Los Lanzallamas. Roberto Arlt

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Los Lanzallamas - Roberto Arlt

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      Apenas es perceptible el suspiro de esa voz que gime.

      –Lejos, lejos… Al otro lado de las ciudades, y de las curvas de los ríos y de las chimeneas de las fábricas.

      –Estoy perdido –piensa Erdosain–. Es mejor que me mate. Que le haga ese favor a mi alma.

      –Estarás enterrado y no querrás estar adentro del cajón. Tu cuerpo no va a querer estar.

      Erdosain mira de reojo el ángulo de su cuarto.

      Sin embargo, es imposible escaparse de la tierra. Y no hay ningún trampolín para tirarse de cabeza al infi­nito. Darse, entonces. Pero ¿darse a quién? ¿A alguien que bese y acaricie el cabello que brota de la mísera carne? ¡Oh, no! ¿Y entonces? ¿A Dios? Pero si Dios vale menos que el último hombre que yace destrozado sobre el mármol blanco de una morgue.

      –A Dios habría que torturarlo –piensa Erdosain–. ¿Darse humildemente a quién?

      Mueve la cabeza.

      –Darse al fuego. Dejarse quemar vivo. Ir a la montaña. Tomar el alma triste de las ciudades. Matarse. Cuidar primorosamente alguna bes­tia enferma. Llorar. Es el gran salto, pero ¿cómo dar­lo? ¿En qué dirección? Y es que he perdido el alma. ¿Se habrá roto el único hilo?… Y, sin embargo, yo necesito amar a alguien, darme forzosamente a alguien.

      –Estarás enterrado y no querrás estar dentro del cajón. Tu cuerpo no querrá estar.

      Erdosain se pone de pie. Una sospecha nace en él:

      –Estoy muerto, y quiero vivir. Esa es la verdad.

      A las once de la noche el Rufián Melancólico seguía a lo largo, con paso lento, de la diagonal Sáenz Peña.

      Involuntariamente recordaba la conversación soste­nida con Erdosain. Un ligero malestar acompañaba a este recuerdo; hacía mucho tiempo que no experimen­taba una sensación de repugnancia liviana como la que lo acompañó después de apartarse de Erdosain.

      En la esquina de Maipú y la diagonal se detuvo. Obstruían el tráfico largas hileras de automóviles, y observó encuriosado las fachadas de los rascacielos en construcción. Perpendiculares a la calle asfaltada cor­taban la altura con majestuoso avance de trasatlán­ticos de cemento y de hierro rojo. Las torres de los edificios, enfocadas desde las crestas de los octavos pisos por proyectores, recortan la noche con una cla­ridad azulada de blindaje de aluminio.

      Los automóviles impregnan la atmósfera de olor a caucho quemado y gasolina vaporizada.

      El Rufián soslaya de una mirada el perfil de una dactilógrafa, y continuó su soliloquio.

      –Tengo ciento treinta mil pesos. Podría irme al Brasil. O podría convertirme en un Al Capone. ¿Por qué no? El único que “jode” es el gallego Julio, pero el gallego va a sonar pronto. Cualquier día se la “dan”. Además, le falta talento. Está El Malek… Santiago. Aquí el único que “traga” es él. Habría que industriali­zar el contrabando de cocaína. Después está la Migdal… ese gran centro de rufianes tendría que ser exterminado en pleno. ¿Pero aquí hay gente dispuesta a trabajar con ametralladora? ¿Quién se atreve? ¿Y si me fuera al Brasil? Es tierra virgen. Un malandrino inteligente puede hacer negocios extraordinarios allá. Instalarme en Petrópolis o en Niterói. Llevármela a la Cieguita. Por las otras tres mujeres pagarían diez mil pesos en seguida. Y me la llevaría a la Cieguita. Ella tocaría su violín y yo haría la vida de un gran burgués. Compraríamos un chalet frente a una playa… Niterói es precioso. ¿Por qué iba a cargar con la Cieguita? Cuando camina parece un pato. Sin embargo eso es lo que ha tratado de sugerirme indirectamente Erdosain. ¡Cargar con la Cieguita! Erdosain está loco con su teoría de la castidad. Aunque no ha leído nada, es un intelectual que sintoniza mal. Por las tres muje­res me darían volando diez mil pesos. Todo esto es descabellado. Ilógico. Y yo soy un hombre lógico, po­sitivo. Plata en mano y culo en tierra. Eso. Bueno. Examinemos el problema de acuerdo a la teoría de Erdosain. Yo me aburro. ¿Erdosain cargaría con la Cieguita? La Cieguita está embarazada. Toca el violín. A mí me gusta el violín. Hay sabios que se han casado con su cocinera, porque sabían hacer un guisado im­pecable. La Cieguita no me pondría cuernos nunca. ¿Podría desearlo a otro hombre? Para desearlo tendría que verlo, mas, como es ciega, no puede verlo; en consecuencia, me querría incondicionalmente a mí. Por amor, por deseo, por gratitud. ¿Quién se casaría con una ciega? Un pobrecito; no un rico, menos que menos. Es “macanudo” ese Erdosain. Las gansadas que le hace pensar a uno. Bueno, vamos por partes.

      Con el cigarrillo humeando entre los labios y las manos en los bolsillos, Haffner se detiene frente a la excavación de los cimientos de un rascanubes. El tra­bajo se efectúa entre dos telones antiguos de murallas medianeras que guardan en sus perpendiculares ras­tros de flores de empapelados y sucios recuadros de letrinas desaparecidas. Suspendidas de cables negros, centenares de lámparas eléctricas proyectan claridad de agua incandescente sobre empolvados checoslova­cos, ágiles entre las cadenas engrasadas de los guin­ches que elevan cubos de greda amarilla.

      El viento frío barre el polvo de la diagonal. El Rufián Melancólico escupe por el colmillo y sumer­giendo más las manos en los bolsillos avanza con lento paso gimnástico mascullando su cavilación.

      –Nadie puede negar que soy un hombre positivo. Plata en mano y culo en tierra. La Cieguita me ado­raría. No molestaría para nada. Se atracaría de dulces, me despiojaría y tocaría el violín. Además, como es ciega, piensa cien veces más que el resto de las muje­res, y eso me entretendría. En vez de tener un perro feroz, como algunos, tendría una cieguita que, hecha una flor, andaría por la casa dale que dale al violín, y yo sería absolutamente feliz. ¿No es esto macanudo? Yo, un “fioca”, hombre de tres mujeres, hijo de puta por cualquier costado, me permitiría el lujo de cuidar una azucena. La vestiría. Le compraría preciosas sedas, y ella, tocándome con los dedos el semblante, me diría: “Sos un santo; te adoro”.

      »Razonemos. Hay que ser positivo. ¿Otra mujer puede hacerme feliz? No. Son todas unas yeguas. Con cualquiera de ellas tendría que hacer el “mishé”. Y terminaría rompiéndole alguna costilla de un palo. En cambio, yo sería el Dios de la Cieguita. Viviríamos a la orilla de una playa, y el día que me aburre la tiro al mar para que se ahogue. Aunque no creo que eso ocurra. Por otra parte la música me gusta. Cierto es que podría sustituir a la Cieguita por una victrola, pero una colección de buenos discos es carísima, y además con la victrola yo no me podría acostar.

      »Claro está que casarse con una ciega no deja de constituir un disparate. No seré tan obcecado de ne­garlo. Pero casarse con una mujer que tiene los ojos habilitados para ver lo que no le importa es más dis­parate aún. En cambio, la Cieguita, con su cara pálida y los brazos al aire, no me molestaría para nada, y quién sabe si no me cambiaría la vida. Erdosain esta­rá loco, pero tiene razón. La vida no se puede vivir sin un objeto. Además, se me ocurre que Erdosain no tiene esta sensación, que es importantísima: ¿La vida se puede transformar de manera que una ciruela ten­ga la sensación de haber sido siempre guinda? Cuando pienso en la Cieguita tengo esa misma sensación. Dejaré de ser el que soy para convertirme en otro. Posible­mente en esto influya el magnetismo de que está car­gada la Cieguita. Como vivió en las tinieblas, cada vez que uno la mira le da las gracias a Dios o al diablo de tener los ojos bien abiertos.

      El Rufián Melancólico ha entrado ahora en una zona tan intensamente iluminada, que visto a cincuenta me­tros de distancia parece un fantoche negro detenido a la orilla de un crisol. Los letreros de gases de aire líquido reptan las columnatas de los edificios. Tube­rías de gases amarillos

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