Secretos sin fin. Valerie Parv

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Secretos sin fin - Valerie Parv Jazmín

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¿Niñas?

      –Niño, singular –replicó, preguntándose qué edad se imaginaba que tenía–. Solo tengo veintitrés años. Joel tiene seis meses, así que no te lo encontrarás haciendo cola para recibir tu autógrafo.

      –Es algo joven para mis libros –aceptó él sin inmutarse–. Aunque espero que se sigan vendiendo cuando empiece a leer.

      –Seguro que sí –dijo ella con tono supuestamente halagador. A ese paso no acabarían nunca; decidió seguir a rajatabla el guión de Miranda.

      –Ese hombre con el que estás tan enfadada, ¿es el padre de Joel?

      –Sí, lo es –afirmó ella, contenta de poder contestar sinceramente.

      –¿No estás casada con él? –preguntó Sam, mirando el dedo anular de su mano izquierda.

      –No, gracias a Dios –replicó ella secamente, maldiciéndose por no haberse puesto un anillo para disimular. Notó que su vehemencia lo intrigaba.

      –Tienes un hijo suyo pero no quieres que forme parte de tu vida. Interesante.

      Ella intentó convencerse de que era su instinto de escritor lo que le hacía imaginar historias en todo, pero su interés amenazaba con socavar su enfado y eso no le gustaba.

      –No quiero hablar de mí –aseveró. La alarmaba que la conversación girara en torno a ella, cuando su objetivo era descubrir cuanto pudiera sobre él, para compartirlo con Joel cuando tuviera edad de preguntar por su padre.

      Descubrió, con desmayo, que su cuerpo tenía ideas propias. Sam estaba tan cerca que percibía la fragancia boscosa de su loción para después del afeitado, junto con un indefinible aroma varonil. La combinación era fresca y relajante, campestre, no sofisticada como la de Richard. Comparó inconscientemente a ambos hombres. El aura de Sam era tan atractiva que afectaba peligrosamente a su equilibrio, eso nunca le había ocurrido con Richard.

      Se recordó que salir con Sam no era parte de plan. Desde lo de Richard, disfrutaba de no tener que rendirle cuentas a nadie excepto a sí misma y a Joel. Poco importaba que Sam fuera hombre de campo o cosmopolita, o que se dedicara a celebrar orgías tras las verjas de hierro de su casa.

      Se preguntó por qué había pensado eso. Algo en él hacía que su mente recorriera caminos indeseables. Solo hacía unas semanas que había roto con Richard, así que no tenía razones para anhelar las atenciones de un hombre.

      La imagen de la cama deshecha de Sam invadió su pensamiento y se obligó a recordar que se había acostado con su hermanastra, dejándola embarazada, para luego negar que el bebé era hijo suyo. A pesar de eso, le costaba concentrarse, y se preguntó si Ellen había sentido lo mismo.

      No resultaba difícil imaginar lo ocurrido. Sam era uno de esos hombres que atraían a las mujeres como un imán, pero Haley no tenía intención de caer en sus garras.

      Se dijo que probablemente el divorcio tuvo causas justificadas. Ellen, siempre bondadosa, había aceptado la explicación de que él y su mujer eran incompatibles, pero Haley hubiera indagado más. «¿Adicto al trabajo o mujeriego? ¿Ataques infundados de celos?». No estaba dispuesta a considerar que la culpa fuera de su ex mujer; eso la llevaría a sentir lástima de él, como le ocurrió a Ellen.

      Por el bien de Joel, tenía que mantener la mente clara. La mejor manera de hacerlo era pensar en él como La Bestia que nunca se convertiría en príncipe. En otro caso, lo habría hecho cuando Ellen le contó lo del niño, pero los había rechazado a ambos.

      –Yo diría que tu hijo es muy importante en esta discusión, si vas a cuidar de mi casa cuando esté de viaje –apuntó él, interrumpiendo su pensamiento.

      –Te equivocas –dijo ella–. Yo solo he venido a entrevistarte para conocer tus requisitos, no a ofrecerme para el trabajo.

      –¿Por qué no? No eres la asistente habitual de Miranda. ¿Qué ha ocurrido con esa guapa pelirroja de la risa contagiosa? Donna, ¿no?

      –Sustituyo a Donna durante su luna de miel. Se fugó con un cliente –explicó ella. Aunque le daba igual que encontrara atractiva a la asistente de Miranda, sintió satisfacción al darle la noticia. Él arqueó las cejas y comprendió que lo había sorprendido. Si Donna le gustaba, se tenía bien empleado que hubiera huido con otro, se merecía una dosis de su propia medicina. Sin embargo, también la embargó una sensación sospechosamente parecida a los celos; debía ser toda una experiencia ser objeto de su pasión.

      –¿Va a volver? –preguntó él.

      –Volverá dentro de unos días, con su marido –aclaró ella, haciendo énfasis en «marido» y preguntándose si Sam no se rendía nunca.

      –¿Qué ocurrirá contigo cuando regrese?

      Haley comprendió que había malinterpretado su interés. Había creído que Donna le interesaba lo suficiente como para que no le importara su estado civil, siempre y cuando volviera. Pero parecía que se interesaba por ella; un interés que Haley no deseaba ni necesitaba, aunque le produjo un agradable cosquilleo.

      –Ella recuperará su puesto y yo volveré a mi trabajo.

      –Y, ¿cuál es?

      –Soy asesora informática para pequeñas empresas que no cuentan con programadores a tiempo completo. Organizo sus oficinas y sus ordenadores para que obtengan la máxima eficacia –no quería hablar de sí misma, pero él no le daba otra opción–. Ahora, podríamos…

      –Deja que piense un minuto –se frotó la barbilla pensativamente. Aunque, a juzgar por el olor a loción que emanaba, se había afeitado esa mañana, tenía el pelo tan negro que una sombra oscurecía su mentón, dándole cierto aire de pirata–. Dotes de organización y empleada de Miranda. Podrías ser justo la persona que necesito. Mi asistente personal se marchó a Zimbawe hace un mes. Yo tenía que cumplir con una fecha de entrega, y no he tenido tiempo de reemplazarlo.

      –Miranda entendió que necesitabas a alguien que cuidara de la casa –apuntó ella, comprendiendo la razón del caos del despacho.

      –Es cierto, me voy de gira para presentar el nuevo libro. Pero sería una gran ayuda si esa misma persona pudiera organizar mi despacho mientras estoy fuera.

      –En cualquier caso, yo no puedo tomar esa decisión –protestó ella, mirando la lista de preguntas que había sacado del maletín. No estaban siguiendo el guión de Miranda en absoluto.

      –Pero yo sí, y si decido que eres la persona adecuada para el puesto, Miranda no lo discutirá. Sabe que pago bien –mencionó una cifra que Haley sabía superaba con creces las tarifas habituales de Miranda. Incluso después de descontar su comisión, la cantidad restante resolvería muchos de sus problemas.

      No resolvería el principal: que Sam era el padre de Joel. Pero trabajar para él le daría la oportunidad de descubrir muchas cosas que contarle a su hijo cuando llegara el momento. Hubiera sido preferible que Joel conociera a su padre y tuviera contacto regular con él, pero eso no ocurriría mientras Sam negara su paternidad.

      Haley sabía demasiado bien lo que era crecer sin conocer al propio padre. Aún no entendía como su madre, la mujer más alocada del mundo, había conseguido casarse con un estricto profesor de historia y tener una hija. Se habían separado cuando ella tenía seis

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