Camino del altar. Jeanne Allan

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Camino del altar - Jeanne Allan Jazmín

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mirada.

      Era evidente que la señorita Lassiter no estaba contenta de conocerlo.

      Quint apartó la silla. Antes de poder incorporarse, entró un niño pelirrojo seguido de un caballero alto y bien vestido a los que ella saludó de un modo tan íntimo que supo que los tres iban juntos. Cuando la mujer se volvió se dio cuenta de que estaba embarazada. Se relajó y bebió un sorbo de vino, burlándose de sí mismo por imaginar que podría haber despertado el interés de esa mujer.

      La señorita Lassiter llegaba tarde. Como su madre. A Fern le gustaba hacer esperar a los hombres. Quint contuvo su irritación. Esperaría lo que fuera necesario.

      Una niña pelirroja apareció dando saltos y saludó con gritos de júbilo al trío que él observaba. Hasta el niño se entregó a los abrazos y besos entusiastas de la pequeña. ¿Sería su hermano?

      Entró otra pareja, un vaquero y una mujer rubia que era una copia exacta de la primera, salvo por el pelo corto.

      Se preguntó quiénes serían y a qué se debía el evidente interés que mostraban en él.

      Una explosiva mujer de cabello castaño se hallaba en la entrada; el intenso rojo de su vestido contrastaba con las paredes claras del restaurante. Debía haber una ley en contra de los vestidos sexys que llegaban hasta los tobillos y exhibían una raja tan marcada por delante.

      Quint experimentó el loco impulso de olvidar a Greeley Lassiter y llevarse a esa belleza a la habitación que tenía en el hotel.

      –Señor, ¿desea algo mientras espera?

      –No, gracias –la miró. Concentrado en la morena, no había visto acercarse a la camarera–. Esperaré a mi invitada.

      La joven se marchó. Probablemente pensaba que le habían dado plantón, pero él sabía que no. La zanahoria que había puesto delante de la nariz de la hija de Fern, la insinuación de dinero, la llevaría hasta allí.

      Volvió a mirar hacia la entrada. Ahí no había nadie. Ridículamente decepcionado, escrutó la sala. La vio junto a la mesa donde se sentaban las mujeres rubias.

      Parpadeó. Quizá debería dejar el vino. O avivar su vida social. Sí, la mujer era atractiva, pero en absoluto una diosa sexual. Con el niño pelirrojo abrazado a su cuello, la mujer parecía bastante corriente.

      Se volvió y lo observó. La rubia del pelo largo dijo algo, pero la morena realizó un gesto con la mano, se separó del pequeño y caminó hacia Quint.

      Este sintió un nudo en el estómago cuando la mujer se detuvo ante su mesa.

      –¿Señor Damian?

      –Sí –se puso de pie. La fragancia floral que irradiaba lo mareó. Quint no tenía ni idea de lo que pasaba, pero estaba más que dispuesto a dejarla marcar el ritmo. Al principio. Después de todo, se había tomado la molestia de averiguar quién era. Más adelante él averiguaría todo lo que quisiera saber sobre ella. Sonrió–. Sé que no nos conocemos. No olvidaría a una mujer como usted.

      –Soy Greeley Lassiter –no le devolvió la sonrisa.

      –No puede ser –el asombro en su voz hizo que sonara como un adolescente–. Quiero decir… no es lo que yo esperaba.

      –Usted es exactamente lo que yo esperaba –se sentó–. Se le ha caído la servilleta cuando con tanta cortesía se ha puesto de pie.

      El sarcasmo acentuó cada palabra. Disfrutaba sabiendo que lo había desestabilizado. Estupendo. Había perdido el control de la situación incluso antes de empezar.

      La camarera se acercó en respuesta a una señal tan sutil que Quint casi la pasó por alto.

      –El señor Damian querría una servilleta limpia –indicó Greeley Lassiter–. Yo un vaso con agua.

      –El vino es excelente –Quint tenía intención de dirigir ese encuentro–. ¿Le sirvo una copa?

      –No. ¿Por qué quería reunirse conmigo?

      –Primero la cena, luego los negocios –intentó otra sonrisa.

      –No quiero cenar –le sonrió a la camarera cuando depositó un vaso con agua delante de ella–. Que yo sepa no tenemos que tratar ningún negocio, señor Damian.

      Quint dejó el menú a un lado.

      –Probablemente quiera que la ponga al corriente sobre Fern, quiero decir, su madre.

      –No.

      La señorita Lassiter empezaba a irritarlo. No era capaz de decidir si era estúpida, obtusa o, simplemente, grosera.

      –De acuerdo. Hablemos de usted.

      –¿Por qué? –bebió agua.

      –Pensé que un poco de conversación educada nos sentaría bien. No es mi intención comprobar sus credenciales ni nada por el estilo.

      –Carezco de credenciales, y no me interesa mantener una conversación inútil –echó la silla para atrás.

      –Entonces iré al grano –no permitiría que le hiciera perder los nervios–. Como le dije por teléfono, esto compensará el tiempo que le dedique.

      Mantuvo la silla alejada de la mesa, pero no se levantó.

      –¿Qué compensará mi tiempo?

      «Vaya», pensó él con cinismo, «el ratón acaba de morder el queso». El único resultado que cabía esperar de alguien emparentado con Fern.

      –Ir a Denver. Como mi abuelo desea que haga.

      –¿Por qué su abuelo quiere que vaya a Denver?

      –Expliqué todo eso por teléfono –era más densa que un ladrillo.

      –Quité el sonido.

      –Su madre planea casarse con mi abuelo.

      –Mi madre no tiene ninguna intención de volver a casarse.

      –Volver a casarse –repitió sorprendido–. Pensaba que Fern no se había casado jamás. No me diga que tiene un ex marido que nunca ha mencionado. ¿Piensa que se casó con su padre? Según tengo entendido, él seguía casado con Mary Lassiter cuando falleció.

      –Así es.

      –Entonces no pudo haberse casado con Fern. No legalmente –no estaría mal que fuera ilegal; sería munición que podría emplear contra Fern.

      –Permita que deje una cosa clara, señor Damian. Mi madre es Mary Lassiter. La otra mujer simplemente me trajo al mundo. No tengo ningún interés en ella.

      La curiosa falta de emoción le sonó falsa. Greeley Lassiter tendría que sentir curiosidad por su madre. O querer escupirle a la cara. Adrede bebió un sorbo largo de vino. Cuando tomó una decisión dejó la copa en la mesa.

      –Fern le contó a mi abuelo que usted le fue arrebatada a la fuerza y entregada a Mary Lassiter

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