Los Lanzallamas. Roberto Arlt

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se echó a reír.

      –Tiene usted razón. Es una gran mujer.

      Hipólita levantó la mano hasta la mejilla del hom­bre y dijo:

      –Quisiera ser suya. Súbitamente lo deseo mucho –El Astrólogo retrocedió–. Sería muy feliz de serle infiel a mi esposo.

      Él la midió de una mirada y sonriendo fríamente le contestó:

      –Es notable lo que le sugieren mis reflexiones.

      –El deseo es mi verdad en este momento. Yo he comprendido perfectamente todo lo que ha dicho us­ted. Y mi entusiasmo por usted es deseo. Usted ha dicho la verdad. Mi cuerpo es mi verdad. ¿Por qué no regalárselo?

      Una arruga terrible rayó la frente del Astrólogo. Durante un minuto Hipólita tuvo la sensación de que él la iba a estrangular; luego movió la cabeza, miró, a lo lejos, a una distancia que en la abombada claridad de sus pupilas debía ser infinita, y dijo secamente:

      –Sí… su cuerpo en este momento es su verdad. Pero yo no la deseo a usted. Además, que no puedo poseer a ninguna mujer. Estoy castrado.

      Entonces las palabras que ella le dijo a Erdosain esa noche nuevamente estallaron en su boca:

      «Cómo, ¿vos también?… un gran dolor… Enton­ces somos iguales… Yo tampoco he sentido nada, nunca, junto a ningún hombre… y sos… el único hombre. ¡Qué vida!».

      Calló, contemplando pensativa los elevadísimos aba­nicos de los eucaliptos. Abrían conos diamantinos, chapados de sol, sobre la combada cresta de la vege­tación menos alta, oscurecida por la sombra y más triste que una caverna marítima.

      El Astrólogo inclinó la frente como toro que va a embestir una valla. Luego, mirando a la altura de los árboles, se rascó la cabeza, y dijo:

      –En realidad yo, él, vos, todos nosotros, estamos al otro lado de la vida. Ladrones, locos, asesinos, prosti­tutas. Todos somos iguales. Yo, Erdosain, el Buscador de Oro, el Rufián Melancólico, Barsut, todos somos iguales. Conocemos las mismas verdades; es una ley: los hombres que sufren llegan a conocer idénticas ver­dades. Hasta pueden decirlas casi con las mismas pa­labras, como los que tienen una misma enfermedad físi­ca, pueden, sepan leer y escribir o no, describirla con las mismas palabras cuando ésta se manifiesta en deter­minado grado.

      –Pero usted cree en algo… tiene algún dios.

      –No sé… Hace un momento sentí que la dulzura de Cristo estaba en mí. Cuando usted se ofreció a mí tuve deseos de decirle: Y vendrá Jesús… –se echó a reír. Hipólita tuvo miedo, pero él la tranquilizó po­niéndole la mano en el hombro, al tiempo que decía–. Erdosain tiene razón cuando dice que los hombres se martirizan entre sí hasta el cansancio, si Jesús no vie­ne otra vez a nosotros.

      –¡Cómo!… ¿Y usted, tan inteligente, cree en Erdosain?…

      –Y además lo respeto mucho. Creo en la sensibilidad de Erdosain. Creo que Erdosain vive por muchos hom­bres simultáneamente. ¿Por qué no se dedica a que­rerlo usted?

      Hipólita se echó a reír.

      –No… me da la sensación de ser una pobre cosa a la que se puede manosear como se quiere…

      El Astrólogo movió la cabeza.

      –Está equivocada de medio a medio. Erdosain es un desdichado que goza con la humillación. No sé hasta qué punto todavía será capaz de descender, pero es capaz de todo…

      –Usted sabe lo de la criatura en una plaza… –y se detuvo, temerosa de ser indiscreta.

      Habían llegado casi al final de la quinta. Más allá de los alambrados se distinguían oquedades veladas por movedizas neblinas de aluminio. En un montículo, aislado, apareció un árbol cuya cúpula de tinta china estaba moteada de temblorosos hoces verdes, y el As­trólogo, girando sobre los talones y rascándose la ore­ja, murmuró:

      –Sé todo. Posiblemente los santos cometieron pe­cados muchos más graves que aquellos que cometió Erdosain. Cuando un hombre que lleva el demonio en el cuerpo, busca a Dios mediante pecados terribles, así su remordimiento será más intenso y espantoso… pero hablando de otra cosa… ¿su esposo sigue en el Hospicio?

      –Sí…

      –¿Usted venía a extorsionarme, no?

      –Sí…

      –¿Y ahora qué piensa hacer?

      –Nada, irme.

      Dijo estas palabras con tristeza. Su voluntad estaba rota. Súbitamente la luz oscureció un grado, con más rápido descenso que el de un ae­roplano que se desploma en un poco de aire. El celes­te del cielo degradó en grisáceo de vidrio. Nubes ro­jas ennegrecieron aún más el escueto perfil de los álamos en la torcida del camino. Una claridad subma­rina se volcaba sobre las cosas. Hipólita tenía los pies helados, y aunque, cerca de aquel hombre, su misterio­sa castración interponía entre ella y él una distancia polar; era como si se hubieran encontrado caminan­do en dirección opuesta, en la curvada superficie del polo, y en el simple gesto de una mano hubiera con­sistido todo el saludo, en aquellas latitudes sin esperanza.

      El Astrólogo, adivinando su pensamiento, dijo a mo­do de reflexión:

      –Puse el pie sobre una claraboya, se rompieron los cristales, caí sobre el pasamano de una escalera…

      Hipólita se tapó los oídos horrorizada.

      –… y los testículos me estallaron como granadas…

      Se rascó nerviosamente la garganta, chupó un ci­garro, y dijo:

      –Amiga mía, esto no tiene nada de grave. En Ve­nezuela se cuelga a los comunistas de los testículos. Se les amarra por una soga y se les sube hasta el techo. Allá a ese tormento lo llaman tortol. Aquí a veces en nuestras cárceles, los interrogatorios se hacen a base de golpes en los testículos. Estuve moribundo… sé lo que es estar a la orilla misma de la muerte. De ma­nera que usted no debe avergonzarse de haberme ofre­cido la felicidad. Barsut me besó las manos cuando supo mi desgracia. Y lloraba de remordimiento. Bue­no, él tiene mucho que llorar todavía en la vida. Por eso se salvó. ¿Quiere verlo usted?

      –¡Cómo! ¿No lo mataron?

      –No. ¿Quiere que lo llame para presentárselo?

      –No, le creo… le juro que le creo…

      –Lo sé. También sé que el amor salvará a los hom­bres; pero no a estos hombres nuestros. Ahora hay que predicar el odio y el exterminio, la disolución y la violencia. El que habla de amor y respeto vendrá después. Nosotros conocemos el secreto, pero debe­mos proceder como sí lo ignoráramos. Y Él contempla­rá nuestra obra, y dirá: los que tal hicieron eran monstruos. Los que tal predicaron eran monstruos… pero Él no sabrá que nosotros quisimos condenarnos como monstruos, para que Él… pudiera hacer estallar sus verdades angélicas.

      –¡Qué admirable es usted! Dígame… ¿Usted cree en la Astrología?

      –No, son mentiras. ¡Ah! Fíjese que mientras con­versaba con

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