Amigos del alma. Teresa Southwick

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Amigos del alma - Teresa Southwick Bianca

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testaruda de su cara, no iba a ser tarea sencilla.

      –¿Y qué pasará con tu librería si no vuelves a casa? Ahora vas a necesitar el dinero más que nunca.

      –Ya lo sé. No voy a abandonar la librería –replicó Rosie–. Había previsto tomarme dos semanas para el viaje de novios. Jackie se ocupará de todo hasta entonces.

      –¿Qué vas a hacer?

      –Estar a solas para aclararme las ideas.

      –Tu madre podría ayudarte.

      –Si estuviera con mi madre, no estaría sola –repuso Rosie–. Además, no necesito ayuda. Soy una mujer adulta.

      No hacía falta que lo jurara. Steve había tratado de no fijarse en ella en muchas ocasiones, pero las curvas de su cuerpo y su increíble feminidad se lo impedían.

      –Todos necesitamos ayuda de vez en cuando –argumentó él.

      –¿Incluso tú? –lo desafió.

      –Incluyo yo –contestó sin vacilar, aunque lo cierto era que él nunca necesitaba nada de nadie. Y, en todo caso, la única persona a la que acudiría sería Nick Marchetti.

      Nada valoraba más que la amistad de Nick, el cual había estado a su lado cuando él no tenía un centavo. No se podía poner precio a un amigo así. Lo conocía bien… y sabía que se iba a tomar fatal el embarazo de su hermana.

      Se arrepintió de no haberle revelado a Rosie la información que había descubierto sobre Wayne nada más investigarlo, al principio de aquella relación. Había supuesto que Rosie acabaría cansándose de él con el tiempo; hasta Nick le había dicho que ella no lo aguantaría mucho…

      Pero al menos no se arrepentía de haberlo sobornado. Estaba seguro de que había hecho lo correcto… lo que no cambiaba el hecho de que Rosie estaba embarazada y sin marido. Y, en parte, se sentía culpable de dicha situación.

      –Rosie, tienes que contárselo a tu madre –insistió Steve de nuevo.

      –No pienso hacerlo –se negó con testarudez.

      –Más tarde o más temprano tendrá que enterarse. Y tu padre también.

      –Pues será más tarde –sentenció Rosie.

      –Sé razonable.

      –Muy bien, ¿qué te parece esto? Me voy a ir de luna de miel. Cuando vuelva a casa, les diré que Wayne está en un viaje de negocios… del que nunca volverá.

      –Tu madre sabe que lo he sobornado.

      –Cierto –Rosie comenzó a pasear en círculo–. Podrías apoyarme cuando le dijera que no aceptó el dinero.

      –Tu madre se preguntaría por qué había sido cobrado el cheque.

      –Sí… –se puso un dedo sobre los labios y siguió paseando, sumida en sus pensamientos.

      –Vamos, Rosie. ¿Nunca te han dicho que la sinceridad es la mejor estrategia?

      –Quienquiera que dijese eso seguro que no tenía que enfrentarse a Florence y Tom Marchetti para decirles que estaba embarazada y sin marido.

      –No será tan horrible. Confía en ellos.

      –Tú no sabes cómo se van a poner.

      –No, supongo que no lo sé –aceptó. Él no sabía lo que era hacer frente a unos padres, no–. Yo sólo tenía que rendir cuentas al director de mi orfanato.

      –Perdona, Steve, yo no quería… –se disculpó Rosie–. Lo siento, de verdad.

      –No pasa nada –se encogió de hombros.

      –Es que voy a tener que mirarlos a los ojos y ver sus caras. No soportaré que me lancen La Mirada.

      –Ellos te quieren.

      –Ya lo sé. Eso lo empeora todo. La Mirada sólo funciona cuando viene de la gente a la que se quiere.

      –No puede ser tan espantoso.

      –Preferiría pasarme un mes a pan y agua. La Mirada es el peor castigo.

      –Bueno, ¿pero de qué mirada hablas?

      –La de la decepción –Rosie suspiró–. Los voy a decepcionar, Steve. No podría haber hecho algo peor. Sus amigos, cuyos hijos e hijas les han dado nietos legítimos, sabrán que Rosie Marchetti la ha fastidiado. Mis padres se culparán, tratarán de descubrir en qué se equivocaron conmigo. Dirán que deberían haber sido más estrictos.

      –Estás sacando las cosas de quicio.

      –No, eso es lo que veré en sus caras. Su hija, su brillante hija, está embarazada y no tiene marido. ¿Cómo puedo decirles eso? –dijo con la voz quebrada. Se llevó una mano a la cara y se dio media vuelta.

      Steve pensó que había llegado el momento del llanto.

      –Rosie, no…

      –Estoy bien –se adelantó ella, atragantada de la emoción.

      –Llorar no servirá de nada –dijo Steve.

      –Ya lo sé. No… no puedo evitarlo… –balbuceó entre dos sollozos contenidos.

      Steve se acercó a Rosie, posó las manos sobre sus brazos y la giró hacia él. La notó reticente a aceptar el consuelo que le estaba ofreciendo; entonces se le cubrieron los ojos de llanto, se tapó la cara con las manos y se apoyó contra él.

      Sentir su suave cuerpo entre los brazos le gustó más de lo que jamás había imaginado. Luego, se recordó que Rosie era como una hermana para él y que no tenía derecho a advertir la presión de sus pechos contra su torso. ¿Cuánto tiempo soportaría tenerla entre sus brazos sin hacer nada más?

      Lo que fuera necesario, se dijo apretando los dientes. Rosie necesitaba a alguien y el destino lo había convocado para ayudarla.

      Pero no pudo evitar deslizar una mano arriba y abajo sobre su espalda y fue incapaz de no apretarle la mejilla contra su pecho. Le pareció natural abrazarla con fuerza para darle seguridad… Suspiró estremecido y la soltó. Ella sólo necesitaba un hombro; era la hermana de su mejor amigo.

      –Te perdonarán –le dijo cuando ya sólo quedaban los hipidos del llanto.

      –Lo sé.

      –Te quieren mucho.

      –Y yo a ellos.

      –Seguro que les gustaría ayudarte a pasar esto, Rosie.

      –Claro que les gustaría. Pero La Mirada siempre estará en sus ojos. Haría cualquier cosa, cualquiera, por ahorrarles este bochorno.

      –¿Cualquier cosa?

      –Menos matar, lo que sea –respondió Rosie–. Pero no hay

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