El libro de los gozos. Carlos Villalobos

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El libro de los gozos - Carlos Villalobos Sulayom

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style="font-size:15px;">       Salmo clemenciano

      Queridos hermanos míos, yo Juanelí Ortuño, nieto de Clemencia Osejo, confieso ante ustedes que no conocí a mis padres, pero tuve conmigo, gracias a la bendición de Santata, a mi Abuela la Profeta. He sido como un matorral solitario. Mi madre cometió el error de no fijarse bien en la cara del hombre que me engendró y cuando yo tenía tan solo un año me dejó con mi Abuela y se fue a Hollywood, con el único propósito de convertirse en una famosa actriz. Pero algo le pasó de camino y tuvo que quedarse en la capital. Ahí la contrataron en un lugar llamado Naiclú. Ahí, queridísimos hermanos, en los buenos tiempos la gente le aplaudía y dicen que muchos querían estar con ella y he aquí que ella, hermanos, era casi una diva que hacía tener sueños celestiales a los fans que la seguían.

      Pero no estoy predicando ante ustedes para hablarles de esos asuntos personales. Les predico, amados hermanos, para contarles la vida y obra de la Profeta Clemencia Osejo, mi Abuela. Yo me crie con esta vieja rascapulgas, mujer de agallas y así espuelas, que me enseñó a vivir y a sobrevivir en este mundo. Nadie, ni el mismo Nerón o Edipo han tenido la fortuna de compartir su vida con una mujer tan humilde y orgullosa.

      En verdad les confieso, hermanos, que durante mi vida he conocido muchas aflicciones. Y aquí está con nosotros Jacharrata, hermanos, que anduvo conmigo en aquel entonces y no me deja mentir. ¿Verdad, hermano? A usted le consta que no terminamos la secundaria, que yo llegué hasta tercero y usted hasta cuarto. Usted es testigo de que yo tuve que salir de la escuela, hermanos, porque al director una tarde se le metió entre ceja y ceja expulsarme del colegio. ¡Maldito! Algún día le caerá la maldición del Cocodrilo y nunca más, nunca más, hermanos, volverá a tener gozos celestiales. En todo caso, hermanos, el de arriba no escoge a los que tienen títulos universitarios. No, hermanos, los que tienen títulos creen que lo saben todo y no se dan cuenta que los verdaderos misterios del universo están ocultos y no se dan cuenta, hermanos, que los intelectuales están perdidos como el niño que buscaba la Llorona. Santata, en verdad, escoge a los más tontos, y los hace astutos escribiendo verdades en su corazón. Elegidos como yo no necesitamos leer libros sagrados. Porque, aunque digan por ahí que los libros sagrados vienen del Rey de las alturas, en realidad son escritos por los hombres. Son letra muerta, hermanos. Letra que mata. Los elegidos sabemos que en el mudo lo que hay son canturas porque las canciones, hermanos, son los cantos para Santata y las canturas son los cantos para los hombres. Hay por lo tanto cantores y cantantes o canturantes (los de las cosas de los hombres). Y hay una razón más, amados míos, la palabra canción, es sonido sagrado, porque deriva de Can que significa Rey o sea Santata y de Sión, monte donde el Todopoderoso habló, y por lo tanto estamos, hermanos, ante el monte del sonido sagrado. Lo ven, hermanos, canción significa canto santo para el que está en lo alto. Lo ven. Hasta la definición es musical. Estas cosas, hermanos míos, yo las sé, sin haber leído muchos libros porque Santata las escribió en mi corazón y me ha encomendado decírselas para que todos tengan luz y vivan eternamente, porque estas cosas no las saben los hombres de la ciencia, porque los hombres de la ciencia, al igual que los cantantes, en vez de sabiduría lo que producen es sabiduras, hermanos, sabiduras terrenales. Benditos sean los grandes senos de mi Abuela, hermanos. Benditos sean, Benditos sean, Beeeenditos seeean, hermanos. Repitan conmigo: Benditos sean, Beeeenditos seeean.

      Y he aquí que ocurrió, por aquellos días, que una noche Abuela la Profeta, se levantó dando gritos, corrió por el zaguán a la cocina, llenó una palangana de agua y así, con el camisón de dormir puesto, se bañó desde la cabeza a los pies. Algunos de los huéspedes se levantaron y corrieron asustados pensando que se trataba de algún pervertido que había querido abusar de la vieja. Pero Abuela, empapada y aún con la palangana en sus manos, los calmó diciendo: «Tranquilos, ¿nunca han visto una vieja en cueros?»

      Y he aquí, hermanos, que luego nos contó que cuando estaba en lo más profundo de su sueño tuvo una pesadilla. Soñó que se le presentaba el cura de Santalucía echando fuego por su virilidad y que la perseguía para quemarle el brazo, y entonces ella, hermanos, salió huyendo por los montes como una gallina a punto de ser alcanzada por coyotes. Y el cura, qué barbaridad, le gritaba que él lo único que deseaba era confesarla, que no huyera. Pero la anciana huía porque he aquí, queridísimos hermanos míos, que la intención de aquel hombre era quemarla viva. Y sucedió que el cura logró alcanzarla, apuntó su virilidad al brazo de la anciana y lanzó una llamarada que la cubrió por completo. Entonces la salida de la Santa Profeta fue buscar agua para apagarse. Y cuando despertó, un chorro de agua fría le bajaba por la espalda como un alivio sagrado. No se rían, por favor, hermanos, esto es muy serio y de mi Abuela no se burla nadie. La pobre vieja solo trataba de salvar la vida, pero los huéspedes no entendieron el gesto milagroso de este hecho. Ellos, herejes y no iniciados en las cosas del más allá, regresaron a sus cuartos muertos de risa y haciendo comentarios sobre la anciana, la virilidad ardiente del cura y la palangana de la media noche refrescando el ansia de la viuda.

      Y fue tal el ridículo en que quedó frente a todos los que ahí estaban, que esa misma noche Abuela tomó una decisión que iba a ser trascendental en mi vida. Decidió que se iría definitivamente a vivir al Bajo de los Guindos, donde vivían cuatro de sus hijas. Decidió que iba a abandonar de una vez por todas aquel lugar a donde a veces llegaban hombres exhibicionistas que andaban desnudos por la casa y que a veces, hermanos, de por sí ni pagaban bien las curaciones de ollecarne que ella les hacía.

      Queridos hermanos, reunidos aquí esta tarde, traten de memorizar lo que estoy diciendo, pues he aquí que mi mensaje es más profundo que cien viudas quemándose las ganas, es más profundo que un desfile de muchachos marchando al pelotón de fusilamiento. Aquella decisión de Abuela debe ser interpretada como un llamado a la transformación. Es ese llamado que hoy necesitan los pecadores. El llamado que todos los pobres de espíritu han estado esperando desde hace muchos siglos.

      —¿Y cuándo nos vamos, Abuela? –le pregunté ansioso.

      —En cuanto venda este mierdero, m’hijo –sentenció la vieja, y sus palabras fueron como un sermón en el Olimpo.

      Entonces, hermanos, he aquí que mandó poner un rótulo al frente para anunciar la venta. Todavía no tengo muy claro qué tipo de negocio era el que tenía Abuela. Lo que sé es que se lo había dejado el finado Francisco Ortuño. Ahí ella hospedaba peregrinos a los que vendía sus famosas ollecarnes y preparaba curaciones con las yerbas que solo ella conocía.

      A la semana siguiente apareció Misael Mendoza, un viejo con mucha plata pero tacaño como ningún otro. Dicen que no se bañaba para no gastar agua ni jabón y menos guardar la plata en un banco por miedo a que se la fueran a quitar. Los únicos que sabían dónde guardaba los billetes eran unos ratoncillos que quién sabe cómo se metían a la casa. Y he aquí, hermanos, que los malditos roedores de vez en cuando le quitaban billetes y he aquí que el viejo se ponía de los diablos. Juró que mataría a los ratones, ratas, perros, gallinas y caballos, si era el caso, con tal de evitar que aquello continuara. Y sucedió que les ordenó a sus hijos que buscaran bien los animales para matarlos y mientras estaban en la cacería casera, nunca supieron cómo, uno de los ratones se robó otro billete.

      Y esto, hermanos, fue lo que provocó que don Misael decidiera invertir su dinero. Y claro, dándose cuenta de lo tonta que era mi Abuela, según él, inmediatamente la vino a buscar y le ofreció la mitad del precio que Abuela le propuso. Y la vieja, ni lerda ni zurda, inmediatamente, con una sonrisa de cana a cana, cerró el trato, escupió una cuecha de tabaco al suelo y dijo: «Pues entonces jale donde el licenciado don Jesús Calvo y arreglamos los papeles».

      Me hubiera gustado que todos ustedes, hermanos, hubieran visto la cara del viejo. Se le apagó el cigarro, sudó unas gotas gruesas que olían a canfín. No le quedó más remedio que escupir también, pues no podía echarse para atrás ante la decisión tomada y menos frente a una mujer. Tal vez ahora eso de la palabra no es tan importante, pero en verdad, hermanos, en aquel tiempo hubiera sido un verdadero

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