Los Lanzallamas. Roberto Arlt

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disuelta su amargura en un rego­cijo estupendo. Aquella escena no podía ser más gro­tesca. Él, un hombre de cavilación, discutiendo con una repugnante rufiana la hipotética virginidad de una muchacha que no le importaba ni poco ni mucho. Arguyó serio:

      –Lo grave es que en esas trapisondas braguetiles las chicas pierden a veces su virginidad, y ¿qué hom­bre carga con una niña, por decente que sea, que tiene menoscabada la vagina?… Ninguno.

      Clamorosa ensartó la menestrala, entornando la podredumbre de sus ojuelos:

      –Virgen, señor Erdosain… Yo fui virgen, con mi virtud intacta, al lecho nupcial…

      –Así da gusto, señora. Lo lamentable es que su hija no pueda quizá decir lo mismo…

      La bizca, que permanecía con la cabeza inclinada, estalló llorosa:

      –Yo también soy virgen, mamita… Yo también…

      Enternecida, se irguió la morcona:

      –¿No mentís, mi hijita?

      –No, mamá; soy virgen… Era la primera vez que ponía la mano ahí…

      –Si es la primera vez, no vale –epilogó serio Erdosain, agregando luego–. Además, no hay por qué afli­girse. En alguna parte tienen que aprender las chicas lo que harán cuando casadas.

      La escena era francamente repugnante, pero él no parecía darse cuenta de ello.

      La menestrala, enjundiosa la voz y una mano en el pecho, dijo lentamente:

      –Señor Erdosain, los Pintos no mienten jamás. Sal­go en garantía de la virginidad de esta inocente como si fuera la mía.

      Erdosain se rascó concienzudamente la punta de la nariz y dijo:

      –Castísima señora Ignacia: le creo, porque la garantía es de encargo.

      Enjugó sus lágrimas la mozuela, y Erdosain, mirándola, agregó:

      –Che, María, quiero casarme con vos. Ahora tengo plata. ¿Ves toda esa plata?… Te podés comprar lindos vestidos… perlas…

      Intervino vertiginosamente doña Ignacia:

      –¡Cómo no va a querer casarse, y con un caballero de respeto como usted!

      Los mortecinos ojos de la menor se iluminaron fulvamente.

      –¿Qué te parece?… ¿Querés casarte?…

      –Y… que lo diga mamá.

      –Muy bien… Yo te autorizo para que tengás relaciones con el señor Erdosain y… ¡cuidadito con faltarle!

      –¿Estás conforme, María?

      La criatura sonrió libidinosamente y tartamudeó un “sí” de encargo.

      Erdosain tomó trescientos pesos de la cama.

      –Tomá, para que te vistas.

      –¡Señor Erdosain!…

      –No se hable más, doña Ignacia… ¿Usted no necesita nada?… Sin vergüenza, señora…

      –Si me atreviera… Tengo un vencimiento de doscientos pesos… Se lo pagaría a fin de mes…

      –¡Cómo no!, mamá, sírvase… ¿No necesita más nada?…

      –Por ahora no… Más adelante…

      –Con confianza, mamá… La voy a llamar mamá, si usted me permite…

      –Sí, hijo… Pero, ¿qué hacés vos?… Dale un beso a tu novio, criatura –exclamó la morcona apretando los billetes contra su pecho al tiempo que empujaba la menor hacia los brazos del cínico.

      Tímidamente avanzó María, y Erdosain, tomándola por la cintura, la hizo sentar sobre su pierna. Entonces la madre sonrió convulsivamente y, antes de salir de la habitación, recomendó:

      –Se la confío, Erdosain.

      –No se vaya, señora… mamá, quería decirle.

      –¿Quería algo?

      –Siéntese. Si supiera qué contento estoy de haber dado este paso… –le hizo lado en la cama a la Bizca, diciéndole–. Sentate aquí a mi lado –y prosiguió–. Este es un gran día para mí. Por fin he encontrado un hogar… una madre.

      –¿Usted no tiene madre, señor Erdosain?

      –No… , murió cuando era muy chico…

      –Ah… una madre… una madre –suspiró la rufiana– El hombre es inútil, yo lo digo siempre. Para ser algo en la vida debe acompañarse de una mujercita buena y que lo ayude.

      –Es lo que yo pienso…

      –Por eso, y no porque mi nena esté aquí presente…

      –Mamá…

      –Lo que nosotros debemos hacer –insinuó Erdosain– es buscarnos una casa cerca del río. Si usted supiera cómo me gustaría vivir frente al río. Trabajaría en mis inventos…

      Tímidamente golpearon con los nudillos de los dedos en la puerta, y apareció la criada, una mujer ocre y renga. La criada sonrió puerilmente y anunció:

      –Lo busca un señor “Haner”.

      –Que pase.

      Las tres mujeres se retiraron.

      Enfático, husmeando tapujos, entró el Rufián Melancólico. Le alargó la mano a Erdosain y dijo:

      –Estaba aburrido… por eso vine a verlo.

      Erdosain encendió la lámpara eléctrica. Haffner, sin cumplimiento, tiró su sombrero en la punta de la ca­ma, recostándose en ella. Una onda de cabello negro, engominado, se arqueaba sobre su frente. Restregán­dose una mejilla empolvada con la palma de la mano, miró agriamente en redor, y al tiempo que se corría el pantalón sobre la pierna, rezongó:

      –No está mal usted aquí.

      Erdosain, sentado en la orilla de una silla, junto a la mesa, examinaba encuriosado al Rufián. Este sacó cigarrillos y, sin ofrecerle a Erdosain, barboteó:

      –En esta ciudad se aburre todo el mundo. Ayer lo vi al Astrólogo. Me dijo que hacía tiempo que no lo veía a usted.

      –Lo vio… dice que…

      –No sé… estaba un poco preocupado. Ese hombre va a terminar mal.

      –¿Le parece?

      –Sí… piensa demasiadas cosas a la vez. Cierto es que es capaz de otro tanto… yo he tratado

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