Antifaz negro. Osvaldo D. Vena

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Antifaz negro - Osvaldo D. Vena Teo-Ficciones

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club en donde ágiles niños y niñas ejecutaban dificultosas piruetas ante el asombro de padres y parientes. Me senté y traté de calmarme. Estaba agitado y un leve sudor me cubría el rostro. El corazón me latía como un potro que se desespera por salir de su corral. Cuando me quise acordar, las chicas ya estaban allí, acosándome con sus infames acusaciones:

      —Eras vos en la plaza, Pedro. Antifaz Negro sos vos, ¡mentiroso!

      —No, contesté — no sé de lo que me están hablando. Yo no me he movido de esta silla.

      —¿Ah no?, replicaron, ¿Y cómo explicás entonces que estés todo traspirado, ¿eh? Se nota que corriste. Sí, vos sos Antifaz Negro. ¿Cómo llegaste a creer que no nos íbamos a dar cuenta? Esconderte detrás de un antifaz. ¿A quién se le ocurre? ¿Vos pensás que somos estúpidas?

      En mi gran humillación, salí corriendo del club perseguido por la mirada desilusionada de las chicas. Ellas hubieran querido creer que Antifaz Negro existía pues en su mundo pueril de libros de cuentos había un lugar para tal personaje, al igual que lo había en mis revistas de historietas. Yo necesitaba una excusa para liberarme de mi condición de ser el hijo del zapatero del pueblo, socialmente invisible, un evangélico en medio de tanto catolicismo asumido, no demasiado deportista, como los otros chicos de mi edad, pero más bien un soñador un tanto tímido. El antihéroe digamos. Por eso el antifaz y la identidad secreta. Desde allí yo pensaba que podría ser el que no era. Pero mi plan fracasó y mis aventuras como Antifaz Negro llegaron a su fin antes de que siquiera comenzaran.

      Luego del incidente escondí el antifaz y nunca más lo volví a usar. Quedó en el fondo de un cajón, durmiendo su sueño de personalidades secretas y aventuras inéditas. Pero algunas personas, amigos de la familia, a quienes narré mi vergonzosa experiencia, comenzaron a llamarme cariñosamente “Antifaz,” y lo que al principio fuera motivo de vergüenza llegó a ser poco a poco parte de mi persona, y acepté el apodo gustosamente. Y un buen día me fui del pueblo y no volví nunca más. Y pensé que había enterrado el antifaz para siempre. Pero me di cuenta de que no fue así, que no podría haber sido nunca así porque yo había nacido ya con un antifaz, cosido en los pliegues más profundos de mi ser, el cual me había dado permiso para soñar, para crear, para disentir, para dudar, para soportar los castigos de mi padre, y para irme un día en pos de un ideal. Y con el correr de los años llegué a intimar con otros Antifaces Negros, entre ellos con un palestino de Galilea, quien según dicen anda todavía por ahí soñando utopías… aunque nadie le crea.

      PAPÁ

      ¿De dónde sacó este tal sabiduría?

      ¿No es acaso el hijo del carpintero?”

      Evangelio según San Mateo 13:53

      Mi padre se hizo evangélico de grande. Antes de eso nadie sabe bien de su vida. La tradición familiar recogió algunos eventos aislados que pintan una semblanza interesante. Por ejemplo, que fue presidente de un club deportivo, aunque él nunca practicó ningún deporte. Que era muy buen mozo (hay fotos que lo constatan) y tenía fama de galán. Esto último por la historia que escuchamos cuando se encontraba en su lecho de muerte y que dice que una mujer, que llevaba un revólver en la cartera, andaba buscándolo para saldar quién sabe qué cuentas con él pero que papá eludió su acecho al casarse con mamá. Ese no es el padre que yo conocí, pero como dije anteriormente, su vida previa a su conversión al protestantismo es todo un misterio, al menos para mí. Sé bien que mi abuela no pudo aceptar el cambio de religión y por años trató de disuadirlo, aunque sin éxito. Papá siguió fiel a su nueva identidad, quizás porque esto le ayudó a exorcizar los demonios del pasado.

      Viniendo de una familia de inmigrantes sicilianos, el fantasma de la mafia siempre rondó la casa. Papá tenía una actitud hacia la gente que hacía que lo respetaran. Nunca vi a nadie besarle el anillo, pero sí vi a muchos dirigirse a él con un respetuoso “don” antes del apellido. La gente se achicaba físicamente en su presencia. Y yo también. Recuerdo que durante las asambleas en la iglesia a la que concurríamos, cuando se ponía de pie para elaborar algún argumento, todos lo escuchaban con suma atención. Y cuando oraba, también de pie y de manera audible, no como en la tradición católica donde todos oran sentados y a la oración se le llama rezo y se dice en silencio y de manera pre-establecida, como el “Ave María” por ejemplo, cuando oraba su voz sonaba como la de un pastor. Y yo pensaba que si Dios no escuchaba semejante plegaria sería porque era sordo. Al terminar las asambleas muchos venían a felicitarlo mientras que sus enemigos ideológicos, que siempre eran las personas más acomodadas de la congregación (Ahora sabés, Antifaz, de donde viene tu preferencia por los más débiles…) lo observaban desde lejos con envidia…o con temor… nunca lo supe.

      La iglesia evangélica le dio la posibilidad de continuar su práctica de auto-didacta. Había ido a la escuela hasta tercer grado de manera que tuvo que aprender a leer por sí mismo. Ya de grande practicó la lectura leyendo el periódico y los pocos libros que guardábamos en una vieja biblioteca. Pero sin dudas el libro que más leía era la Biblia. Todas las mañanas, antes de que la casa se llenase con los sonidos propios del taller de zapatería—el golpeteo incesante del martillo sobre la suela, que solía despertarme a menudo, el ruido de la pulidora levantando ese polvo que se colaba por todos los rincones, el traqueteo rítmico de la máquina de coser marca Singer—papá leía las escrituras. Se metía en ellas, se olvidaba del mundo, y se transportaba a otro, al bíblico, a las historias del pueblo hebreo, los salmos, los profetas, los evangelios y las cartas de Pablo. Por unos instantes dejaba de ser el zapatero del pueblo y se transformaba en un apóstol, predicando el evangelio a los paganos, cosa que trataba de emular cuando venía alguna persona y le preguntaba qué estaba leyendo. Aprovechaba entonces la oportunidad para “testificar”, o sea, dar testimonio de su fe y trataba de convencerla sobre la necesidad de dejar el catolicismo y avenirse a la “verdadera” fe, la evangélica, como él mismo había hecho. Le mostraba pasajes bíblicos que aparentemente condenaban la veneración a los santos y a la virgen y otros que confirmaban fehacientemente que no existía el purgatorio y que el apóstol Pedro no había sido el primer papa. La gente se quedaba con la boca abierta y le preguntaba de dónde había sacado todo ese conocimiento, a lo cual él les respondía con orgullo: “De la iglesia evangélica, la de la calle Necochea.”

      Me enseñó a leer la Biblia cuando yo era muy chico. Me la ponía a la altura que me permitían mis seis años y me decía: —¿Podés leer esto? — Y yo le respondía: —Sí, puedo—Y con un cierto temor por no cometer un error y una gran emoción por poder posar mis ojos en el libro sagrado, le leía el pasaje. Lo practicábamos una y otra vez de manera que estuviera listo para cuando viniera alguien interesado en religión. Ahí me llamaba y me lo hacía leer ante el asombro de todos. Él siempre estuvo orgulloso de mí, pero nunca me lo dijo, por eso nunca lo supe.

      Aunque en público era impecable, en privado papá tenía sus cosas. Hombre de pocas palabras, herencia que me pasó de manera irrefutable, se limitaba a dar su opinión solamente cuando se la pedían. Si no, daba órdenes inapelables que poco invitaban a la negociación. Su palabra era ley y muy pocas veces escuchaba las razones de mi madre, por lo menos no en público, aunque siempre sospeché que muchas de sus decisiones aparentemente absolutas y arbitrarias habían sido ya conversadas con ella en la intimidad de la habitación matrimonial, y llevaban el sello de su aprobación. Como aquella vez cuando regresé a casa un poco más tarde que lo debido y papá, irritado hasta lo sumo, estuvo a punto de propinarme el castigo habitual (¡Y eso que ya tenías 17 años, Antifaz!).

      —Tu madre está preocupadísima y no puede dormir, —me dijo. — ¿Dónde estabas?

      Mi explicación apenas si sirvió para evitar la humillación (papá solía pegarnos con lo que estuviera a su alcance, ya sea un zapato, o el consabido cinto que producía un chasquido aterrador cuando se lo sacaba de la cintura). Detrás de su imponente

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