En Sicilia con amor. Catherine Spencer
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Consciente de que él se había excitado, había sentido cómo algo se movía en su interior, como si su cuerpo, sus partes íntimas, se estuvieran despertando de un largo letargo invernal y se estuvieran preparando para disfrutar del verano.
La sensación le había parecido tan excitante y poderosa que se le habían llenado los ojos de lágrimas ante el milagro que ello suponía. Un hambre inmensa se había apoderado de su cuerpo y había deseado tanto a Raffaello que se había visto obligada a apartarlo de ella para no hacerles pasar a ambos por la vergüenza de suplicarle que le hiciera el amor.
Pero sabía que en lo más profundo de su corazón él había estado besando a Lindsay y se había equivocado al haber supuesto que ella también estaba pensando en Joe. ¿Por qué si no le había dicho que no tenía por qué sentirse culpable?
Se preguntó qué diría Raffaello si le confesara que sabía muy bien a quién estaba besando y que la pasión que había compartido con su marido se había acabado muy pronto y había dejado sólo desilusión y resentimiento entre ambos.
Decidió aceptar la propuesta de él y tomarse un tiempo para ella misma.
Su cuarto de baño, conectado con el de Raffaello por una puerta que daba a un vestidor, era enorme. El lujo que la rodeaba parecía indicarle de nuevo que aquél no era su lugar.
–¡Oh, deja de pensar en eso! –se reprendió a sí misma–. Estás aquí por los niños, no por el hombre. Y definitivamente no por ti. Y si eso significa tener que soportar a una suegra llena de sospechas y más lujo del que nunca supusiste pudiera existir, por lo menos no tienes que plantearte de dónde va a salir el dinero para pagar el alquiler del mes que viene. Gánate la estancia en este lugar, haz bien el trabajo para el cual se te ha contratado y no pidas la luna.
Entonces llenó la bañera de agua, se desnudó y se tumbó hasta que la cálida agua le llegó por el cuello. Una vez se hubo relajado, salió del cuarto de baño y se echó sobre la cama, donde se quedó profundamente dormida.
Cuando se despertó, la habitación estaba a oscuras y en el reloj que había sobre la mesita de noche vio que eran las seis y diez. Era hora de ver de nuevo a su marido, por no mencionar el dragón que éste tenía por madre.
Pero mientras se vestía se dijo a sí misma que no estaba siendo muy justa al condenar a aquella mujer por las reservas que tenía. Ella misma sentiría lo mismo si estuviera en su situación.
Comprobando su aspecto por última vez en el espejo del vestidor, se sintió razonablemente contenta con lo que vio. Tenía su rubio pelo brillante, se había aplicado colorete en sus pálidas mejillas y se había puesto su vestido negro.
Esbozó una sonrisa y se dispuso a afrontar la noche que tenía por delante.
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