Tres Novelas: Niebla - Abel Sánchez - La tía Tula. Miguel de Unamuno

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Tres Novelas: Niebla - Abel Sánchez - La tía Tula - Miguel de Unamuno biblioteca iberica

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Augusto acercándose a ella y alargándole la mano. Y pensó: «¡Me va a quemar con la suya!»

      Pero no fue así. Una mano blanca y fría, blanca como la nieve y como la nieve fría, tocó su mano. Y sintió Augusto que se derramaba por su ser todo como un fluido de serenidad.

      Sentóse Eugenia.

      –Y este caballero –empezó la pianista.

      «¡Este caballero… este caballero… –pensó Augusto rapidísimamente– este caballero! ¡Llamarme caballero! ¡Esto es de mal agüero!»

      –Este caballero, hija mía, que ha hecho por una feliz casualidad…

      –Sí, la del canario.

      –¡Son misteriosos los caminos de la Providencia –sentenció el anarquista.

      –Este caballero, digo –agregó la tía–, que por una feliz casualidad ha hecho conocimiento con nosotros y resulta ser el hijo de una señora a quien conocí algo y respeté mucho; este caballero, puesto que es amigo ya de casa, ha deseado conocerte, Eugenia.

      –¡Y admirarla! –añadió Augusto.

      –¿Admirarme? –exclamó Eugenia.

      –¡Sí, como pianista!

      –¡Ah, vamos!

      –Conozco, señorita, su gran amor al arte…

      –¿Al arte? ¿A cuál, al de la música?

      –¡Claro está!

      –¡Pues le han engañado a usted, don Augusto!

      «¡Don Augusto! ¡Don Augusto! –pensó este, ¡Don… ! ¡De qué mal agüero es este don! ¡casi tan malo como aquel caballero! » Y luego, en voz alta:

      –¿Es que no le gusta la música?

      –Ni pizca, se lo aseguro.

      «Liduvina tiene razón –pensó Augusto–; esta, después que se case, y si el marido la puede mantener, no vuelve a teclear un piano.»

      Y luego, en voz alta:

      –Como es voz pública que es usted una excelente profesora…

      –Procuro cumplir lo mejor posible con mi deber profesional, y ya que tengo que ganarme la vida…

      –Eso de tener que ganarte la vida… –empezó a decir don Fermín.

      –Bueno, basta –interrumpió la tía–; ya el señor don Augusto está informado de todo…

      –¿De todo? ¿De qué? –preguntó con aspereza y con un ligerísimo ademán de ir a levantarse Eugenia.

      –Sí, de lo de la hipoteca…

      –¿Cómo? ––exclamó la sobrina poniéndose en pie–. Pero ¿qué es esto, qué significa todo esto, a qué viene esta visita?

      –Ya te he dicho, sobrina, que este señor deseaba conocerte… Y no te alteres así…

      –Pero es que hay cosas…

      –Dispense a su señora tía, señorita –suplicó también Augusto poniéndose a su vez en pie, y lo mismo hicieron los tíos–; pero no ha sido otra cosa… Y en cuanto a eso de la hipoteca y a su abnegación de usted y amor al trabajo, yo nada he hecho para arrancar de su señora tía tan interesantes noticias; yo…

      –Sí, usted se ha limitado a traer el canario unos días después de haberme dirigido una carta…

      –En efecto, no lo niego.

      –Pues bien, caballero, la contestación a esa carta se la daré cuando mejor me plazca y sin que nadie me cohiba a ello. Y ahora vale más que me retire.

      –¡Bien, muy bien! ––exclamó don Fermín–. ¡Esto es entereza y libertad! ¡Esta es la mujer del porvenir! ¡Mujeres así hay que ganarlas a puño, amigo Pérez, a puño!

      –¡Señorita… ! –suplicó Augusto acercándose a ella.

      –Tiene usted razón –dijo Eugenia, y le dio para despedida la mano, tan blanca y tan fría como antes y como la nieve.

      Al dar la espalda para salir y desaparecer así los ojos aquellos, fuentes de misteriosa luz espiritual, sintió Augusto que la ola de fuego le recorría el cuerpo, el corazón le martillaba el pecho y parecía querer estallarle la cabeza.

      –¿Se siente usted malo? –le preguntó don Fermín.

      –¡Qué chiquilla, Dios mío, qué chiquilla! –exclamaba doña Ermelinda.

      –¡Admirable!, ¡majestuosa!, ¡heroica! ¡Una mujerl, ¡toda una mujer! –decía Augusto.

      –Así creo yo –añadió el tío.

      –Perdone, señor don Augusto –repetíale la tía–, perdone; esta chiquilla es un pequeño erizo; ¡quién lo había de pensar!…

      –Pero ¡si estoy encantado, señora, encantado! ¡Si esta recia independencia de carácter, a mí, que no le tengo, es lo que más me entusiasma!; ¡si es esta, esta, esta y no otra la mujer que yo necesito!

      –¡Sí, señor Pérez, sí –declamó el anarquista–; esta es la mujer del porvenir!

      –¿Y yo? –arguyó doña Ermelinda.

      –¡Tú, la del pasado! ¡Esta es, digo, la mujer del porvenir! ¡Claro, no en balde me ha estado oyendo disertar un día y otro sobre la sociedad futura y la mujer del porvenir; no en balde le he inculcado las emancipadoras doctrinas del anarquismo… sin bombas!

      –¡Pues yo creo –dijo de mal humor la tía– que esta chicuela es capaz hasta de tirar bombas!

      –Y aunque así fuera… –insinuó Augusto.

      –¡Eso no!, ¡eso no! –dijo el tío.

      –Y ¿qué más da?

      –¡Don Augusto! ¡Don Augusto!

      –Yo creo –añadió la tía– que no por esto que acaba de pasar debe usted ceder en sus pretensiones…

      –¡Claro que no! Así tiene más mérito.

      –¡A la conquista, pues! Y ya sabe usted que nos tiene de su parte y que puede venir a esta su casa cuantas veces guste, y quiéralo o no Eugenia.

      –Pero, mujer, ¡si ella no ha manifestado que le disgusten las venidas acá de don Augusto!… ¡Hay que ganarla a puño, amigo, a puño! Ya irá usted conociéndola y verá de qué temple es. Esto es toda una mujer, don Augusto, y hay que ganarla a puño, a puño. ¿No quería usted conocerla?

      –Sí, pero…

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