Principio de incertidumbre. Cecilia Magaña

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Principio de incertidumbre - Cecilia Magaña

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ventana de cristal granulado. Busca la llave en los bolsillos de su saco. Abre y extiende la mano, indicándome que pase. Una mesa, tres sillas de plástico naranja y un archivero. Papeles pegados a la pared con chinchetas. Imágenes de tecolotes. Él se sienta frente a mí, detrás del escritorio. Busca algo en los cajones sin dejar de hablar.) Gilberto tenía que probar que era brillante. Tanto como el padre. Pero no iba a competir con él en medicina. El viejo era inalcanzable. (Revuelve papeles.) Perfectamente comprensible, aunque era evidente desde el principio que Gilberto Camarena no tenía en absoluto el perfil necesario para la carrera de Física. (Pone sobre la mesa un folder. Sigue buscando. Lo imito, hurgando mi bolsa en busca de mi libreta) Así que no me extrañó que desertara al tercer año. Lo sorprendente fue que durara hasta entonces. Tengo entendido que terminó Psicología, una tangente de la profesión del padre. Dejó que la espada cayera sobre su nuca y aceptó los contactos paternos, a quien jamás iba a alcanzar. Le fue bien. Escribe libros, creo. Libros sobre superación personal que se venden igual de bien que los de teorías de conspiración sobre el caso Colosio. (Hace otra vez ese gesto de puchero, frunciendo el mentón: debe haber encontrado lo que buscaba. Yo abrazo suavemente mi libreta hasta que él me extiende una fotografía de colores opacos) Ulises no sale. No le gustaban las fotos. (Es verdad, a Ulises no le gustaba salir en las fotos. Pero ahí estaba de alguna forma, detrás de la cámara, en lo que parecía ser la facultad de ciencias. Un pasillo con paredes de concreto y puertas de metal por un lado, el barandal gris y la luz del sol del otro lado, iluminando la escena que capturó la lente por la que miraba mi hermano. Ulises seguramente sonriendo un poco encorvado, incapaz de dar direcciones mientras los demás se acomodaban en aquel pasillo. Halina Lorska con unos diez kilos menos y unos lentes enormes, apretándose por detrás de todos para caber en el cuadro. José Guadalupe Guerra al frente e hinchado para dejar ver a los demás, la cabeza cubierta con una boina al estilo del Che Guevara, lanzando el humo del cigarro hacia arriba. Aceves detrás de él, inexpresivo y casi estoico ante la estela de humo que se arremolina por encima de su cabello, seguramente tieso de gel. Nancy Herrera al centro con una sonrisa demasiado amplia, su cuerpo pegado a un atlético Gilberto Camarena que también sonríe y abraza a una muchacha que se cubre la cara con las manos. Casi está fuera del cuadro, o lo estaría si no fuera porque Gilberto la sujeta. Una chica muy delgada de cabello rojo y rizos agitados, como si se estuviera moviendo. ¿Quién es ella?, pregunto. Aunque conozco la respuesta.)

       3

      Raúl se puso el trapo de cocina sobre el hombro y apoyó las manos en la barra. Uno de los platos pendientes por lavar debió resbalarse con el jabón y golpear otra cosa dentro del fregadero. El sonido hizo brincar a Marta. Raúl no se movió.

      —Yo creo que hay muchas cosas que no te hubieras imaginado de tu hermano.

      Los dedos sujetaron la base del banco donde estaba sentada. Encorvó la espalda antes de ponerse de pie, despacio. La luz que entraba por la ventana alargó su sombra, que parecía quebrarse sobre la mesita del teléfono. Estaba atardeciendo. En la radio, eternamente prendida en el departamento de Raúl, la locutora anunció una pieza de Mahler. La llave del fregadero goteaba.

      —Pero lo que te estás imaginando es imposible, Marta.

      —Tú no sabes lo que me estoy imaginando.

      —Entonces explícame.

      Ella pasó junto a él sin mirarlo. Apretó la llave. La gota volvió a caer, más despacio. Una, dos, tres veces. No más.

      —Juguemos a que yo soy Gilberto y me explicas. Explícame.

      Seguía con la mano en la llave. En la tarja solo había cubiertos. Él le dio un último trago a su copa de vino y fue a sentarse a la mesa.

      —Soy Gilberto, ven y habla conmigo.

      —¿Me vas a dar permiso de fumar?

      —Si te inventas un cenicero.

      Ella hizo un cuenco con la mano. Raúl movió la cabeza y puso la copa vacía frente a ella. Le pidió que lo esperara y fue a abrir la puerta del balcón.

      —Vas a decirle que le dejó los diarios a él…—Raúl con el trapo de cocina todavía sobre el hombro y los brazos cruzados. — ¿Y esperas que se encierre en el cuarto de Ulises a leer?

      —No voy a dejar que se lleve nada.

      Raúl puso las manos sobre la mesa que escogieron juntos. A la que hubieran podido sentarse para hacer planes: los hijos, los trámites para que Marta consiguiera una beca, la cuenta del gas y la lista de la despensa. Raúl suspiró. Los dedos tamborileando ligeramente sobre el sauce de la mesa que sólo cuando Marta se quedaba a dormir, compartía con ella. En la radio sonaba la pieza un soundtrack que no era momento de jugar a reconocer. ¿El piano, tal vez?

      —Quiero que me diga la verdad.

      —O que Sofía concibió un hijo de tu hermano.

      Marta movió la silla hacia atrás, lista para ponerse de pie. Raúl extendió el brazo para tomarla de la muñeca.

      —Marta, de verdad quiero entender. Pero tengo la sensación de que todo lo que estás haciendo es culpar a este hombre por la muerte de tu hermano… — la sujetó más fuerte, sabiendo que ella iba a tratar de desprenderse. Intentando que su voz sonara suave, acolchonada, como los soportes que sus pacientes de terapia física usaban para apoyarse. — Nadie ha sido responsable. Nadie más que Ulises.

      —Dijiste que querías entender.

      —Quiero entender, Marta, pero…

      —No has leído nada.

      Se había soltado y lo miraba desde el otro lado de la mesa. La luz de la tarde iluminándole sólo media cara en una expresión que a Raúl le recordó el berrinche de una niña que no había llorado en la Cruz Verde, después de identificar el cuerpo de su hermano, ni en el velorio o el funeral, cuando parecía estar más ocupada buscando algo entre los rostros de los presentes, esperando a que llegara alguien; incapaz de soltar una lágrima cuando visitó a su propia madre en el asilo para darle la noticia: Ulises murió, mamá. La madre con una expresión confusa, sorprendida pero no por la noticia, sino por ella, la niña que le dijo más de una vez: Soy Marta.

      —Léeme lo que le vas a dar a él… ¿es lo que traes en la bolsa?

      Ella asintió, todavía tensa.

      —Déjame ir por ella, Marta.

      —No.

      Marta fue hacia la sala. Había dejado la bolsa de tela sobre un sillón. Raúl la había visto cargarla a todos lados por más de dos semanas. Encendió la lámpara y puso el trapo de cocina en su lugar, dándole tiempo, dejándola sacar uno a uno los cuadernos viejos, las hojas sueltas. Tan delgada, que viéndola de espaldas alcanzaba a distinguir sus omóplatos moviéndose bajo la blusa.

      —Voy a abrir otra botella.

      —Pero no bebas aquí, no quiero que ensucies nada— acomodando todo en un orden que seguramente había pensado y repensado, un cuaderno hasta arriba, aquél de lado, unas hojas hasta abajo, todo al fin sobre la mesa.

      Raúl descorchó la botella y sirvió dos vasos hasta la mitad. Buscó una charola para llevarlos al único extremo libre.

      —Prometo no moverlos de aquí — dijo y señaló la superficie en la que se quedaría cualquier líquido, en caso de derramarse. Marta seguía de pie. — ¿No vas

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