Camino del altar. Jeanne Allan

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Camino del altar - Jeanne Allan Jazmín

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si el coche y ella fueran una única máquina bien engrasada. Quint sostenía una gasa limpia sobre el corte.

      –El único motivo por el que insiste en esta farsa de llevarme al hospital es porque quiere conducir mi coche.

      –Está de malhumor porque si lo hubiera llevado en mi furgoneta, su coche estaría en el rancho y tendría una excusa para volver.

      –No estoy de malhumor y no permito que ninguna mujer conduzca mi coche –si la cabeza no le doliera tanto, jamás lo habría consentido. Desde luego, ella lo enfurecía.

      –Qué chovinista. Supongo que es de esos que cree que a las mujeres no habría que permitirles salir a la carretera, ¿no?

      –Tenemos mujeres que conducen nuestros camiones –se defendió–. Muchos de nuestros conductores forman equipo de trabajo con sus esposas.

      –Supongo que las llevan para que alguien meta la mano en la nevera y les pase un refresco.

      –Depende de ellos cómo dividen el trabajo –afirmó con rigidez.

      –¿Le duele mucho la cabeza?

      –No. Y si tuviera un gramo de compasión, no me hostigaría mientras me duele.

      –Ya casi hemos llegado –musitó con voz apaciguadora, como si tuviera la edad de su sobrina.

      –No quiero ir al hospital.

      –Es un corte muy próximo al ojo –salió de la carretera por un desvío.

      –No voy a ir.

      –¿No detesta cuando alguien insiste en que haga algo que no tiene intención de hacer?

      –Las situaciones no tienen nada en común –se quitó la gasa de la cara cuando ella aparcó ante un edificio bajo de ladrillo–. Ha dejado de sangrar –pero la sangre volvió a manar. Se llevó otra vez la gasa al corte e hizo una mueca de dolor.

      Greeley apagó el motor y bajó del coche. Él clavó la vista al frente. No pudo convencerlo de que saliera.

      –¿Va a entrar por su propio pie o voy a buscar a unos enfermeros con una camilla? –preguntó, abriendo la puerta del lado de él.

      Le lanzó una mirada asesina y bajó.

      Un rato después, Quint suspiraba aliviado. Tras una limpieza dolorosamente exhaustiva, el médico había tapado la herida. Quint fue a ponerse de pie.

      –La inyección del tétanos y habrá terminado.

      –No necesito ninguna inyección –afirmó él.

      –Quizá no, pero con una herida provocada por un metal sucio y oxidado, no tiene sentido correr riesgos.

      Una enfermera entró en la sala. Quint echó un vistazo a la hipodérmica del tamaño de un elefante y la consulta se quedó a oscuras.

      –Adelante, dígalo antes de que explote y se haga daño –pidió con tono salvaje desde donde estaba tumbado en el sofá de su habitación del hotel–. Estoy seguro de que todo el episodio le resultó muy gracioso.

      Así era, pero por suerte él se hallaba inconsciente cuando Greeley no pudo contenerse más y estalló en una carcajada.

      –No hay nada que decir –indicó con tono conciliador al recordar cómo se había herido–. Todos tenemos nuestros pequeños secretos.

      –No es un secreto del que deba avergonzarme –aseveró casi a gritos–. No me gustan las agujas, ¿de acuerdo? A mucha gente no le gustan.

      –A mí no me entusiasman, pero no miro una y caigo sobre el suelo con tal fuerza que la mitad de la población a lo largo del Roaring Fork River piensa que es un terremoto.

      –Pensé que no tenía nada que decir. Váyase a casa.

      –El médico dijo que debido al golpe no lo perdiera de vista. ¿Quiere otra almohada? ¿Algo para beber?

      –No, y deje de estar preocupada. No pienso demandarla, por si es lo que pensaba.

      –Jamás se me pasó por la cabeza.

      –¿Qué, entonces?

      –¿Qué le hace pensar que estoy preocupada por algo? –preguntó a la evasiva.

      –No ha dejado de mirarme de reojo desde que llegamos al St. Christopher. Sea lo que fuere lo que le pasa por la cabeza, suéltelo.

      –De acuerdo –cruzó los brazos y lo miró con ojos centelleantes–. Esto da igual, de modo que no crea lo contrario. Le agradezco que rescatara a Hannah y lamento que se haya abierto la cabeza, pero no me siento obligada a ir a Denver.

      –Su afable agradecimiento es aceptado –repuso con sarcasmo. Cerró los ojos–. Y ahora váyase.

      Greeley se mordió el labio inferior. ¿Era su imaginación o el rostro de él estaba más blanco que la tiza? Puede que el tapacubos estuviera infestado de gérmenes. La infección quizá ya hubiera invadido su cuerpo. Se arrodilló junto al sofá y con suavidad le tocó el costado de la cara. La barba de un día le raspó la palma de la mano. Tenía la mejilla caliente, pero no febril. Sucumbió a un impulso estúpido y con ligereza trazó con el pulgar la línea de su mandíbula.

      –Cuando era pequeño y me lastimaba –comentó él–, mi madre me daba un beso en la herida para que sanara.

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