El libro de los gozos. Carlos Villalobos

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El libro de los gozos - Carlos Villalobos Sulayom

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me iba a poder echar. Mírela, Juanelito –me dijo Abuela, y ponía el dedo gordo así entre el índice y el pulgar–. Más sabe el buey cuando lo han enyugado mucho que aquel que apenas acaban de caparlo. Esa casa tiene las paredes tan podridas que ya no vale nada».

      Y Clemencia Osejo, hermanos, viuda de Francisco Ortuño, se carcajeó de la idiotez de Misael Mendoza.

      Aconteció, hermanos, que Abuela la Profeta, alistó maletas, guardó bien sus vestidos carmelos con todo y escapularios y rosarios. No olvidó los frascos con las milagrosas sustancias, las cartas de Tarot, los ungüentos antirreumáticos, la güija y los demás tiliches. Envolvió el dinero en un pañuelo y se lo acomodó en el buche, justo en medio de sus benditos senos. Según ella, hermanos, ahí estaba más seguro que en cualquier banco del mundo. Y ocurrió, hermanos, que salimos para el Bajo de los Guindos, un barriecillo a las afueras de la ciudad, el barrio que iría a recibir a la Santa Profeta y a este Elegido que les habla. El terreno había sido de mi bisabuelo y ahí mis tías habían construido tres casas.

      Allá en el centro de la ciudad había quedado, hermanos míos, la casona, sin las ollecarnes y los mejunjes de Abuela, con unos cuantos peregrinos aún hospedados y los cuartuchos cayéndose de viejos. Todo quedó triste, con un vacío de nostalgia, sin gozo, como si aquello fuera un presagio de las cosas que habrán de ocurrirle al mundo, muy pronto, hermanos, muy pronto.

      Los peregrinos recibieron como un balde de agua fría la noticia del viaje. Muchos, hermanos míos, no aguantaron las lágrimas y en medio de una gran conmoción, una lluvia de abrazos y manos levantadas nos despidieron del poblado de Santalucía. Y sucedió que también Pulgaloca y Jacharrata vinieron a despedirnos. ¿Se acuerda, hermano Jacharrata, cómo lloramos? ¡Qué momento aquel más triste, hermanos! Y he aquí que Abuela hizo una predicción, que la cito para que vean hermanos, que no estoy bateando, que la vieja tenía al que todo lo puede en el corazón. Predijo, ese día, que muy pronto Jacharrata y yo nos iríamos a encontrar de nuevo. Claro que ella entonces los llamaba por sus nombres de paganos. ¿Se acuerda, Jacharrata? Y ya vieron ustedes, amadísimos míos, como más adelante nos encontramos para que se cumpliera la profecía.

      En un camión que servía de taxi carga cupieron nuestras pocas cosas y media hora después, hermanos, ya estábamos en el Bajo de los Guindos. Los familiares nos estaban esperando. Ahí estaba la tía Toña parada en la puerta con su gran panza y su delantal pintado de achiote. Junto a ella, hermanos, estaba su hija, la hermosa Rita, la trompuda prima que había salido totalmente contraria a su otra hermana, sor Carmelita, la tonta que desde hacía dos años se había ido al convento de los pies pelados o algo así.

      Estaba también esperándonos la estéril tía, Ana Imelda, la única casada de toda la familia, que pudo pescar a don Fermín Conejo, un tipo bizco y de mal aliento, pero con una gran virtud, tenía una yunta de bueyes con carreta incluida, y mi tía, la interesada, se casó con él, porque dónde iba a encontrar alguien con vehículo propio. Y sucedió que también salió a recibirnos la tía María Julia, la que aspiraba a ser Miss Universo y se volvió loca cuando descubrió que una gorda y con dos hijos, por más tonta que sea, no tenía posibilidades de alcanzar ese título. Ella es la madre de José Alberto, un muchacho taciturno de la misma edad mía al que desde niño todos los familiares solíamos decirle Caraco, por lento y por baboso, pero que con el tiempo se convertiría en un tipo inteligente y audaz y andaría conmigo, fiel a las enseñanzas de Abuela. El único, hermanos, que nunca me ha fallado. De vez en cuando, hermanos, Caraco viene aquí y me acompaña. Él es uno de los pocos clemencianos de corazón que hay en la familia. El otro hijo de María Julia es Jenarillo, un año menor que Caraco, pero con ínfulas de pícaro incontrolable. Casi desde el principio me cayó mal y he aquí que no me equivoqué. Le decíamos el Piraña, por hijueputa que era. Perdón, hermanos, por usar esta palabra, pero créanme, no hay otra más apropiada. Soy un hombre santificado y no puedo pecar, pero debo decir la verdad, aunque parezca grosera.

      Y allá, amadísimos hermanos, al fondo asomándose por una ventana estaba Mariana, con los mismos pantalones cortos y deshilachados de siempre. Ella era la más joven. Cuando salió a recibirnos ya se le evidenciaba su andar de medio lado. La pobre se esforzaba tanto por caminar sexi y llamar la atención que empezó a sacar la cadera hacia la derecha y exageró tanto que después se le olvidó caminar normalmente. Su estilo de andar le valió el nombre, entre los muchachos del pueblo, de la cangreja alborotada. No se rían así de ella, hermanos, que es mi tía. Bueno, no importa, de todas maneras, es cierto, parecía una ridícula cangreja.

      Y entonces hubo abrazos, besos, lágrimas y muchos confites que llevó Abuela la Profeta para repartir a todos. Y a pesar de este gesto bondadoso, hermanos, mis tías empezaron a discutirle a Abuela las razones por las cuales había vendido tan de repente la casa. Y he aquí que empezaron a murmurar cosas. Decían que estaba falta de un tornillo, que haber vendido el negocio y regresar de ese modo era una evidente estupidez. Que ahí a ese barrio de malas pulgas los peregrinos no iban a llegar, que ese pueblo daba mal aspecto y que entonces la gente mal hablada iba a pensar que ella era una bruja de Leviatán y no una curandera de Santata. Decían que la edad la estaba afectando y que su imaginación no estaba bien. Que allá en el centro estaba cerca el hospital por si acaso y que, además –señaló Mariana– dónde se iban a quedar ella de ahora en adelante cada vez que quisiera ir a la discoteca.

      Y así fue, amadísimos hermanos, como la pobre vieja se sintió igual que con sus huéspedes y tampoco tuvo sosiego. Y he aquí que volvió a tener la pesadilla del fuego y otra vez la encontraron en el patio de pilas tirándose palanganadas de agua y soñando que el cura la perseguía con su virilidad ardiendo.

      Y he aquí que aconteció por aquel entonces que mi Abuela mandó al carajo a sus hijas, y decidió pasarse a vivir a una bodega para almacenar leña que estaba junto a la casa donde vivían Ana Imelda y Fermín Conejo. Decidió también no volverle a dirigir la palabra a nadie. Y sucedió que Abuela quiso que yo la acompañara. Mandó organizar dos cuartos y una cocina en el lugarsucho aquel.

      Queridos hermanos, la actitud de la Profeta nos debe hacer reflexionar. ¿Qué significado tiene ese gesto de desprendimiento? He aquí una actitud que cada uno de ustedes debe ensayar en sus vidas. La Abuela pudo haber vivido cómodamente en cualquiera de las tres casas. Con Toña, la mayor; con Imelda y su pioresnada esposo o con las otras dos hijas. Pero no, ella prefirió vivir casi en una especie de tugurio, repitamos esto, en una especie de tugurio, en una especie de tugurio. ¿Comprenden, hermanos, lo que esto significa? ¿Han comprendido el profundo mensaje de este gesto? En una especie de tugurio, es también una especie de augurio que se desprende de la palabra misma y significa, hermanos, que la bendición de Santata que hace ricos a los pobres estaba con nosotros. Y estas cosas yo las sé y son de verdad porque el de arriba no escoge inteligentes para darles el conocimiento, sino a los que parecemos más tontos y que somos los que al final logramos descifrar las cosas.

      En este momento de gran inspiración, hermanos míos, es justo y necesario alabar a la Profeta como solo ella se lo merece. Viva Clemencia Osejo. A los que están sentados allá, por favor ponerse de pie. Vamos a gritar todos. ¡Viva la Profeta Osejo! Eso muy bien. Vamos de nuevo. ¡Viva la Profeta Osejo! Más fuerte. Eso, muy bien. Aplaudan con ganas, hermanos. Aplaudan, hermanos y ustedes también hermanas. ¿Qué pasa? Vamos. Y en medio de los cantos y las oraciones, es recomendable, un chiquitibún a la bin bon bán. ¿Qué pasa con ustedes, allá atrás, todavía no he tocado sus corazones? ¿Por qué permanecen ahí mirando y cuchichiándose los unos a los otros? Vamos chiquitibún... eso, muy bien.

      ¿Y qué pasa con ustedes por aquí? Ay de los que no crean, hermanos. Más les vale que esta noche cuando lleguen a sus casas desgranen en el piso tres mazorcas de maíz, preferiblemente morado, se hinquen en los granos y reflexionen sobre mis palabras hasta que cante un gallo. Solo el sacrificio hará que por fin su entendimiento se abra y descubra que lo que yo digo es verdad.

      Los tiempos están cerca. Están ahí al otro lado de la tapia, escondidos

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