E-Pack Bianca y deseo agosto 2020. Varias Autoras

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su vida se derrumbara y cayera en pedazos, ya no estaba tan seguro.

      –¿Quizá seas el tipo de hombre con el que yo no debería hablar?

      –Y, sin embargo, aquí estamos –él se apoyó en la pared lateral del bar y extendió las manos.

      –No por mucho tiempo –respondió ella–. Solo necesito un vaso de agua y me largo de aquí. Apuesto a que el barman puede verte por encima de las cabezas de los demás –comentó, mirando a la gente del bar–. A tu lado, todos los demás parecen enanos. Se separarán como las aguas del Mar Rojo cuando te vean moverte. A mí no me verían aunque me ponga a saltar.

      –Me halagas.

      –¿De verdad? –preguntó ella, abriendo mucho los ojos–. No es intencionado, te lo aseguro.

      –Está bien. Espera aquí.

      –No iré a ninguna parte sin antes beber agua –le aseguró ella.

      La chica lo divertía, y había vencido su reserva solo con una frase atrevida y una sonrisa atrayente. Los pechos, grandes y respingones, no la perjudicaban. Como tampoco el trasero firme, que tan bien realzaba el pantalón corto ceñido. Era muy fácil imaginar sus esbeltas piernas alrededor de la cintura de él, aunque terminaran en unas botas desgastadas que debían de ser las más feas que había visto en su vida. Mientras esperaba en la barra, se giró a mirarla. El rostro de ella trasmitía una concentración confusa y él adivinó que seguía tecleando furiosamente en su ordenador mental intentando saber de qué lo conocía.

      A pesar de su aire de trotamundos, era hermosa. Manchada por el polvo del camino y sin nada de maquillaje. Su pelo, en particular, era abundante, de una magnificencia fiera. Su tono cobrizo recordaba un atardecer en el mar. Lo llevaba sujeto atrás descuidadamente con horquillas y parecía pedir a gritos que lo dejaran libre para que él pudiera deslizar los dedos entre los lustrosos rizos, echarle atrás la cabeza y besarle toda la longitud del cuello. Pero no era solo su belleza lo que le llamaba la atención. Ella tenía carácter, espíritu, lo que, en el mundo de aduladores que estaba a punto de habitar, suponía un cambio bienvenido.

      Él tenía poco tiempo. Pronto regresaría al principado de Madlena para ocupar el trono después de la muerte de su hermano. La responsabilidad que eso entrañaba lo asfixiaba cada día un poco más. Aquel era su último viaje en su yate, el Black Diamond, antes de dejar de ser libre. Lo último que necesitaba era una complicación en forma de una joven descarada con una serie interminable de preguntas. Sin duda el sexo aliviaría sus tensiones, pero su elección habitual sería una mujer más mayor y experimentada que sabía lo que hacía, no una chica ingenua que recorría Europa de mochilera.

      –¡Agua! ¡Por fin! –exclamó ella con aire teatral cuando él le pasó el vaso.

      Cuando ella lo tomó, sus cuerpos se rozaron, lo que provocó un estallido del que ella pareció no darse cuenta, mientras que la entrepierna de él se tensó hasta el punto del dolor.

      –Gracias –musitó ella, con una exhalación agradecida, tras beberse el contenido del vaso.

      –¿Necesitas más? –adivino él.

      –Me has leído el pensamiento. Pero no te preocupes, ya lo hago yo –le aseguró ella.

      –Adelante –la invitó él, apartándose.

      Cuando se había apretado contra él, había tenido una pista sobre el cuerpo de ella bajo aquella ropa gastada. Su adorada nonna, la princesa Aurelia, habría dicho que aquella joven estaba «bien hecha». Aunque era pequeña, como la abuela de él, al menos una cabeza más bajita que todos los demás del bar, lo que indicaba que sus repetidos intentos por llamar la atención del barman eran un estrepitoso fracaso.

      –Está bien –admitió ella al fin–. Parece que no tengo más remedio que volver a pedirte el favor. Consíguemelo –dijo–. Yo animaré desde el lateral del campo, todo lo que sea posible con una garganta que parece papel de lija.

      Su voz era inconfundiblemente británica, y su boca extremadamente sexy. Un arco de Cupido casi perfecto, que, cuando se elevaba en las comisuras, hacía aparecer hoyuelos en las mejillas.

      –Date prisa –suplicó, sujetándose la garganta como si fuera la protagonista de una obra de teatro de su barrio–. ¿No ves que estoy desesperada?

      –Deberías trabajar en el teatro –comentó él con sequedad.

      –Sí, limpiándolo –asintió ella.

      Que ella le hiciera reír, en un día en el que la risa había parecido imposible, mostraba que no era precisamente un muermo de mujer. Allí, en aquel reducto de ricos y famosos, donde las etiquetas no solo contaban sino que eran obligatorias, y donde nadie osaría aparecer dos veces con la misma ropa de diseño, ella estaba tan tranquila como una princesa, y mucho más divertida, al menos comparada con los miembros del consejo real de él. También podía crear muchos más problemas, o eso pensó cuando volvía de la barra. La había visto fruncir los labios con desaprobación al ver que lo servían antes que a los demás.

      –No te he pedido que te saltaras la cola –lo regañó con una sonrisa.

      –No lo he hecho. El barman es muy eficiente.

      –Está bien. Pues gracias. Me has hecho un gran favor.

      –Te he traído dos vasos de agua –señaló él, devolviéndola a la tierra–. Tampoco es como para que te arrodilles a mis pies.

      –No tendrás esa suerte –le aseguró ella–. Por otra parte, a veces solo se necesita un vaso de agua. ¿Conoces a todo el mundo aquí? –preguntó, cuando terminó de beber.

      –No. ¿Por qué?

      –Porque todos te miran.

      –A lo mejor te miran a ti –musitó él. Se volvió y todos apartaron la vista. La sofisticada clientela fingía no haberlo visto.

      –Mmm –musitó ella, pensativa–. No lo creo –terminó el segundo vaso en un tiempo récord–. Estoy muy fuera de mi ambiente. Pero –añadió con un suspiro de alivio cuando dejó el vaso vacío en una mesa– ahora me tienes a mí para protegerte.

      –¿Eso es una broma? –preguntó él.

      –Tómalo como quieras –repuso ella–. Pero mi sugerencia es que no les hagas caso.

      Él sospechaba que el pelo rojo era un buen indicador de temperamento fuerte, y adivinó que ella podía ser un pequeño terrier si la ponían a prueba.

      –Bueno –añadió ella, casi sin detenerse a respirar–. ¿Me vas a decir quién eres? Me refiero a aparte de ser el único de aquí tan mal vestido como yo.

      No se podía negar que ambos parecían completamente indiferentes a la etiqueta. Como mínimo, se esperaba que los clientes se sacudieran la arena del cuerpo antes de sentarse a comer, pero ¿quién cuestionaba a la realeza? Y ella estaba con él.

      –Mi nombre es Luca –dijo él–. ¿Y el tuyo?

      –Antes de llegar a eso –ella sonrió con picardía–, quiero saber cómo has conseguido que no te echen de aquí cuando tienes pinta de acabar de salir del mar.

      –Eso

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