Secretos sin fin. Valerie Parv

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Secretos sin fin - Valerie Parv Jazmín

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aunque mucho más fuerte. Le caía hasta la parte baja del cuello, como los caballeros medievales de las películas antiguas; pero este caballero no llevaba armadura, sino un polo color marfil y unos pantalones tan negros como su cabello.

      Estaba acostumbrada a llamarlo La Bestia, el apodo que utilizaba su hermana, pero no parecía bestial en absoluto. Era más alto de lo que había imaginado, media cabeza más que ella. Aunque fuerte, no tenía los músculos desarrollados de un atleta, sino los de alguien que se cuidaba.

      En ese momento, lo más bestial de él era la arruga de su entrecejo, que creaba un surco entre los ojos más azules que Haley había visto nunca. La arruga se profundizó al ver que miraba al perro intranquila.

      –Ya puedes salir. No te hará daño.

      Lo hizo. El hombre le agarró la mano y sintió una descarga eléctrica por todo el brazo. Intentó soltarse, pero la mano que la sujetaba era fuerte como el acero. Sintió cierta alarma.

      –¿Qué está haciendo…?

      Él le ofreció su mano a Dougal, que la olisqueó. Haley se preguntó si, a continuación, se la comería de un bocado, parecía muy capaz de ello.

      –Amiga, Dougal. Amiga –dijo Sam.

      El perro movió el rabo lentamente al principio, después comenzó a agitarlo como una bandera en un vendaval, y le pegó un lametón. Aliviada, Haley acarició el pecho del peludo perro con la otra mano. Él agachó la cabeza y la golpeó suavemente.

      –Buen perro –sonrió ella, preguntándose cómo podía haber sentido miedo del lanudo animal.

      Sam asintió con aprobación, dándose cuenta de que no había cometido el típico error de intentar acariciarle la cabeza.

      –¿Entiendes de perros?

      –Me encantan. Cuando era niña, tuve un kelpie australiano que se llamaba Buddy –a Haley le costaba pensar a derechas; él seguía teniendo los dedos entrelazados con los suyos, pero no parecía darse cuenta de su incomodidad.

      –Te refugiaste en cuanto Dougal apareció.

      Lógicamente, él había visto su indigna carrera de vuelta al coche. Eso la ponía aún en mayor desventaja, así que se defendió.

      –Podría haber sido un perro guardián, entrenado para comerse a los intrusos –no añadió «igual que su amo», pero su tono de voz reflejó el pensamiento. Él le soltó la mano, y ella sintió una sorprendente sensación de desilusión.

      –Se supone que Dougal es un perro guardián, pero probablemente mataría al intruso a lametones, le encanta tener compañía.

      Ella pensó que al amo no le pasaba lo mismo.

      –¿Vienen muchos intrusos por aquí?

      –No cuando está Dougal. Vete, vuelve a tu hueso –al oír la palabra mágica, el perro meneó las orejas y se fue trotando por donde había llegado–. ¿Entramos? –dijo Sam indicando la escalera con un ademán.

      Su voz adquirió un tono profesional, y fue como si una brisa gélida helara la atmósfera. Por un momento ella se preguntó si conocería su identidad, pero comprendió que su enfado era en respuesta al de ella.

      –Lo siento si fui algo grosera por el intercomunicador –se disculpó Haley, recordando que Miranda confiaba en que supiera comportarse.

      –Lo fuiste –corroboró él–, pero tenías un punto de razón.

      Ella comprendió que eso era lo más parecido a una disculpa que podía esperar, y lo siguió. A través de un arco, entraron en el vestíbulo, cruzaron un salón doble, amueblado con antigüedades, y dejaron a un lado la puerta entornada de un dormitorio que parecía recién utilizado. Haley se preguntó si había estado durmiendo a media tarde; como era escritor, seguramente tenía un horario poco convencional.

      Él cerró la puerta y solo tuvo tiempo de ver una enorme cama con dosel, cubierta con ropa de cama tan revuelta que daba que pensar: o tenía el sueño más inquieto del mundo, o había pasado allí un rato en buena compañía.

      Esa idea la inquietó, y se preguntó por qué le resultaba más difícil imaginárselo como una bestia, solitaria y sin amor, que como un atleta sexual para quien su hermana había sido una conquista entre muchas. Ambas imágenes la llevaban a un terreno que no quería explorar. Su vida personal no tenía nada que ver con la razón por la que deseaba conocerlo.

      Él abrió otra puerta y entraron en una biblioteca con estanterías de suelo a techo, repletas de libros. Ella los miró con curiosidad y descubrió que muchos eran libros de referencia sobre temas variados. Dentro de la biblioteca, una puerta daba a lo que parecía un despacho, a juzgar por los ordenadores, impresoras y demás aparatos que se veían allí. Todo estaba hecho un caos y eso la sorprendió; parecía el tipo de hombre que organizaba su vida con precisión militar.

      –Siéntate –él señaló un sofá. Los pelos grises que había sobre el cuero sugerían que Dougal solía hacerle compañía mientras trabajaba. Esa idea la ablandó un poco, pero la rechazó con resolución: que permitiera al perro dormir en un sofá caro no impedía que fuera La Bestia–. ¿Café? –ofreció Sam, cuando ella se sentó, nerviosa, al borde del sofá. Pensó que él creería que no quería mancharse la ropa de pelos; si conociera la razón de su nerviosismo, seguramente le echaría al perro.

      –Gracias –aceptó ella. Relacionarse socialmente con Sam Winton no era parte de su plan, pero beber algo suavizaría la sequedad de su garganta–. Me gusta solo y sin azúcar.

      –Una mujer sensata –murmuró él. Ella frunció el ceño y él se explicó–. Es la única manera de beber café bueno. A mí me lo traen de Costa Kona, en Hawai.

      –Qué suerte –masculló ella entre dientes, comparando la libertad de él para comprar café en medio del Pacífico, con su necesidad de vigilar cada penique para poder sacar adelante a Joel. Había gastado la mayoría de sus ahorros en las facturas médicas que no había cubierto el seguro de su hermana, así que la escasez de recursos regía su vida.

      Su trabajo como asesora informática estaba bien pagado, pero desde la muerte de Ellen había podido dedicarle menos horas, al tener que ocuparse de Joel. Esa era una de las razones por las que había aceptado trabajar para Miranda durante un par de semanas. Podía llevarse al bebé a la oficina y además el salario pagaba algunas de las interminables facturas.

      Su madre y su padrastro, Greg, habían ayudado en lo posible, pero eran desastrosos en cuestión de finanzas, y Haley tuvo que hacerse cargo de casi todo. No le había negado a su hermana nada que pudiera hacer más felices sus últimos meses de vida, y no le gustó nada ese recordatorio de que Sam Winton podría haberla ayudado si hubiera querido.

      –No he oído eso –dijo él, trayéndola de nuevo al presente–. ¿No te gusta el café hawaiano?

      –Yo…, sí, es muy bueno –improvisó ella. Sintió la necesidad de salir de allí antes de tirarle algo. ¿Cómo pudo pensar que sería bueno encontrarse con él cara a cara? Cuando Ellen le dijo que esperaba un hijo suyo, Sam no la aceptó con los brazos abiertos, sino todo lo contrario. Según Ellen, le dijo que era imposible que fuera el padre del niño y la echó de su casa.

      A Haley la torturaba recordar que el tumor de Ellen llevaba un año en remisión cuando

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