Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

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Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka biblioteca iberica

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aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño, aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio.

      R

      Es toda una mujercita; aunque muy delgada, suele además usar un corsé ajustado; la veo siempre con el mismo vestido gris amarillento, algo así como el color de la madera, adornado discretamente con borlas en forma de botón, de igual color; siempre sale sin sombrero, el rubio cabello opaco y lacio es ordenado, pero también muy suelto. Aunque está encorsetada se mueve con agilidad, y a veces exagera esa facilidad de movimiento; le gusta llevarse las manos a la cintura y girar el torso hacia uno u otro lado, con asombrosa rapidez. Apenas puedo dar una ligera idea de la impresión que me causa su mano, si digo que jamás he visto una cuyos dedos estén tan agudamente diferenciados entre sí como la suya; y sin embargo no presenta ninguna peculiaridad anatómica, es completamente normal.

      Ahora bien, esta mujercita está muy descontenta conmigo, siempre tiene algo que objetarme, siempre cometo toda clase de injusticias con ella, cada paso mío la irrita; si la vida pudiera cortarse en trozos infinitesimales y cada pedacito pudiera ser juzgado, estoy seguro de que cada partícula de mi vida sería para ella motivo de disgusto. A menudo he pensado en eso: ¿por qué la irrito tanto? Podría ser que todo en mí ofendiera su sentido de la belleza, su idea de la justicia, sus costumbres, sus tradiciones, sus esperanzas; hay naturalezas humanas muy incompatibles, pero ¿por qué se preocupa tanto por eso? No hay en verdad ninguna relación entre nosotros que la obligue a soportarme. Debería decidirse a considerarme un perfecto desconocido, lo que en realidad soy, teniendo en cuenta que semejante decisión no me molestaría, más bien se la agradecería mucho, sólo debería decidirse a olvidar mi existencia, una existencia que nunca quise obligarla a soportar, y jamás querré; y evidentemente, todos sus tormentos terminarían. Hago total abstracción de mis sentimientos y no tengo en cuenta que su actitud también es para mí, naturalmente, muy dolorosa, y no lo tengo en cuenta porque reconozco perfectamente que mis molestias no son nada al lado de sus sufrimientos. De todos modos, siempre he sabido que esos sufrimientos no son causados por el afecto; no le interesa en absoluto mejorarme, y además todo lo que en mí le desagrada es justamente lo que menos puede impedirme mejorar. Pero tampoco le importa que yo progrese, solamente le importan sus intereses personales, que consisten en vengarse de los sufrimientos que le provoco, e impedir los sufrimientos con que pueda volver a amenazarla. Ya una vez intenté indicarle la mejor manera de poner fin a este resentimiento perpetuo, pero sólo logré suscitar en ella tal arrebato de furor, que nunca más repetiré esa tentativa.

      Además, esto representa para mí, si así puedo decirlo, cierta responsabilidad, porque por menos intimidad que haya entre la mujercita y yo, y por más evidente que sea que la única relación existente es la irritación que le produzco, o más bien la irritación que ella permite que yo le produzca, no por eso puedo sentirme indiferente ante los visibles perjuicios físicos que le produce. De vez en cuando, y estos últimos tiempos más a menudo, me llegan informes de que esa mañana amaneció pálida, insomne, con dolor de cabeza y casi incapacitada para el trabajo; esto hace que sus familiares se pregunten perplejos cuál será el origen de esos estados, y hasta ahora no lo han descubierto. Sólo yo lo sé, es la antigua y siempre renovada irritación. Claro que no comparto totalmente las preocupaciones de sus familiares; ella es fuerte y resistente; quien puede enojarse hasta ese punto, puede con seguridad también pasar por alto las consecuencias del enojo; hasta tengo la sospecha de que ella —por lo menos a veces— simula sufrimientos para dirigir hacia mí las sospechas de la gente. Es demasiado orgullosa para decir abiertamente cómo sufre por culpa de mi simple existencia; recurrir a los demás contra mí le parecería rebajarse a sí misma; sólo la repugnancia, una incesante repugnancia que no deja de impelerla, consigue que se ocupe de mí; discutir abiertamente algo tan impuro le parecería demasiada vergüenza. Pero también es demasiado para ella callar constantemente algo que la oprime sin cesar. Por eso prefiere, con astucia femenina, un término medio: callar, y sólo mediante las apariencias exteriores de un sufrimiento oculto, llamar la atención pública sobre el asunto. Tal vez espere, posiblemente, que en cuanto la atención pública fije en mí todas sus miradas, se concrete un rencor general y público, y con todos sus vastos poderes éste consiga condenarme definitivamente, con mucho más vigor y rapidez que sus relativamente débiles rencores privados, entonces se retiraría de la escena, respiraría con alivio y me volvería la espalda. Ahora bien, si estas son realmente sus esperanzas, se engaña. La opinión pública no la sustituirá en su papel; la opinión pública nunca encontraría en mí tantos motivos de reproche, aunque me estudiara a través de su lupa de mayor aumento. No soy un hombre tan inútil como ella cree; no quiero exagerar mis méritos, y mucho menos cuando se trata de este asunto; pero si no llamo la atención por mis condiciones extraordinarias, tampoco la llamo por mi falta de condiciones; sólo para ella, para sus ojos llameantes y casi lívidos de ira, soy así; no podrá convencer a nadie más. Por lo tanto, ¿puedo sentirme por completo tranquilo en lo que a esto respecta? No, tampoco; porque cuando sea realmente de conocimiento público que mi comportamiento está provocando positivamente su enfermedad, y algún observador, por ejemplo mis más activos informadores, estén a punto de advertirlo, o por lo menos adopten la actitud de advertirlo, y la gente venga a preguntarme por qué hago sufrir a esta pobre mujercita con mis acciones incorregibles, o si tengo la intención de llevarla a la tumba, y cuándo llegará el momento de mostrarme más sensato y de demostrar suficiente compasión para poner fin a todo eso; cuando la gente me haga esta pregunta, me costará bastante responder. ¿Confesaré francamente que no creo en sus síntomas de enfermedad, lo que producirá la desagradable impresión de que para librarme de mi culpa culpo a otro, y justamente de una manera tan poco galante? ¿Y cómo podría decir abiertamente que yo, aun cuando creyera que ella está realmente enferma, no siento un poco de compasión, que la mujer en cuestión es para mí una perfecta desconocida, y que la relación que existe entre nosotros es pura invención de su parte y totalmente inexistente? No digo que no me creerían; más bien ni una cosa ni la otra; no se tomarían el trabajo de dudar; simplemente, se tomaría nota de la respuesta relativa a una mujer débil y enferma, y esto no me haría mucho honor. Tanto con ésta como con cualquier otra respuesta, chocaría inevitablemente con la incapacidad de la gente de impedir, en un caso como éste, la sospecha de una relación amorosa, aunque es más evidente que la luz del día que semejante relación no existe, y que si existiera, se originaría más bien en mí y no en ella, ya que realmente yo sería muy capaz de admirar en esta mujercita la potente rapidez de sus juicios y la infatigabilidad de sus conclusiones, cuando esas mismas cualidades no estuvieran al servicio constante de mi tormento. Pero en todo caso, ella no muestra el menor deseo de llegar a una relación amistosa; en eso es honrada y veraz; en eso reside mi última esperanza; sería imposible que la conveniencia de su plan de campaña la llevara a hacerme creer en una relación de ese tipo, olvidándose de sí misma hasta el punto de cometer una acción semejante. Pero la opinión pública, absolutamente incapaz de sutilezas, seguirá siempre pensando lo mismo en este sentido, y siempre se decidirá en mi contra.

      Por lo tanto, lo único que me resta es cambiar a tiempo, antes que intervengan los demás, lo suficiente no para anular el rencor de la mujercita, que es inconcebible, sino por lo menos para dulcificarlo. Y en efecto, muchas veces me he preguntado si me agrada tanto mi estado actual que ya no quiero modificarlo, y si no sería posible provocar en mí algunos cambios, no porque me parecieran necesarios, sino simplemente para calmar a la mujercita. Y he tratado honradamente de hacerlo, no sin fatigas ni problemas; hasta me hacía bien, casi me divertía; logré ciertas modificaciones visibles desde muy lejos, no necesitaba llamar la atención de la mujercita sobre ellas, ya que se da cuenta de esas cosas antes que yo, puede percibir por la expresión de mi cara las intenciones de mi mente; pero no logré ningún éxito. ¿Cómo hubiera podido lograrlo? Su disconformidad conmigo es, como bien lo comprendo ahora, fundamental; nada puede hacerla desaparecer, ni siquiera mi propia desaparición; su furor ante la noticia de mi suicidio sería posiblemente inmenso.

      Ahora bien, no puedo imaginarme

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