemas del mundo, mientras los camareros servían exquisiteces a una clientela a la que, en su mayor parte, le daba igual lo que comiera, siempre que fuera lo bastante caro para presumir de ello. Estaban en un templo al exceso de lo que era probablemente el puerto deportivo más estiloso del planeta. Él suponía que los empleados habían dejado la entrada de atrás abierta para facilitar la llegada ininterrumpida de suministros, pues ningún lugar del mundo podía esperar almacenar comida y bebida suficiente para satisfacer los apetitos de los superricos.

      –Necesito agua y trabajo, y en ese orden –anunció la joven. Lo miró, buscando en él la solución–. ¿Sabe de algo? –ladeó la cabeza y lo observó con interés descarado. Sus ojos de color esmeralda expresaban inteligencia y tenía una boca hecha para besar–. Quizá pueda encontrar trabajo en alguno de esos barcos enormes del puerto deportivo.

      Esperó, y al ver que él no contestaba, confesó:

      –Me he quedado sin dinero. Este viaje ha durado más de lo que espera. Hay mucho que ver y muy poco tiempo para verlo todo.

      –¿Tiene una fecha límite? –preguntó él.

      –No exactamente –contestó ella–, pero antes o después tendré que volver al trabajo, ¿no? No puedo pasarme la vida de acá para allá. Aunque me gustaría –en sus ojos apareció una mirada de anhelo–. En algún momento tendré que dejar de viajar y probar otra vez la vida real.

      –¿Otra vez? –preguntó él.

      –¡Ah!, usted ya me entiende –repuso ella, con un movimiento descuidado de la muñeca.

      –No estoy seguro. ¿Ha viajado mucho?

      –Salí de Londres.

      –¿Dónde vive y trabaja?

      Ella no contestó. Miraba el puerto deportivo.

      –Adoro el sur de Francia. ¿Usted no? –preguntó.

      Como intento de cambiar de tema, aquel era bastante torpe.

      –La Riviera es uno de los muchos lugares que me gusta visitar –repuso él.

      Ella captó de inmediato su aparente falta de interés.

      –¿Uno de muchos? –preguntó–. ¿No le parece fabulosa y espectacular? ¿No se siente mucho más vivo cuando está aquí? –el rostro de ella se iluminó y toda la tensión que él había detectado en ella, desapareció de pronto–. Música, comida, calor, cielos azules y sol. El modo en que la gente endereza los hombros y habla claramente en lugar de murmurar. Aquí la gente anda y habla con confianza y optimismo, en lugar de caminar encogidos dentro de gabardinas bajo una lluvia fría y un cielo gris.

      –Esa es una buena defensa –admitió él, esforzándose por salir de su humor pesimista–. ¿Es usted abogada?

      –No, pero a menudo he pensado que sería útil tener habilidades legales.

      –¿En qué sentido?

      –¡Oh, ya sabe! –contestó ella, vagamente.

      –Si no es abogada, ¿es escritora? Es usted muy descriptiva.

      Ella se echó a reír y apartó la vista.

      –¿Por qué no pide trabajo aquí? –sugirió él.

      Ella pasó una mano por su ropa arrugada.

      –Con esta pinta, no me contratarían. Y además, quiero alejarme todo lo que pueda. Mi preferencia sería viajar por mar.

      –¿Tiene que alejarse por algún motivo?

      –¿Por qué lo pregunta?

      –Solo sigo el hilo de lo que ha dicho.

      –O sea que yo no soy la única detective. Será mejor que tenga cuidado con lo que digo.

      –Será mejor –asintió él.

      Ambos se miraron como intentando calarse mutuamente.

      Ella era joven, atractiva, inteligente y animosa, una distracción bienvenida en un día difícil.

      –Adivino que no trabajas aquí –comentó ella, después de mirarlo de arriba abajo y tuteándolo–. Unos pantalones cortos rotos y una camiseta sin mangas no me sugieren que busques trabajo de camarero.

      –¿Yo? –él se echó a reír–. No. Creo que no me confiarían ni el fregadero.

      –¿Para transportar las cazuelas, quizá? –musitó ella–. Tienes músculos de sobra.

      –¿Entonces estoy contratado? –bromeó él, enarcando una ceja.

      –Ya te gustaría –repuso ella.

      Se echó a reír y en su mejilla apareció un hoyuelo.

      –¿Y cómo es que te han dejado entrar? –preguntó ella.

      –He entrado sin dudar, igual que tú. Si lo haces con confianza, nadie te para.

      –Pero ¿no puedes ayudarme con lo del trabajo?

      –Lo siento. Temo que no.

      –¿Temes?

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