En Sicilia con amor. Catherine Spencer
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–Ciao, otra vez –dijo al llegar, dándole dos besos en las mejillas–. He traído esto para después.
«Esto» era una botella de champán.
–¿Por qué?
–Para sellar nuestro contrato y celebrar nuestro próximo matrimonio.
Logrando contener la perturbadora emoción que le causó oír aquello, Corinne se sinceró con él.
–Pensé que te habías echado para atrás, que lo habías pensado mejor y que habías regresado a Sicilia.
–¿Sin tu hijo y sin ti? –respondió Raffaello, que parecía perplejo–. ¿No habíamos llegado a un acuerdo?
–Sí, pero…
–¿Entonces por qué supusiste que yo había cambiado de idea?
–Seguramente por la manera en la que dejaste las cosas en el aire tras tu última visita. Por la manera en la que te marchaste; dijiste que tenías asuntos de los que ocuparte. Me diste la impresión de que nosotros ya no formábamos parte de tus planes.
–He estado ocupado encargándome de que un abogado redactara los términos de nuestro acuerdo y arreglándolo todo para que seáis debidamente recibidos en mi casa.
–Así que después de todo has decidido protegerte con un contrato prematrimonial.
–No –contestó él, que la siguió hasta el salón. Una vez allí sacó un documento y lo puso sobre la mesa–. Decidí que debía protegeros tanto a ti como a tu hijo por si enviudas una segunda vez. Si no me crees, míralo tú misma.
–Ya veo –comentó ella, tragando saliva.
–Espero que así sea –dijo él, mirándola fijamente–. Quizá nuestro matrimonio no sea uno convencional… pero aun así requiere que ambos pongamos en él nuestra confianza si queremos que tenga éxito. Yo no soy un hombre que incumpla mi palabra y, aunque te parezca que me faltan otras muchas cualidades, puedes confiar en eso.
Lo tranquilo y directo que fue Raffaello hizo que ella se sintiera tonta y avergonzada. No todo el mundo era tan irresponsable con la verdad como su difunto marido.
–Te creo, Raffaello –contestó–. Y por todo lo que Lindsay me dijo acerca de ti, también sé que puedo confiar en ti. No contemplaría la posibilidad de poner el futuro de Matthew en tus manos si no lo hiciera. Es sólo que, cuando se trata de él, soy… débil. Quiero lo mejor para mi hijo.
–Ésa es la manera en la que actúan todas las buenas madres.
–Me gustaría pensar que así es, pero últimamente no lo he estado haciendo muy bien. La noche que nos conocimos dijiste que nuestros hijos son inocentes y que se merecen lo mejor que podamos darles. Cuanto más pensé en ello más me di cuenta de que tenías razón. No es la única razón por la que cambié de idea sobre nuestro acuerdo, pero es la que tuvo mayor importancia.
–¿Entonces por qué has perdido repentinamente la confianza en mí?
–Porque cuando mi marido murió y yo me encontré sola y con un bebé, me dije a mí misma que no debía confiar en nadie más ya que la única persona de la que podía depender era de mí. Decidí que desde ese momento en adelante íbamos a estar sólo mi hijo y yo y que jamás haría nada que arriesgara su felicidad o seguridad. Entonces apareciste tú y casi de repente todo eso no tenía sentido. Pero tras lo que pareció un principio prometedor, no tuve noticias de ti durante dos días y me impresiona lo cerca que he estado de romper mi promesa y de poner en peligro el futuro de Matthew.
–Siento si te he causado una preocupación innecesaria. No era mi intención –aseguró Raffaello, acercándose a ella. Le tomó las manos con firmeza–. Sea lo que sea lo que depare el futuro, te doy mi palabra de que ni tu hijo ni tú sufriréis como resultado de este matrimonio.
Las manos de él estaban frías, pero aun así aquella caricia inundó el cuerpo de Corinne de calidez. No podía recordar la última vez que se había sentido tan segura.
–Yo haré todo lo que pueda para asegurar que no te arrepientes de haber hecho esa promesa.
–Entonces tenemos un acuerdo, ¿no es así?
–Así es.
Corinne había esperado que en aquel momento él le soltara las manos y que abriera la botella de champán… pero no lo hizo. En vez de ello la acercó hacia sí y posó los labios sobre los suyos en un beso tan fugaz que ella se preguntó si lo había imaginado. Pero la explosión de calor que sintió en una zona casi olvidada bajo su cintura le aseguraba lo contrario.
Impresionada, se apartó de él.
–¿Qué es lo próximo?
–Por ahora… –contestó él– sugiero que leas el contrato. Entonces, si es de tu agrado, ambos lo firmaremos y brindaremos por nuestra aventura conjunta.
–No tengo que leerlo. Ya te lo he dicho, confío en ti.
–No puedo estar de acuerdo con eso. Jamás debes firmar nada, por no hablar de un documento legal, sin haberlo leído –contestó él, señalando con la cabeza el documento que reposaba sobre la mesa–. Adelante, Corinne. Es claro y conciso. Dudo que vayas a tener ninguna dificultad en comprenderlo, pero si tienes alguna preocupación éste es el momento para hablar.
Raffaello tenía razón y ella leyó el contrato, que era muy específico. Corinne accedía a vivir con él en Sicilia lo antes posible una vez el acuerdo estuviera firmado.
Ambos compartirían las responsabilidades paternales tanto de la hija de él como del hijo de ella.
Si Raffaello fallecía antes que ella, Corinne heredaría la mitad del patrimonio de él, mientras que la otra mitad le correspondería a Elisabetta. Si era Corinne la que fallecía antes que su marido, sería Matthew el que heredaría su parte de la herencia.
Si alguno de los dos fallecía antes de que sus hijos alcanzaran la mayoría de edad, el que sobreviviera se ocuparía del cuidado de los dos menores.
Si ambos fallecían antes de que sus hijos alcanzaran la mayoría de edad, un tutor, que debían elegir entre ambos, sería el encargado de administrar los fondos y de encargarse de la tutela legal de los pequeños.
–¿Qué te parece? –quiso saber él cuando ella dejó de leer.
–Estoy impresionada ante tu generosidad. Si tengo alguna reserva ante todo esto es que yo no estoy aportando suficientes cosas al acuerdo.
–Estás satisfaciendo los últimos deseos de mi esposa. Eso es suficiente para satisfacerme a mí.
A Corinne le bajó el ánimo oír que él seguía refiriéndose a Lindsay como «mi esposa» y se preguntó cómo se iría a referir a ella cuando se casaran. Mientras firmaba el acuerdo pensó que quizá la fuera a llamar «mi cónyuge sustituto» o «mi esposa suplente».
–Ahora que ya hemos arreglado los negocios, podemos celebrarlo