Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka страница 49

Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka biblioteca iberica

Скачать книгу

como a menudo ocurre, mencionó el chillido popular, tan difundido, y en verdad lo mencionó muy tímidamente, pero para Josefina era más que suficiente. No he visto nunca una sonrisa tan sarcástica y arrogante como la suya en ese momento; ella, que es la personificación de la perfecta delicadeza, y hasta se destaca por eso entre nuestro pueblo, tan rico en finos tipos femeninos, llegó a parecer en ese instante francamente vulgar; pero su gran sensibilidad le permitió advertirlo y se dominó. De todos modos, niega toda relación entre su arte y el chillido. Sólo siente desprecio hacia los que son de opinión contraria, y probablemente un odio inconfesado. Esto no es simple vanidad, porque dichos opositores, entre los que en cierto modo me cuento, no la admiran seguramente menos que la multitud, pero Josefina no se conforma con la simple admiración, quiere ser admirada exactamente como ella prescribe; la mera admiración no le importa. Y cuando uno está frente a ella, la comprende; la oposición sólo es posible desde lejos; cuando uno está frente a ella, sabe: lo que chilla no son chillidos.

      Como chillar es uno de nuestros hábitos inconcientes, podría suponerse que también en el auditorio de Josefina se oyen chillidos; nos encanta su arte, y cuando estamos encantados, chillamos; pero su auditorio no chilla, guarda un silencio ratonil; como si nos volviéramos partícipes del anhelado silencio, del que nuestro chillar nos apartaría, callamos. ¿Nos extasía su canto, o no será más bien el solemne silencio que envuelve su débil vocecita? Sucedió una vez que una tonta criaturita comenzó también a chillar, con toda inocencia, mientras Josefina cantaba. Ahora bien, era exactamente lo mismo que Josefina nos hacía oír; frente a nosotros, sus chillidos cada vez más débiles, a pesar de todos los ensayos, y en medio del público, el chillido infantil e involuntario; hubiera sido imposible señalar una diferencia; y sin embargo silbamos y siseamos de inmediato a la intrusa, aunque en realidad era totalmente innecesario, porque ésta se habría retirado de todos modos arrastrándose de terror y vergüenza, mientras Josefina lanzaba su chillido triunfal y en un completo éxtasis extendía los brazos y estiraba el cuello hasta más no poder.

      Por otra parte, siempre ocurre así, cualquier tontera, cualquier contingencia, cualquier contrariedad, un crujido del suelo, un rechinar de dientes, un defecto de la iluminación le sirven de pretexto para realizar el efecto de su canto; cree cantar sin embargo ante oídos sordos; aprobación y aplauso le sobran, pero no verdadera comprensión, según ella, y hace tiempo que se resignó a la incomprensión. Por eso le agradaban tanto las interrupciones; cualquier circunstancia exterior que se oponga a la pureza de su canto, que pueda ser vencida con poco esfuerzo, o hasta sin esfuerzo, con simplemente afrontarla, puede contribuir a despertar a la multitud, y a enseñarle, si no la comprensión, por lo menos un respeto supersticioso.

      Si así le sirven las pequeñeces, ¡cuánto más los grandes avatares! Nuestra vida es muy inquieta, cada día nos trae nuevas sorpresas, temores, esperanzas y miedos, que el individuo aislado no podría soportar si no contara día y noche, siempre, con el apoyo de sus camaradas; pero aun así sería bastante difícil; muchas veces miles de espaldas tambalean bajo una carga destinada a uno solo. Entonces Josefina considera que ésta es su hora. Se yergue, delicada criatura; su pecho vibra con angustia, como si hubiera concentrado todas sus fuerzas en el canto, como si se hubiera despojado de todo lo que en ella no es directamente necesario al canto, toda fuerza, toda manifestación de vida casi, como si se hubiera desnudado, abandonado, entregado totalmente a la protección de los ángeles guardianes, como si en su total arrobamiento en la música un sólo hálito frío pudiera matarla. Pero justo cuando aparece así los que nos decimos oponentes solemos comentar:

      — Ni siquiera puede chillar; tiene que esforzarse tan horriblemente no para cantar (no hablemos de cantar), sino para obtener algo vagamente parecido al chillido habitual del país.

      Así comentamos, pero esta impresión, como he dicho inevitable, es sin embargo fugaz, y rápidamente desaparece. Pronto, también nosotros nos sumergimos en el sentimiento de la multitud, que en cálida proximidad escucha, conteniendo el aliento.

      Y para reunir en torno a ella esta multitud de gente de nuestro pueblo, un pueblo casi siempre móvil, que corre de un lado para otro por motivos no muy claros, le basta a Josefina generalmente echar la cabecita hacia atrás, entreabrir la boca, volver los ojos hacia lo alto, y adoptar en general la posición que anuncia su intención de cantar. Puede hacer esto donde se le ocurra, no hace falta que sea un lugar visible desde lejos, cualquier rincón escondido y escogido al azar según el capricho del instante, le sirve. La noticia de que va a cantar se difunde de inmediato, y pronto acuden procesiones enteras.

      Claro que a veces surgen inconvenientes, porque Josefina canta con preferencia en tiempos de agitación; múltiples preocupaciones y peligros nos obligan a seguir caminos divergentes, a pesar de la mejor voluntad no podemos reunirnos tan rápidamente como Josefina desearía, y se ve obligada a esperar algún tiempo, sin abandonar su actitud grandilocuente, y sin auditorio suficiente; entonces se pone francamente furiosa, patalea, maldice de manera muy poco casta; hasta llega a morder. Pero ni siquiera semejante conducta perjudica su reputación; en vez de contener sus exageradas pretensiones, todos se esfuerzan por satisfacerlas; se envían mensajeros para convocar más público; se le oculta esta circunstancia; en todos los caminos de los alrededores hay centinelas apostados que hacen señales a los concurrentes para que se apresuren; y continúa hasta reunir un auditorio tolerable. ¿Qué impulsa a la gente a molestarse tanto por Josefina? Problema tan difícil de resolver como el del canto de Josefina, y muy relacionado con él.

      Se podría suprimirlo, e incluirlo totalmente en el segundo problema mencionado, si fuera posible asegurar que por su canto la gente es incondicionalmente adicta a Josefina. Pero no es éste el caso; nuestro pueblo desconoce casi la adhesión incondicional; nuestro pueblo, que ama sobre todo la astucia inocua, el susurro infantil y la charla inocente y superficial, ese pueblo no puede en ningún caso entregarse incondicionalmente, y Josefina lo sabe muy bien, y justamente contra eso combate con todo el vigor de su débil garganta.

      En verdad, no debemos exagerar las consecuencias de estas consideraciones tan generales; el pueblo es adicto a Josefina, pero no lo es en forma incondicional. Por ejemplo, no serían capaces de reírse de ella. Llega a admitir que muchos aspectos de Josefina son risibles; y la risa es de por sí una de nuestras características constantes; a pesar de todas las miserias de nuestra existencia, la risa moderada es en cierto modo nuestra compañera habitual; pero de Josefina no nos reímos. A menudo tengo la impresión de que el pueblo concibe su relación con Josefina como si este ser frágil, indefenso, y en cierto modo notable (según ella notable por su poder lírico), le estuviera confiado y debiera cuidar de ella; el motivo no es claro para nadie, pero el hecho parece indiscutible. Pero nadie se ríe de lo que le han confiado; reírse sería faltar al deber; la máxima maldad de que a veces son capaces los mezquinos al hablar de ella es ésta: “La risa se nos acaba cuando vemos a Josefina.”

      Así cuida el pueblo a Josefina, como un padre cuida a la criatura que le tiende su manecita, no se sabe bien si para pedir o para exigir. Podría pensarse que nuestro pueblo no es capaz de desempeñar esas funciones paternales, pero en realidad, y por lo menos en este caso, las desempeña admirablemente, ningún individuo podría hacer lo que hace la totalidad del pueblo. Desde luego, la diferencia de fuerzas entre el pueblo y el individuo es tan extraordinaria, que basta que atraiga al protegido al calor de su proximidad, para que éste se encuentre suficientemente protegido. Pero nadie se atreve a hablar de esto con Josefina. “Me burlo de vuestra protección”, dice en esos casos. Sí, sí, búrlate, pensamos. Y en realidad, su rebelión no implica nuestra resistencia, más bien es mera puerilidad y gratitud infantil, y el deber de un padre es obviarlas.

      Pero hay algo en las relaciones entre el pueblo y Josefina que es aún más difícil de explicar. Josefina no sólo descree de la protección del pueblo, cree que es ella quien protege al pueblo. Piensa que su canto nos salva en las crisis políticas o económicas, nada menos, y cuando no aleja la desgracia, por lo menos nos da fuerzas para soportarla. No lo dice, ni explícita ni implícitamente, pues en verdad habla poco, calla entre charlatanes, pero lo dice el brillo de sus ojos, y lo proclama su boca cerrada

Скачать книгу