Deseo ilícito. Chantelle Shaw

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Deseo ilícito - Chantelle Shaw Bianca

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puerta y miró en el salón. La puerta que conducía al dormitorio estaba cerrada. El pensamiento de que Stelios estuviera allí con Isla le provocó una sensación muy corrosiva en la boca del estómago.

      La puerta del dormitorio se abrió y antes de que Andreas tuviera tiempo de retirarse, el mayordomo salió.

      –Pensaba que mi padre y la señorita Stanford podrían estar ahí dentro –explicó Andreas.

      –Kyrios Stelios está abajo en el salón. Me ha pedido que venga a por sus gafas –contestó Dinos mientras le mostraba un estuche–. La habitación de la señorita Stanford es la de al lado, pero ya está en el salón también con tu padre.

      Eso significaba que Stelios e Isla no compartían dormitorio allí. Andreas salió de la suite y descendió la escalera de mármol. Le parecía un comportamiento poco usual en una pareja que acababa de anunciar su intención de casarse. En realidad, todo lo referente a aquel repentino compromiso resultaba extraño, en especial porque su padre no le había mencionado su intención de casarse durante el último encuentro que tuvieron hacía un mes.

      Andreas se dijo que, en realidad, no era asunto suyo si Stelios hacía el ridículo con su hermosa y joven ama de llaves. Si admitía que la pasión había surgido entre Isla y él, podría ser que su padre no lo creyera o que intentara acusarlo de causar problemas. La relación entre ambos nunca había sido muy fluida, en especial después de que Stelios se hubiera visto obligado a elegir entre su esposa y su familia y su amante.

      Andreas tenía doce años cuando su padre admitió que había estado viendo a otra mujer en Inglaterra y que tenía intención de romper su matrimonio por ella. La madre de Andreas había quedado destrozada y Andreas se había jurado que jamás volvería a hablar con su padre a menos que él abandonara a su amante y regresara junto a su esposa e hijos. Había esperado que tomando partido por su madre se ganaría su amor, pero ella había seguido tratándole con el mismo desinterés que siempre le había mostrado. Su padre había permanecido casado, pero, a partir de aquel momento, había tratado con frialdad a su hijo Andreas.

      Helia Karelis había muerto hacía dos años por una sobredosis de somníferos. Su autopsia había reflejado que había sido un trágico accidente, pero Andreas estaba seguro de que su madre había sabido lo que hacía cuando se tomó un montón de pastillas. También lo estaba de que su madre jamás había superado la traición de su esposo, aunque había ocurrido muchos años atrás. La infelicidad matrimonial de su madre le había demostrado a Andreas que era una locura enamorarse. Evitaba los dramas emocionales de la misma manera que cualquier persona cuerda tomaría medidas de precaución para no entrar en contacto con el virus del ébola.

      En cuanto a Isla… Andreas se encogió de hombros. No podía explicar por qué en Londres se había sentido como un adolescente en su primera cita. No era su estilo, por lo que confiaba en que cuando la volviera a ver, la viera como la cazafortunas que sospechaba que era. El modo en el que ella había respondido a su beso, con una dulce pasión que había estado a punto de hacerle creer que era inexperta en temas del amor, debía de haber sido una actuación.

      Entró en el salón, donde ya se estaba sirviendo el cóctel previo a la cena y se detuvo en seco. El salón estaba lleno de invitados, entre los que, aparte de los familiares, reconoció a varios representantes de alto rango de la industria petrolífera y miembros del consejo de dirección de Karelis Corp. Esto le sorprendió, dado que se suponía que era tan solo una reunión familiar. Entonces, vio a Isla y sintió que la sangre le rugía en las venas.

      Aquella era una Isla muy diferente a la decorosa ama de llaves que había conocido en la casa de su padre en Kensington. Aquella noche, iba vestida de rojo, con un atractivo diseño de corte sirena y resplandecientes joyas alrededor de la garganta, que atraían la atención al ligero abultamiento de los senos sobre el escote del vestido. Llevaba el cabello rubio recogido en lo alto de la cabeza, dejando al descubierto la delicada línea del cuello. El carmín rojo que había elegido aquel día enfatizaba el grosor de sus labios.

      Andreas bajó la mirada y vio que el vestido le llegaba hasta la mitad del muslo y que sus largas piernas lo parecían aún más por las delicadas sandalias de alto tacón que llevaba puestas. Isla Stanford era la fantasía de todo hombre y Andreas no era una excepción. Ella lo miró y, en el instante en el que las miradas de ambos se cruzaron, Andreas vio que un ligero rubor le teñía las mejillas. El modo en el que ella tragó saliva le dijo a Andreas que ella era tan consciente como él de la corriente eléctrica que ardía entre ellos. Él le miró la boca, tan jugosa, tan roja y tan atrayente, y sintió que el deseo cobraba vida por debajo de sus pantalones.

      Durante un instante, Andreas se olvidó de que Isla asistía a la fiesta como prometida de su padre. Un sentimiento de posesión se apoderó de él y cruzó el salón, decidido a reclamar a la mujer que había ocupado sus pensamientos con demasiada frecuencia en aquellos últimos meses. Isla y él tenían un asunto pendiente.

      Sin embargo, justo en aquel momento, su padre terminó de hablar con otro invitado y rodeó la cintura de Isla con el brazo. Andreas entornó la mirada y se detuvo enfrente de la desigual pareja.

      –Por fin has llegado –dijo Stelios en tono irritado–. Esperaba que lo hubieras hecho hace varias horas. Estábamos a punto de empezar a cenar sin ti.

      –Buenas noches, papá –replicó Andreas secamente–. Señorita Stanford… Perdón si llego tarde. Dije que llegaría en algún momento de la tarde, pero no especifiqué la hora. Además, ignoraba que se iba a celebrar una cena de gala.

      –Bueno, al menos ya estás aquí –repuso Stelios–. Espero que nos des la enhorabuena. Isla ha accedido a ser mi prometida.

      Aunque Andreas ya lo sabía gracias a la advertencia de su hermana, ver el anillo de compromiso en el dedo de Isla lo llenó de furia. Tenía que ser una broma. Aquel hombre de cabello gris y rostro arrugado no podía casarse con una belleza que tenía que ser al menos cuarenta años más joven que su futuro esposo.

      Miró a Isla y notó que a ella le temblaba ligeramente el labio inferior. La tensión sexual se reflejó en sus grandes ojos grises, pero ella se apresuró a ocultarla bajo las espesas pestañas. Isla era suya, maldita sea. Sin embargo, era el brazo de su anciano padre el que le rodeaba la cintura y era el anillo de Stelios el que ella llevaba en el dedo.

      –¿Y bien, Andreas? –le animó su padre–. Veo que te sorprenden mis noticias, pero estoy seguro de que estarás de acuerdo conmigo en que soy un hombre muy afortunado al tener una prometida tan hermosa.

      Andreas calculó grosso modo que el valor del anillo rondaría las seis cifras.

      –Enhorabuena –dijo. Entonces, miró a Isla–. Pareces haber encontrado la gallina de los huevos de oro.

      Capítulo 2

      QUÉ HOMBRE más insolente! Isla había tratado de contener la ira a lo largo de la interminable cena. No había podido dejar de pensar en el comentario de Andreas. Por suerte, él se había sentado al otro lado de la mesa, pero no había dejado de sentir su mirada azul observándola continuamente. Aquella mirada se había añadido a la tensión que sentía por una situación que ya le resultaba bastante incómoda.

      También había sido consciente de las miradas venenosas que le dedicaba la hija de Stelios. Al final de la cena, Stelios se puso de pie y les pidió a todos los invitados que levantaran sus copas para brindar por su prometida. Aquello era llevar la ficción demasiado lejos y las dudas de Isla sobre lo que ella estaba haciendo en Louloudi se habían intensificado.

      Suspiró

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