Antifaz negro. Osvaldo D. Vena

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Antifaz negro - Osvaldo D. Vena Teo-Ficciones

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Pero no hubo forma de volver hacia atrás las agujas del destino. Allí mamá, cual barrilete atado a un árbol, voló bajito, se quedó el resto de su vida pegada a la familia, a sus obligaciones de esposa y de madre. De vez en cuando esbozaba una queja, que yo como niño no llegaba a entender. Decía que hubiese querido tener una vida diferente, haberse casado quizás con alguien que amara la vida ciudadana, pero ya era demasiado tarde. Estaba atrapada en una madeja de sentimientos y obligaciones, limitada por su sexo y su predicamento. Yo siempre supe que vivía en ella un canario al que nunca se le permitió cantar. Por eso mamá cantaba. Cantaba himnos y canciones populares, tarareaba melodías de Schubert -sin saberlo, por supuesto- y viejas canciones sicilianas que le enseñara su padre. De ella aprendí que la música es terapéutica, que sana, que da fuerzas para enfrentar lo que es aparentemente irremediable.

      Tiempo atrás, cuando en mi sediento deambular teológico Dios dejó de ser el Padre riguroso, inflexible, y legalista que me legara la tradición, mamá ocupó su lugar. Y Dios asumió características maternales. Lo comencé a imaginar como a mamá, en la cocina, transformando lo crudo en alimento digerible, cantando, cebándome un mate. Comencé a sentir a los dos como una sola entidad que daba significado a mi vida. Y aquella pequeña siciliana de los ojos marrones y hundidos se instaló para siempre en aquel otro universo que algunos llaman cielo, en compañía de tantas otras madres que desde allí velan por sus hijos e hijas que aún continúan prisioneros de sus cuerpos planetarios. Y un día -quizás- entre nubes de algodón y alas de ángeles -quién sabe- habrá un reencuentro. Este será directo, como el primero, cuando yo fui un polizón en su trajinada placenta de madre. Y no habrá necesidad de palabras, porque, aunque parezca contradictorio, en el cielo, donde está el Verbo Divino, no se habla, solo se siente.

      EL ABUELO

      Vino a la Argentina solo, siguiendo su instinto de sobreviviente, y nunca miró hacia atrás. La estaba pasando mal en Sicilia. No había trabajo y se hacía difícil alimentar tres bocas, la abuela y dos hijos. Un día, luego de recibir una carta de un pariente que ya vivía en la Argentina, besó a su esposa y a sus hijos, le echó una última mirada al paisaje de su Gangi natal y se marchó para no regresar nunca más. Impresos en sus pupilas quedaron los cerros salpicados de casas de piedra, los valles poblados de ovejas y chivos, los arroyuelos apresurándose alegremente hacia el mar, las mujeres del pueblo comentando las últimas noticias, los bautismos, los casamientos, los velorios. En sus oídos quedaron también los sonidos que jamás iba a volver a escuchar, las campanas de la iglesia, donde se había casado, llamando a los fieles a la oración, el balar de las ovejas al atardecer siguiendo las direcciones precisas del pastor, el arrullo de las palomas al amanecer saludando al sol naciente, el ruido de la abuela preparando el pan en la cocina de la humilde casa. Y los aromas. ¡Cuánto extrañaría los aromas de la campiña!, el de la lluvia cayendo mansamente sobre el sediento suelo, el de los árboles de deliciosas frutas -manzanas, peras, duraznos- el de las flores silvestres -margaritas, violetas, petunias- y el de la menta, el hinojo, y los cardos, pero sobre todo el aroma de las rosas que la abuela había plantado en grandes macetas a la entrada de la casa.

      Fue largo y agotador el viaje en el vapor La Veloce. Un mes, para ser preciso. El abuelo se pasaba los días mirando el océano, pensando en la familia que había dejado y en el reencuentro, aunque no sabía, no podía imaginar lo que le esperaba en esa tierra de extraño nombre. Un primo, que vivía allí, le había escrito contándole sobre lo que le aguardaba en este país que ya había recibido miles y miles de inmigrantes italianos como él. En ese sentido era un poco como ir a la casa de un pariente. Por lo menos eso lo tranquilizaba. Pero lo que realmente le preocupaba era el idioma. ¿Cómo me voy a comunicar si yo no sé ni una palabra en castellano? —decía. ¿Cómo me voy a hacer entender? El abuelo no sabía leer. Los libros eran tan foráneos para él como aquel transatlántico inmenso que se obstinaba a mantenerse a flote a pesar de su peso y de su tamaño.

      Corría el año 1902. El abuelo tendría por entonces unos veinticinco años. Medía un metro setenta, nada más. Rubio, y de ojos celestes, parecía más sajón que italiano. Llevaba grabada en su cara la pluralidad de razas que se fueron aglutinando en Italia por siglos y que estallaron en cada individuo con una particularidad que resistía todo estereotipo. Había sicilianos rubios, como el abuelo, pero los había también oscuros, con rasgos moros, como mamá. Y otros parecían normandos o españoles, con tez más clara y más altos. De profesión agricultor, según lo dice el acta de casamiento expedido por la comuna de Gangi, no le fue difícil conseguir trabajo, primero como peón de campo en la estancia cuyos dueños eran británicos; después cultivando verduras que luego vendía en el mercado del pueblo. Con esto pudo comprar, al cabo de dos años, una pequeña casa en las afueras de la ciudad, en lo que se llamaba “la colonia de los italianos”, y ahorrar suficiente dinero para traer de Italia a su esposa y a sus dos hijos.

      Luego de cuatro largos años, la familia volvió a reunirse; y al cabo de otro nació mi padre, el primer hijo argentino, símbolo de la nueva vida y, por ello, el preferido de mis abuelos, quienes siguieron poblando el país con su simiente. Después vinieron cinco hijos más, y todos a su vez tuvieron hijos e hijas, como bien lo atestigua la foto de los ochenta años de la abuela, en donde se la ve rodeada de una cantidad no despreciable de hijos y nietos. Por aquel entonces el abuelo ya no estaba. Había fallecido hacía más de diez años debido a una peritonitis aguda que hoy, gracias a los adelantos médicos que existen, podría haber sido evitada.

      El abuelo nunca regresó a Sicilia. Nadie en su familia jamás lo hizo, ni siquiera para visitar a los parientes que habían quedado allá. Hasta que un día, muchos años después, mi hermana Juana y yo decidimos devolverle a los abuelos la familia que habían perdido y visitar ese rincón del mundo en donde se habían originado nuestros genes. Y en un frasquito con tierra del cementerio de nuestro pueblo, en donde están sus tumbas, nos llevamos simbólicamente a los abuelos. En el cementerio de Gangi, en una sección que denotaba el paso de los años, a juzgar por las tres pequeñas cruces decrépitas con nombres indescifrables y tapadas de yuyos, nos imaginamos los nombres de nuestros bisabuelos, destapamos el frasco con tierra argentina y la mezclamos con la siciliana. Mi hermana tomó la palabra y leyó algo que había escrito para la ocasión:

      No puedo entender muy bien qué nos trajo hasta Gangi. No lo sé. Debe haber en nosotros una fuerza que no conocemos. Una historia sin rostros que buscamos porque nos pertenece. El amor de otras presencias que nuestra sangre no olvida. El áspero roce de manos iguales a las nuestras. En este pueblo hubo cuatro casas donde cuatro jóvenes que fueron nuestros abuelos, sembraron y esperaron las cosechas; y un día se fueron a otra tierra, tuvieron hijos y siguieron trabajando sin volver la mirada sobre el hombro. Tal vez cantaban en su idioma para no llorar. Nunca volvieron a Sicilia. Se les fueron borrando las imágenes de las familias que dejaron; sobrevivieron al olvido. Hoy traemos un puñado de la tierra donde reposan, la dejamos en este lugar junto a sus mayores. Hoy somos Giuseppe, Dominica, María Antonia, Salvatore. Y estamos de vuelta.

      Una suave brisa proveniente

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