Camino del altar. Jeanne Allan

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Camino del altar - Jeanne Allan Jazmín

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sabía que le era indiferente. No quería que se preocupara por ella. Su vida no era asunto suyo.

      –Dormía en el granero y tenía que ocuparme de todos los trabajos sucios del rancho. ¿Satisfecho?

      –No me refería…

      –Claro que sí. Me mira y ve a un gorrión en el nido –se agachó y recogió una parte de parachoques abollado–. Dos hermanas rubias muy hermosas y una morena.

      –¿Es así cómo se ve a sí misma?

      Ella no hizo caso de la pregunta y volvió a subirse al tráiler. En ese momento se acercó una mujer y cortó las especulaciones de Quint. Le bastó un vistazo a su pelo rubio y a su cara para saber que ante sí tenía a la madrastra de Greeley Lassiter. Le regaló su mejor sonrisa.

      –¿Señora Lassiter? Soy Quint Damian –ella lo estudió en silencio. Quint tuvo la impresión de que en diez años sería capaz de describir cada pelo de su cabeza, cada arruga de su camisa, cada mota de polvo en sus zapatillas. Esas mujeres Lassiter eran especiales para irritar a una persona. Ocultó lo que sentía, mantuvo la sonrisa y añadió con educación–: Hablamos por teléfono ayer.

      –Lo recuerdo.

      La sonrisa vaciló un poco al oír el tono frío.

      –Steele me advirtió sobre las otras dos. Pero no sobre usted.

      –¿Conoce a Thomas? –la actitud de Mary Lassiter experimentó un cambio súbito al oír la mención de su yerno.

      –Nos conocimos anoche en el St. Christopher Hotel.

      –Comprendo –la voz perdió el calor–. ¿Por qué hostiga a mi hija? –recalcó las dos últimas palabras.

      –Mi abuelo quiere conocer a la hija de Fern. Y provocar una feliz reunión de madre e hija.

      –No me insulte, señor Damian. Si Fern quiere ver a Greeley, lo único que tiene que hacer es venir al rancho.

      –No es eso lo que le dijo al abuelo.

      –Greeley tiene razón –la señora Lassiter descartó las palabras de Fern con un gesto desdeñoso–. Usted quiere que vaya a Denver y se enfrente a Fern con la esperanza de que su abuelo rechace a la madre de Greeley al enterarse de la verdad.

      Quint dio un salto cuando un trozo de metal aterrizó a su lado.

      –No es mi madre –afirmó de pie en el extremo del tráiler. Solo los ojos revelaban su vulnerabilidad.

      Parecía una niña perdida y Quint experimentó el deseo irracional de tomarla en brazos y consolarla. Le gustaría tenerla en brazos. Sin los vaqueros… sin nada de ropa. ¿Estaba loco? ¿Era el mismo Quint Damian que le recalcaba a sus empleados el respeto hacia las mujeres y que había ordenado que quitaran del almacén el calendario femenino?

      –Váyase a casa. No pienso ir a Denver. No tengo interés en ver a esa mujer.

      Se preguntó si la fría intransigencia de Greeley Lassiter significaba desinterés o miedo. Apostó por lo último.

      –Tiene miedo de conocer a su madre.

      –No tengo miedo y no es mi madre.

      Por el rabillo del ojo vio que la señora Lassiter agudizaba su atención.

      –Tiene miedo –repitió con creciente convicción–. ¿Por qué? Fern no puede hacerle nada.

      –No le tengo miedo.

      Algo le dio en la rodilla. Quint bajó la vista para ver al viejo Labrador negro mirarlo con expresión expectante. Preguntándose de qué modo podía aprovechar ese miedo a favor de sus fines, se agachó con gesto distraído y acarició al perro detrás de las orejas.

      –Eh, muchacho, ¿cómo va todo?

      –No pierda el tiempo tratando de ablandarme fingiendo que le gustan los perros. No es mío.

      –¿Y qué la ablandaría, señorita Lassiter?

      –Nada. Soy inamovible. No me importa si su abuelo se va a morir o…

      –Va a morir, desde luego.

      –Lo siento –el remordimiento se reflejó de inmediato en su rostro–. No lo sabía. Quiero decir… Quería decir que cuando muriera y dejara el negocio… No tendría que haber mencionado… Lo siento tanto.

      Si tuviera menos escrúpulos, aprovecharía la culpa que la dominaba en su contra.

      –Va a morir algún día –explicó con una sonrisa–. Nadie vive para siempre.

      –Eso ha sido deleznable.

      –Le caería bien –en cuanto pronunció esas palabras, Quint supo que eran ciertas. El abuelo se volvería loco con Greeley Lassiter. Aunque también estaba loco por Fern.

      –Nunca lo sabremos, porque no va a conocerme.

      –Cuando era niño, solía enviarme a la panadería a comprar esos bollos duros.

      –Qué nostalgia tan conmovedora –hizo una mueca.

      –Usted me recuerda a ellos.

      –Las mujeres deben hacer cola para recibir sus cumplidos.

      –¿Ha probado alguna vez uno de esos bollos duros recién salidos del horno? Son duros por fuera –esbozó una sonrisa burlona– y blandos como una almohada por dentro –había olvidado a su madrastra hasta que Mary Lassiter se movió a su lado.

      –Hay una silla en el porche, señor Damian. Si va a observar trabajar a Greeley, estará más cómodo sentado.

      El sol ardiente no hizo nada para enfriar el malhumor de Greeley. Arrastró un parachoques del tráiler y lo arrojó con los demás. Quint Damian había sido rápido en aprovechar la hospitalidad innata de Mary Lassiter.

      –No cabe duda de que hace un día hermoso. Cielo azul, algunas nubes blancas. ¿Por qué ese pájaro grande vuela en círculos?

      Greeley se abanicó con el sombrero y contempló al ave que surcaba las corrientes de aire.

      –Un milano. Como no se ha movido en la última hora, probablemente piensa que es una especie de alimaña muerta.

      Sentado a la sombra de un cerezo, Quint Damian reconoció el insulto moviendo el vaso con té frío.

      –La tarta de chocolate que trajo su madrastra estaba deliciosa. Tendría que haber comido un poco. Quizá la hubiera endulzado –al ver que no respondía, cerró los ojos y apoyó los pies en el parachoques trasero del vehículo–. Hábleme de su padre. No logro comprenderlo.

      –Beau era Beau –vaquero de rodeo con demasiado encanto y poca fiabilidad, era famoso por sus escarceos. Greeley a menudo se preguntaba si habría tenido otros hijos… hijos cuyas madres no los habían abandonado.

      –Eso

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