Amigo o marido. Kim Lawrence
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Intentando no pensar en las consecuencias para su tapicería de cuero, Rafe colocó al viejo chucho en el asiento de atrás. Se sentó otra vez detrás del volante y se dirigió hacia la pintoresca casita que Tess Trelawny había heredado de su abuela, la anciana Agnes Trelawny, hacía cuatro años.
Aunque se sorprendió al ver las luces encendidas, Rafe no habría dudado en despertar a Tess en caso contrario. De hecho, se alegraba de tener una razón legítima para gritarle a alguien… ¡porque aquella noche quería gritar! Y con Tess no tenía que preocuparse por la sensibilidad femenina; era dura de pelar y muy capaz de defenderse sola. Cuanto más lo pensaba, más feliz se sentía de dar aquel obligado rodeo.
Con el perro húmedo y maloliente en los brazos, dio un puntapié beligerante a la puerta de la cocina, que se abrió con una serie de chirridos de película de terror.
–Tienes que engrasar la puerta –anunció mientras traspasaba el umbral iluminado. No fue solo la luz brillante lo que le hizo parpadear y echarse atrás, estupefacto, sino el desorden que reinaba en la habitación. Por alguna razón, el contenido de todos los armarios estaba repartido en montones desordenados por toda la cocina–. ¡Dios mío! –exclamó, y dio voz a la primera posibilidad que se le pasó por la cabeza–. ¿Te han desvalijado la casa?
La figura menuda, vestida con un camisón de algodón y unos guantes de goma amarillos, una indumentaria que distaba de ser la creación de un modisto, hizo caso omiso de la pregunta. Tess, que estaba en cuclillas delante de uno de los armarios vacíos, se incorporó y avanzó con expresión angustiada.
–¡Baggins! –chilló–. ¿Qué le has hecho? –preguntó con indignación a Rafe.
–¿Por qué no has cerrado la puerta con llave? –inquirió él con un ceño reprobador–. ¡Podría haber entrado cualquiera!
Tess lanzó a su visitante una mirada furibunda antes de volver a prestar atención al animal.
–Pero fuiste tú el que entró. ¡Qué suerte tengo! –exclamó con sarcasmo.
–¡Suéltalo! –le ordenó Rafe con severidad cuando ella intentó tomar en brazos al animal–. Pesa demasiado para ti. Además, puede andar solo –para demostrarlo, dejó al perro en el suelo–. Pero no quería arriesgarme a que se fuera otra vez de paseo y matara a un pobre motorista desprevenido –declaró, y cerró la puerta con firmeza.
–¡Vaya! –la angustia de Tess se redujo un poco cuando Baggins empezó a comportarse como el cachorro que ya no era–. Arreglé la valla, pero ha aprendido a escarbar y salir por debajo. Imagino que lo golpearías con ese llamativo coche tuyo –Tess frunció los labios en señal de desaprobación.
–Solo lo rocé.
Rafe advirtió que Tess estaba descalza. Como el resto de su cuerpo, sus pies eran menudos, y aunque era delgada, distaba de ser un palillo. Su esbeltez no era angulosa, sino sinuosa, suave y atractiva… por todas partes.
Aquella postdata mental lo tomó desprevenido, y una vez formulado el pensamiento, le pareció natural especular sobre lo que se escondía bajo aquel exiguo camisón. Carraspeó y logró controlar sus pensamientos carnales. No era pensar en el sexo lo que lo molestaba, sino pensar en el sexo y en Tess simultáneamente.
–Ahórrate los detalles sobre tus veloces reflejos… por favor.
Rafe, que estaba sudando tinta para controlar otro tipo de reflejos, desplegó una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes blancos y perfectos.
–Tomo nota de tu gratitud por mi sacrificio.
–¿Qué sacrificio?
–Un faro roto y, sí, gracias por preocuparte, salí indemne –una vez controlado el nivel de testosterona, Rafe comprobó con inmenso alivio que podía mirarla a los ojos y ver a Tess, su amiga, y no a Tess, una mujer. Era sabido por todos que el rechazo podía incitar a un hombre a hacer y pensar tonterías.
–Eso ya lo veo.
–¿Por qué tengo la impresión de que habrías preferido verme con un brazo roto? –reflexionó Rafe con ironía–. Si esta es la clase de bienvenida que das a tus invitados, dudo que tengas alguno.
–Ojalá no los tuviera –le espetó Tess.
–Antes de que me lances más piedras, encanto, intenta recordar que este cuerpo fuerte y masculino encierra un alma sensible –tomó la mano de Tess y la plantó con ademán enérgico sobre su pecho–. ¿Lo ves? Soy de carne y hueso.
Tess no halló indicio alguno de un alma, pero sí pudo percibir el calor corporal de Rafe y los latidos lentos y regulares de su corazón. Contempló sus propios dedos extendidos sobre la camisa durante lo que pareció una eternidad: era una experiencia extraña e inquietante estar allí en pie, así. Sintiéndose un tanto mareada, incluso confundida, alzó la mirada… pero el rostro de Rafe se tornó borroso.
Rafe contempló aquellos ojos grandes y luminosos y se apresuró a soltarle la muñeca. La mano de Tess cayó, sin vida, a un costado de su menudo cuerpo. Rafe carraspeó.
–Y, por si no lo sabías, hay una gran diferencia entre llamativo y elegante.
–No es más que uno más de tus juguetes –«debería haber comido algo», pensó Tess, mientras se llevaba la mano con preocupación a la cabeza, medio mareada.
–Si insultas a mi coche, me insultas a mí.
Tess exhaló un suspiro de alivio y sonrió. El rostro de Rafe ya no aparecía borroso.
–Preferiría insultarte a ti.
–Creía que ya lo hacías.
Tess se encogió de hombros… Rafe se estaba tomando bastante bien su impertinencia, lo cual intensificaba su culpabilidad. Sabía perfectamente que a quien quería gritar era a Chloe, solo que su sobrina no estaba allí y Rafe sí. Menos mal que él tenía las espaldas anchas… muy anchas, pensó, y deslizó una rápida mirada a aquellos hombros sólidos y poderosos.
–Bueno, parece que Baggins no te guarda rencor –reconoció. La exhibición de alegría juvenil estaba destinada a Rafe, no a ella–. Eres muy malo –lo regañó con afecto.
Rafe no cometió el error de creer que la regañina amorosa iba dirigida a él.
–Siempre has hecho gala de un concepto muy original de la disciplina, Tess –observó con ironía.
Tess chasqueó la lengua.
–Al menos, no soy un matón, como tú –replicó–. Anoche vi cómo tratabas a ese pobre hombre.
–Creía que no tenías televisor… para estar a tono con tu estilo de vida ecológica a base de lentejas y arroz integral.
La burla la sacó de sus casillas. ¿Cómo se atrevía a despreciarla de aquella manera? Era evidente que