Los Lanzallamas. Roberto Arlt

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en una fotografía…

      –¿Sufrió mucho usted allí?

      –Sí… la vida de los demás me hacía sufrir.

      –¿Por qué?

      –Era una vida bestial la de esa gente. Vea… del campo me acuerdo el amanecer, las primeras horas después de almorzar y del anochecer. Son tres terri­bles momentos de ese campo nuestro, que tiene una línea de ferrocarril cruzándolo, hombres con bomba­chas parados frente a un almacén de ladrillos colora­dos y automóviles Ford haciendo línea a lo largo de la fachada de una Cooperativa.

      El Astrólogo asiente con la cabeza, sonriendo de la precisión con que la muchacha roja evoca la llanura habitada por hombres codiciosos.

      –Me acuerdo… en todas las partes y en todas las casas se hablaba de dinero. Ese campo era un pedazo de la provincia de Buenos Aires, pero… ¡qué impor­ta!, allí esos hombres y esas mujeres, hijos de italianos, de alemanes, de españoles, de rusos o de turcos, hablaban de dinero. Parecía que desde criaturas es­taban acostumbrados a oír hablar del dinero. Al juzgar los hombres y sus pasiones, todos sus sentimientos los controlaba una sed de dinero. Jamás hablaban de la pasión sin asociarla al dinero. Juzgaban los casamien­tos y los noviazgos por el número de hectáreas que sumaban tales casamientos, por los quintales de trigo que duplicaban esos matrimonios, y yo, perdida entre ellos, sentía que mi vida agonizaba precozmente, peor que cuando vivía en el más incierto de los presentes de la ciudad. ¡Oh!, y era inútil querer escaparse de la fatalidad del dinero.

      Crepita el uik-uik de un pájaro invisible en lo ver­de. Una hormiga negra asciende por el zapato de Hipólita. El Astrólogo sonríe sin apartar los ojos del semblante de Hipólita y reflexiona.

      –El dinero y la política es la única verdad para la gente de nuestro campo.

      –Pero aquello ya era increíble. En la mesa, a la hora del té, cenando y después de cenar, hasta antes de acostarse, la palabra dinero venía a separar a las almas. Se hablaba del dinero a toda hora, en todo mi­nuto; el dinero estaba ligado a los actos más insignifi­cantes de la vida cotidiana; en el dinero pensaban las madres cuyos hijos deseaban que ellas se murieran de una vez para heredarlas, las muchachas antes de acep­tar un novio pensaban en el dinero, los hombres, antes de escoger una mujer investigaban su hijuela, y en este pueblo horroroso, con su calle larga, yo me moví un tiempo como hipnotizada por la angustia.

      –Siga… es interesante.

      –Hombres y mujeres me miraban como forastera, hombres y mujeres pensaban con piedad en mi su­puesto marido. ¿Por qué no se habría casado él con una muchacha de plata, o con la hija del habilitado de X y Cía., en vez de hacerlo con una mujer delgadita que no tenía dinero, sino pobreza?

      El Astrólogo encendió un cigarrillo y observó encuriosado a Hipólita, mientras la llama del fósforo brillaba entre sus dedos.

      –Es notable… ¿Nunca, nunca habló usted con otra persona de lo que me cuenta a mí?

      –No, ¿por qué?

      –He tenido la sensación de que usted estaba va­ciando una angustia vieja frente a mí. –El Astrólogo se puso de pie–. Vea, es mejor que se levante… si no se va a “enfriar”.

      –Sí… tengo los pies escarchados.

      Caminaba ahora entre tumultuosos macizos ennegre­cidos por el crepúsculo. A veces entre un cruce de ra­mas se escuchaba el rebullir de una nidada de pájaros. Hacia el nordeste, el cielo color de aceituna estaba rayado por inmensas sábanas de cobre.

      Hipólita apoyó una mano en el brazo del Astrólogo y dijo:

      –¿Quiere creerme? Hace mucho tiempo que no miro el cielo del crepúsculo.

      El Astrólogo dirigió una despreocupada mirada al horizonte y repuso:

      –Los hombres han perdido la costumbre de mirar las estrellas. Incluso, si se examinan sus vidas, se llega a la conclusión de que viven de dos maneras: Unos falseando el conocimiento de la verdad y otros aplas­tando la verdad. El primer grupo está compuesto por artistas, intelectuales. El grupo de los que aplastan la verdad lo forman los comerciantes, industriales, militares y políticos. ¿Qué es la verdad?, me dirá us­ted. La Verdad es el Hombre. El Hombre con su cuer­po. Los intelectuales, despreciando el cuerpo, han di­cho: busquemos la verdad, y verdad la llaman a es­pecular sobre abstracciones. Se han escrito libros sobre todas las cosas. Incluso sobre la psicología del que mira volar un mosquito. No se ría, que es así.

      Hipólita miraba con curiosidad los troncos de los eucaliptos moteados como la piel de un leopardo, y otros de los que se desprendían tiras cárdenas como pelambre de león. Pequeñas palmeras solitarias en­treabrían palmípedos conos verdes. Ramajes color de tabaco ponían en el aire sus brazos, de una tersa sol­tura, semejantes a la boa erecta en salto de ataque. Proyectaban en el suelo encrucijadas de sombra, que ella pisaba cuidadosamente.

      Cuando se movía el aire, las hojas voltejeaban obli­cuamente en su caída. El Astrólogo continuó:

      –A su vez, comerciantes, militares, industriales y políticos aplastan la Verdad, es decir, el Cuerpo. En complicidad con ingenieros y médicos, han dicho: el hombre duerme ocho horas. Para respirar necesita tantos metros cúbicos de aire. Para no pudrirse y pu­drirnos a nosotros, que sería lo grave, son indispen­sables tantos metros cuadrados de sol, y con ese criterio fabricaron las ciudades. En tanto, el cuerpo su­fre. No sé si usted se da cuenta de lo que es el cuer­po. Usted tiene un diente en la boca, pero ese diente no existe en realidad para usted. Usted sabe que tiene un diente, no por mirarlo; mirar no es comprender la existencia. Usted comprende que en su boca existe un diente porque el diente le proporciona dolor. Bue­no, los intelectuales esquivan este dolor del nervio del cuerpo, que la civilización ha puesto al descubierto. Los artistas dicen: este nervio no es la vida; la vida es un hermoso rostro, un bello crepúsculo, una inge­niosa frase. Pero de ningún modo se acercan al dolor.

      A su vez, los ingenieros y los políticos dicen: para que el nervio no duela son necesarios tantos estrictos metros cuadrados de sol, y tantos gramos de menti­ras poéticas, de mentiras sociales, de narcóticos psi­cológicos, de mentiras noveladas, de esperanzas para dentro de un siglo… y el Cuerpo, el Hombre, la Ver­dad, sufren…, sufren, porque mediante el aburri­miento tienen la sensación de que existen como el diente podrido existe para nuestra sensibilidad cuan­do el aire toca el nervio.

      »Para no sufrir habría que olvidarse del cuerpo; y el hombre se olvida del cuerpo cuando su espíritu vive intensamente; cuando su sensibilidad, trabajando fuer­temente, hace que vea en su cuerpo la verdad inferior que puede servir a la verdad superior. Aparentemente estaría en contradicción con lo que decía antes, pero no es así. Nuestra civilización se ha particularizado en hacer del cuerpo el fin, en vez del medio, y tanto lo han he­cho fin, que el hombre siente su cuerpo y el dolor de su cuerpo, que es el aburrimiento.

      »El remedio que ofrecen los intelectuales, el Cono­cimiento, es estúpido. Si usted conociera ahora todos los secretos de la mecánica o de la ingeniería y de la química, no sería un adarme más feliz de lo que es ahora. Porque esas ciencias no son las verdades de nuestro cuerpo. Nuestro cuerpo tiene otras verdades. Es en sí una verdad. Y la verdad, la verdad es el río que corre, la piedra que cae. El postulado de Newton… es la mentira. Aunque fuera verdad; ponga que el postulado de Newton es verdad. El postulado no es la piedra. Esa diferencia entre el objeto y la de­finición es la que hace inútil para nuestra vida las verdades o las mentiras de la ciencia. ¿Me comprende usted?

      –Sí…

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