Seducción temeraria. Jayne Bauling

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Seducción temeraria - Jayne Bauling Bianca

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que debo tomármelo en serio? –preguntó con una sonrisa de incredulidad–. Imposible: venimos de mundos muy diferentes.

      –Cierto –dijo Richard–. ¿Dejarás en paz a mi sobrino, Challis? – insistió acto seguido.

      Challis lo miró y observó que algo ensombrecía el brillo de sus ojos y tensaba las facciones de Richard.

      –Odias estar aquí, haciendo esto, ¿verdad? –comentó ella.

      Richard la observó durante varios segundos, desconcertado por que Challis lo hubiera adivinado:

      –Sí –admitió por fin.

      Le sucedía a menudo: empatizaba con alguien y en seguida se compadecía de él.

      –Y si fichamos a Kel, ¿será motivo de problemas familiares?

      –Seguro –reconoció con suavidad–. No voy a entrar en detalles, pero no hago esto por Kel. Es por otra persona.

      –Está bien, pensaré en ello –concedió Challis.

      –¿A qué viene este cambio tan repentino? –desconfió Richard.

      –¿Nunca te fías de los demás?

      –Nunca he encontrado motivos para hacerlo.

      –No es que me rinda –explicó Challis, en cualquier caso–. Pero una familia infeliz… no me gusta causar problemas.

      –¿Tengo que darme por satisfecho con esa explicación? Supongo que sí –se respondió Richard mientras miraba el reloj. Luego sacó la cartera y extendió un billete–. Para el desayuno. No puedo quedarme más tiempo –añadió, al tiempo que se ponía de pie. Challis lo imitó y le ofreció una mano.

      –¿No me vas a dar la mano? –le preguntó.

      Richard la miró y soltó una risa que la conmovió y le puso la piel de gallina.

      –No pensé que fueras a darle importancia a un gesto tan convencional.

      –Pues se la doy –insistió ella con alegría–. Tiene mucha importancia. Tocar a una persona te permite aprender de ella. No todo, por supuesto, pero da un par de pistas fundamentales.

      Además, nunca lograría tener un contacto más íntimo con él. Tal como habían convenido, procedían de mundos muy distintos.

      Lo que quizá fuera una pena, pero tal vez fuese mejor, concluyó mientras una mano fuerte apresaba la suya con firmeza. El roce la estremeció, tal como había anticipado, e irradió una miríada de sentimientos cálidos y potentes por todo su cuerpo.

      ¿Le estaría ocurriendo a él lo mismo? Ahora que estaba de pie, era obvio que Richard la estaba analizando de arriba abajo… y parecía estar tomando buena nota de sus pechos turgentes por primera vez desde que se habían visto; lo cual no era habitual, pues la mayoría de los hombres reparaba al instante en sus pechos y hasta hacía comentarios al respecto. Richard, en cambio, le había hablado de su piel… No era que le importara: sabía que los hombres eran así y ella se sentía orgullosa de sus senos, grandes y bonitos, que armonizaban espectacularmente con su cuerpo esbelto.

      La atención de Richard, más que molestarla, la estaba excitando, así que decidió poner punto final a ese encuentro cuanto antes.

      –Cumple tu promesa –le recordó él, antes de soltarle la mano.

      Challis volvió a sentarse y lo observó salir de la cafetería, justo cuando su jefe, Miles Logan, entró, vestido con sus vaqueros y su camisa de siempre.

      –Acabo de ver a Richard Dovale –le dijo Miles a Challis, nada más ocupar el asiento en el que había estado sentado el magnate–. Siento llegar tan tarde, no he podido avisar: me han robado el teléfono en el mismo semáforo en que me birlaron las gafas de sol el mes pasado: ¿puedes creértelo? He tenido que desviarme a la comisaría –se excusó.

      –Si condujeras con la capota bajada…

      –¿Quién ha pedido este café? –preguntó Miles–. ¿Ha venido Sheridan?

      –No, pero sí su tío: Richard Dovale –anunció Challis–. Si lo contratamos, tendremos que pedirle que sea discreto. Ser sobrino de Richard Dovale no encaja con la imagen de nuestra emisora… Y no estoy segura de si debemos ir tras Kel: causaría problemas en su familia.

      –De acuerdo, si tú lo crees, nena.

      –No me llames «nena» –replicó Challis.

      Miles, un hombre de rostro agradable, de veintisiete años, cabello marrón y ojos grises, sonrió. Challis le devolvió la sonrisa a su jefe. Le gustaba su trabajo, y le gustaría aún más cuando ella dirigiese la emisora.

      Capítulo 2

      NO HAY una palabra para esto? –le preguntó Challis a Serle Orchard–. Ya sabes, para cuando ves a una persona por primera vez y luego no paras de encontrarte con ella. El otro día conocí a Richard Dovale y ahí está de nuevo. Me preguntó qué estará haciendo aquí. La mujer que lo acompaña me resulta vagamente familiar.

      Era sábado por la noche y Challis había aceptado una invitación a la fiesta de una productora musical. Serle trabajaba para la competencia, de modo que se alegró de poder acompañar a Challis, para espiar.

      Richard lucía un traje. Su compañera era de una belleza clásica, iba de negro, el tipo de mujer que le pegaba, decidió Challis.

      –Es Julia Keverne –dijo Serle tras localizar a la pareja–. La familia tiene una mina de oro y ella es la hija, la heredera creo.

      –Diamantes y oro, qué apropiado –Challis rió–. Puede que sea una de esas parejas en las que los dos se necesitan; como son tan distinguidos, no podrían relacionarse con nadie más.

      –Tal vez –repuso Serle–. Creo que ya sé qué hacen aquí: me parece que la familia de ella ha aportado una buena suma de dinero para promocionar a un grupo de esta compañía.

      –Un gesto filantrópico –comentó Challis de buen grado.

      Pero Serle no parecía tener la más mínima simpatía por la pareja, que en esos momentos hablaba con un poeta famoso. Challis suspiró. Llevaba dos meses saliendo con él y empezaba a darse cuenta de lo gruñón que era… aparte de resentido y codicioso. Al principio se había sentido halagada por los piropos que Serle le había dedicado, ¿pero era eso todo lo que la atraía? En tal caso, quizá fuera hora de replantearse aquella relación.

      Además, ni siquiera le parecía ya tan atractivo. Challis buscó a Richard Dovale con la mirada: él sí que era atractivo. Incluso a pesar de la distancia que los separaba, notó un cosquilleo en el estómago al ver a aquel hombre tan sensual… ¡Ojalá pudiera encontrar a alguien así que perteneciese a su mundo!

      No era que necesitara a un hombre en su vida, pero siempre era agradable tener un compañero, y empezaba a cansarse de Serle.

      Sin embargo, don Diamantes Dovale sería un error todavía mayor, pues era un hombre muy serio, responsable en gran medida de la economía del país, ya que su empresa minera

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