Deseo ilícito. Chantelle Shaw

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Deseo ilícito - Chantelle Shaw Bianca

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verano estaba ya llegando a su fin, la noche era cálida y el aire estaba perfumado con el aroma del romero y la lavanda que crecían en grandes macetas de terracota.

      Se llevó la mano al collar de rubíes y diamantes que llevaba alrededor de la garganta y, una vez más, comprobó que estaba bien abrochado.

      –Me asusta pensar que puedo perderlo –le había comentado a Stelios mientras posaban para los fotógrafos en la sala de juntas de Karelis Corp en Atenas–. El collar debe de valer una fortuna. Me habría sentido mejor llevando algo menos ostentoso.

      Stelios había calmado su preocupación y le había tomado la mano para llevársela a los labios y besar el enorme anillo de diamantes que le había puesto en el dedo aquel día, justo antes de que se enfrentaran a las cámaras.

      –Estoy seguro de que no tengo que recordarte la importancia de conseguir que nuestro compromiso resulte convincente delante de la prensa. En estos momentos de turbulencias financieras, es vital que la competencia de Karelis Corp crea que soy un líder fuerte. Igual de importante es que quiero ocultar mi enfermedad a mi familia hasta después de que mi hija cumpla veintiún años.

      –Sé que estás tratando de proteger a Nefeli, pero creo que deberías decirle la verdad a Andreas y a ella. A tus hijos no les agradará nuestro compromiso. No les caigo bien.

      La hija de Stelios apenas había podido ocultar su hostilidad hacia Isla cuando ella visitó a su padre en la casa de Kensington. Y Andreas solo sentía desdén hacia ella. Isla estaba totalmente segura de eso, aunque solo le había visto en unas cuantas ocasiones. En apariencia se mostraba cortés hacia ella, encantador de hecho, pero a Isla no le engañaba. Su aire relajado y su sonrisa no encajaba con la cínica expresión de sus ojos.

      No sabía por qué Andreas había mostrado desaprobación hacia ella cuando su padre la contrató como ama de llaves ni por qué la había besado la última vez que había dio a Londres. El beso había sido inesperado y esa era la única razón por la que ella había respondido. O, al menos, eso se aseguraba.

      –Te equivocas. Estoy seguro de que mis hijos piensan que eres encantadora –le había dicho Stelios para tranquilizarla–. Necesito que seas tú el foco de atención. A todo el mundo le fascinará mi hermosa prometida y así no se darán cuenta de que he perdido peso. Les hablaré de mi enfermedad cuando sea el momento adecuado. Quiero que Nefeli disfrute de su fiesta de cumpleaños sin saber que yo no estaré presente en el futuro para celebrar cumpleaños con ella.

      Isla no podía discutirle el deseo de proteger a su hija. Ella misma comprendía muy bien lo que se sentía ante tal pérdida. Le había llevado mucho tiempo superar la muerte de su madre en un horrible accidente. Desgraciadamente, Stelios había llegado a Inglaterra para buscar a Marion seis meses demasiado tarde. Los sonidos de la fiesta llegaban hasta la terraza, por lo que Isla se alegró de estar en el exterior, alejada de la atención de todos los presentes durante unos minutos. El collar de rubíes le pesaba en el cuello y deseó no haberle permitido a Stelios que la convenciera para ponérselo. Él había insistido en que era el complemento perfecto para los pendientes y el vestido rojo que había sugerido que se pusiera para la cena. El vestido se ceñía a su cuerpo más de lo que a ella le habría gustado y el escote mostraba demasiado para sentirse cómoda. Ella no solía llevar prendas tan llamativas. El objetivo de aquel atuendo tan sensual era, al igual del anuncio del compromiso, alejar la atención de la mala salud de Stelios.

      Al escuchar pasos a sus espaldas, sintió que el vello se le ponía de punta. Un sexto sentido le advertía de un inminente peligro. Se quedó inmóvil al escuchar una voz burlona.

      –¡Vaya, la futura novia! Eres una chica muy lista, Isla.

      El corazón le dio un vuelco, como le ocurría siempre que el hijo de Stelios estaba cerca de ella. Necesitó una gran fuerza de voluntad para darse la vuelta hacia él cuando su sentido común le pedía que saliera huyendo.

      –¿Qué quieres decir, Andreas? –le preguntó ella con una sorprendente tranquilidad.

      El simple acto de pronunciar su nombre despertó en ella un salvaje calor. Rezó para que él pensara que el rubor que habría en sus mejillas fuera por la cálida temperatura de Grecia. No le gustaba que Andreas Karelis le hiciera sentirse como una torpe adolescente, pero sospechaba que él ejercía el mismo efecto en la mayoría de las mujeres.

      La palabra «guapo» se quedaba corta para describir su apostura. Esculpidos rasgos, afilados pómulos, mandíbula cuadrada y una boca muy sensual que parecía haber sido formada tan solo con el propósito de besar. Su cabello era castaño oscuro, de la misma tonalidad del café griego que ella le había servido cuando visitó la casa de su padre en Kensington.

      No era su imponente altura ni sus atractivos rasgos, dominados por unos brillantes ojos azules, lo que lo hacían destacar de otros hombres. Andreas poseía una abrasadora sensualidad que Isla era incapaz de ignorar por mucho que lo deseara.

      Aunque se había retirado ya del mundo del motociclismo, aún se le consideraba una leyenda del deporte. Su reputación como playboy se veía reforzada por una vida amorosa perfectamente reflejada en las portadas de periódicos y revistas. A Isla no le importaban los escandalosos titulares, pero sabía que a su padre lo disgustaban mucho, por lo que había decidido proteger a Stelios de todo el estrés y la preocupación que pudiera durante el tiempo que a él le quedaba de vida.

      Era inexplicable el modo en el que el pulso se le aceleraba y los pechos se le erguían cada vez que estaba cerca de Andreas, pero lo peor era que él sabía el efecto que ejercía sobre ella. Él sonrió y el modo en el que lo hizo le recordó a un lobo que acababa de acorralar a su presa. Durante un instante, Isla pensó en salir huyendo de allí tan rápido como se lo permitieran sus altísimos tacones, pero antes de que pudiera moverse, Andreas la acorraló contra la balaustrada de piedra.

      A la luz de la luna, parecía más corpulento y amenazador. Decidió que no había nada que pudiera hacer más que enfrentarse a él. Se obligó a levantar la cabeza y a mirarlo a los ojos.

      –Me da la sensación de que, cuando dijiste que yo era muy lista, no se trataba de un cumplido.

      Andreas entornó la mirada, pero no antes de que Isla pudiera notar un gesto de sorpresa ante el tono desafiante de su afirmación.

      –Hay palabras para describir a las mujeres como tú, pero ninguna de ellas es un cumplido.

      Isla parpadeó, sorprendida por la ferocidad de las palabras de Andreas. El gesto de desprecio de su rostro le provocó una presión en el pecho. Entonces, cuando él levantó la mano para deslizar el índice sobre los rubíes del collar, sintió que los latidos del corazón se le aceleraban.

      –Muy bonito –dijo con el mismo tono duro que parecía surgir desde muy dentro de él. Después, realizó el mismo gesto con los pendientes que le colgaban de las orejas–. ¿Fueron estas joyas, junto con el anillo que llevas en el dedo, el precio por acceder a casarte con mi padre?

      –Yo no tengo precio.

      Andreas lanzó una carcajada de incredulidad.

      –Dime una cosa, Isla. ¿Por qué se iba a comprometer una mujer joven y hermosa como tú con un multimillonario de mucha más edad que ella si no fuera por una compensación económica?

      –¿Acaso crees que soy una cazafortunas?

      –Muy bien. Ya te he dicho que eres muy lista.

      Aquello era una injusticia. Durante un instante,

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