Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

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Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka biblioteca iberica

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el ayuno, que en los primeros tiempos era cuidadosamente mudada todos los días, hacía ya mucho tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas semanas este pequeño trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de este modo, cierto que el ayunador continuó ayunando, como siempre había anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en otro tiempo lo había anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba; nadie, ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno llevaba alcanzados, y su corazón sé llenaba de melancolía. Y así, cierta vez, durante aquel tiempo, en que un ocioso se detuvo ante su jaula y se rió del viejo número de días consignado en la tablilla, pareciéndole imposible, y habló de engañifa y de estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieron inventar la indiferencia y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba: él trabajaba honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus merecimientos.

      R

      Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo su fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador.

      —¿Ayunas todavía? —preguntole el inspector—. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?

      —Perdónenme todos —musitó el ayunador, pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja.

      —Sin duda —dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al personal el estado mental del ayunador—, todos te perdonamos.

      —Había deseado toda la vida que admiraran mi resistencia al hambre —dijo el ayunador.

      —Y la admiramos —repúsole el inspector.

      —Pero no deberían admirarla —dijo el ayunador.

      —Bueno, pues entonces no la admiraremos —dijo el inspector—; pero ¿por qué no debemos admirarte?

      —Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo —dijo el ayunador.

      —Eso ya se ve —dijo el inspector—; pero ¿ por qué no puedes evitarlo?

      —Porque —dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso—, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.

      Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.

      —¡Limpien aquí! —ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.

      R

      Josefina es el nombre de nuestra cantora. Quien no la ha oído, no conoce el poder del canto. No hay nadie a quien su canto no arrebate, prueba de su valor, ya que en general nuestra raza no aprecia la música. El silencio es nuestra música preferida; nuestra vida es dura, y aunque intentáramos olvidar las preocupaciones cotidianas no podríamos nunca elevarnos tan por encima de nuestra vida habitual, hacia la música. Pero no nos quejamos mucho; casi ni nos quejamos; consideramos que nuestra máxima virtud es cierta astucia práctica, en verdad sumamente indispensable, y con esa sonriente astucia solemos consolarnos de todo, aun cuando alguna vez sintamos —lo que no ocurre nunca— la nostalgia de felicidad que tal vez la música produce. Sólo Josefina es una excepción; le gusta la música, y además sabe comunicarla; es la única; con su desaparición desaparecerá también la música —quién sabe hasta cuándo— de nuestras vidas.

      Muchas veces me he preguntado qué ocurre realmente con esa música. Carecemos totalmente de sentido musical; ¿cómo comprendemos entonces el canto de Josefina, o más bien, ya que Josefina niega nuestra comprensión, creemos comprenderlo? La respuesta más simple sería que la belleza de su canto es tan grande que ni los más obtusos pueden resistirla; pero esa respuesta es insatisfactoria. Si así fuera realmente, al oír ese canto deberíamos experimentar, ante todo y en todos los casos, la sensación de lo extraordinario, la sensación de que en esa garganta resuena algo no oído antes, y que tampoco somos capaces de oír, y que tal vez Josefina y sólo ella nos capacita para oír. En realidad, no es ésta mi opinión, no siento eso y no he notado que los demás lo sintieran. En círculos íntimos, no titubeamos en confesarnos que, como canto, el de Josefina no es nada extraordinario.

      Para empezar con algo, ¿es canto? A pesar de nuestra carencia de sentido musical, poseemos tradiciones de canto; en la antigüedad, el canto existió entre nosotros; las leyendas lo mencionan, y hasta se conservan canciones, que desde luego ya nadie puede entonar. Por lo tanto, tenemos alguna idea de lo que es el canto, y es evidente que el canto de Josefina no corresponde a esa idea. ¿Es entonces canto? ¿No será quizás un simple chillido? Todos sabemos que el chillido es una aptitud artística de nuestro pueblo, o, mejor que una aptitud, una expresión vital característica. Todos chillamos, pero a nadie se le ocurre que esto sea un arte, chillamos sin darle importancia, hasta sin darnos cuenta, y muchos de nosotros ni siquiera saben que es una de nuestras características. Por lo tanto, si fuera cierto que Josefina no canta, sino chilla, y que tal vez, como creo yo por lo menos, su chillido no sobrepasa los límites de un chillido común —hasta es posible que sus fuerzas ni siquiera alcancen para un chillido común, cuando un simple trabajador de la tierra puede chillar todo el día, mientras trabaja, sin cansarse—; si todo esto fuera cierto, entonces quedarían de inmediato refutadas todas las pretensiones artísticas de Josefina, pero todavía faltaría resolver el misterio de su inmenso encanto.

      Tengamos en cuenta, después de todo, que lo que ella emite es un simple chillido. Si uno se coloca bien lejos y la escucha, o todavía mejor, si para poner a prueba su discernimiento trata de reconocer la voz de Josefina cuando ésta canta en medio de otras voces, sólo distingue, sin lugar a dudas, un vulgar chillido, que en el mejor de los casos apenas se diferencia por su delicadeza o su suavidad. Y sin embargo, si no se está ante ella, ya no se oye un simple chillido; para comprender su arte es necesario no sólo escucharla, sino también contemplarla. Aun cuando sólo fuera nuestro chillido cotidiano, nos encontramos ante todo con la peculiaridad de alguien que se prepara con solemnidad para ejecutar un acto cotidiano. Cascar una nuez no es realmente un arte, y en consecuencia nadie se atrevería a congregar a un auditorio para cascar nueces. Pero si lo hace y logra su propósito, entonces ya no se trata simplemente de cascar nueces. O tal vez se trate simplemente de cascar nueces, pero se descubre que nos hemos despreocupado totalmente de dicho arte porque lo dominábamos demasiado, y este nuevo cascador de nueces nos muestra por primera vez la real esencia del arte, al punto que podría convenirle, para dar un mayor efecto, ser un poco menos hábil en cascar nueces que la mayoría de nosotros.

      Tal vez sucede lo mismo con el canto de Josefina;

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