La entreplanta. Nicholson Baker
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–¿Quiere una pajita? –dijo.
Vacilé a mi vez, ¿la quería? Mi interés por las pajitas para beber cualquier cosa aparte de batidos había decaído varios años atrás, alcanzando probablemente su máximo el año en que el mayor proveedor de pajitas cambió las de papel por las pajitas de plástico, y nos adentramos en la engorrosa era de la pajita flotante2; aunque aún me gustaban las pajitas de plástico acodadas, cuyos cuellos plisados se resistían a doblarse de un modo muy similar al ligerísimo agarrotamiento que padecen las articulaciones de los dedos cuando uno los mantiene durante un ratito en la misma posición3.
Así que cuando Donna me preguntó si con mi cartón pequeño de leche quería una pajita, le sonreí y dije, «No, gracias. Pero igual una bolsita sí que querría». Ella dijo, «Oh, disculpe», y se apresuró a echar mano de una bajo el mostrador, conmovedoramente aturdida, pensando que ya había metido la pata. Era bastante nueva; se notaba por el modo en que abrió la bolsa: tres prolongaciones de una anémona como dedos en el interior, de la manera más lenta. Le di las gracias y me fui, y luego empecé a plantearme: ¿por qué había pedido una bolsa para meter tan solo un cartón pequeño de leche? No se debió únicamente a una necesidad abstracta de posesión, a un deseo de proteger de las miradas ajenas la naturaleza de mi compra –aunque este sea a menudo un poderoso motivo que no ha de ridiculizarse–. Los tenderos de los pequeños colmados familiares, que entendían de estas cosas, te metían de forma instintiva cualquier producto que compraras –un paquete de conchas de pasta, un cartón de leche, palomitas Jiffy Pop para hacer a la sartén, una barra de pan– en una bolsa: los alimentos destinados a ser consumidos en casa, consideraban, no han de ser vistos más que dentro de ella. Pero incluso después de marcar en la caja productos como cigarrillos o un bombón helado, destinados obviamente al consumo ambulante, a menudo te incitaban, «¿Bolsita?». «¿Una bolsa?». «¿Le pongo bolsa?». El embolsado servía evidentemente para señalar el momento exacto en el cual la titularidad del bombón helado pasaba al comprador. Cuando iba al instituto solía incomodar a los dueños de dichos colmados, conforme echaban mecánicamente mano de una bolsa para mi cartón de leche, levantando una palma y diciendo con oficiosidad, «No me hace falta bolsa, gracias». Me marchaba llevando serenamente el cartón en una mano, como si se tratara de un gran libro de consulta al que tenía que recurrir con tanta frecuencia que me hastiaba.
¿Por qué había desairado yo de manera intencionada aquella convención suya, si desde muy pequeño me encantaban las bolsas y había aprendido a volver a doblar las bolsas grandes y gruesas del súper tensando bien los pliegues y dando después toquecitos por todo el centro de la doblez de cada lateral hasta que la bolsa comenzaba a encorvarse, como si estuviese herida, hasta que volvía a aplanarse? En aquel momento podría haber defendido quizás mi desaire aduciendo algo sobre desperdicios innecesarios, vertederos, etc. Pero el auténtico motivo era que por entonces me había convertido en un consumidor regular de revistas que mostraban fotos a color de mujeres en cueros, que en su mayor parte compraba no en los pequeños colmados familiares sino en los más recientes y más anónimos supermercados de barrio, repartiendo mis compras entre los distintos de la zona. En dichas tiendas, a veces el tipo de la caja retorcía con crueldad y fingida inocencia la convención del «¿Bolsita?», preguntando «¿Necesita bolsa?» –forzándome o bien a reconocer dicha necesidad con un gesto de la cabeza, o bien a hacerme el duro y a decir que no y a enrollar la revista de desnudos sin embolsar y a sujetarla al trasportín de mi bicicleta de tal manera que se viera solamente el anuncio de cigarrillos de regalo de la contraportada: «Carlton, el más bajo en alquitrán»4.
Por lo tanto, el hecho de que durante aquel periodo a menudo dijera que no a una bolsa para un cartón de leche en los pequeños colmados familiares era un modo de demostrarle a cualquiera que pudiese haber estado siguiendo mis movimientos que al menos en aquel instante, al salir de la tienda, no tenía nada que ocultar; que de vez en cuando hacía las típicas compras domésticas libres de vicios. Y ahora le estaba pidiendo a Donna una bolsita para mi cartón pequeño de leche con la intención de, al fin, aclarar el desconcierto que hubiese causado en dichos colmados familiares, de entregarme alegremente a la convención, de legársela incluso a alguien que en el Papa Gino’s aún no la hubiese aprendido del todo.
Pero existía un motivo más simple, menos antropológico por el cual le había pedido específicamente una bolsa a Donna, un motivo que, en aquel primer momento de análisis posterior en la acera, no había aislado del todo, pero que ahora, de camino a las escaleras mecánicas hacia la entreplanta y mirando la bolsa de CVS que acababa de pasarme de una mano a la otra, sí que percibía. Por lo visto siempre me gustaba tener una mano libre cuando caminaba, incluso si tenía que cargar con varias cosas: me gustaba poder darle una afectuosa palmada a la parte superior de un buzón verde para uso exclusivo del cartero, o hacer rebotar ligeramente mi puño contra la peana de acero de los semáforos, en ambos casos porque el placer de tocar aquellas superficies frías y polvorientas con el elástico músculo del lateral de la palma de mi mano resultaba intrínsecamente agradable, y porque me gustaba que otras personas me vieran como a un tipo con corbata si bien lo bastante desenfadado e informal como para andar haciendo eso que hacen los niños cuando arrastran un palo contra los barrotes negros de una verja de hierro fundido. En especial, me gustaba hacer una cosa: me gustaba pasar caminando tan pegado a un parquímetro que pareciera que iba a estampar la mano contra él, y en el último momento levantar el brazo lo justo para que me pasara por debajo de la axila. Todas aquellas acciones dependían de tener una mano libre; y en Papa Gino’s ya estaba sujetando el libro de bolsillo de Penguin, la bolsa de CVS y la bolsa con la galleta. Una posibilidad podría haber sido sujetar la forma de bloque del cartón pequeño de leche contra el libro de bolsillo, y los extremos superiores de la fina bolsa de la galleta y de la bolsa de CVS contra un lado del libro de bolsillo con el fin de dejar una mano libre, pero mis dedos tendrían que haber mantenido durante varias manzanas aquel incómodo agarre, entregados a levantar muros celulares, hasta que llegara a mi edificio. Una bolsa para la leche permitía una solución más grácil: podía hacer un rollo con los extremos superiores de la bolsa de la galleta, de la bolsa de CVS y de la bolsa de la leche como si fuesen una única bolsa y sujetarlas con mis acaracolados dedos, igual que si estuviese sacando a un niño de paseo. (Una pajita que sobresaliera de la bolsa con la leche habría obstaculizado dicho rollo, ¡menos mal que la había rechazado!). Luego podía introducir el libro de bolsillo en el espacio entre el rollo de la bolsa de papel y la palma de mi mano. Y esto es lo que había hecho, en efecto. Al principio la bolsa del Papa Gino’s estaba rígida, pero enseguida mis pasos suavizaron un tanto el papel, aunque nunca la llevo hasta ese estado de absoluto silencio y afranelada suavidad que alcanza una bolsa cuando cargas con ella todo el día, con su manejable rulo tan finamente arrugado y adaptado a tus dedos que al llegar a casa incluso dudas si desenrollarlo.
No fue sino entonces, cerca de la base de las escaleras, mientras me fijaba en cómo mi mano izquierda se hacía tanto con el libro de bolsillo como con la bolsa de CVS, cuando consolidé la minúscula comprensión que casi había tenido quince minutos antes. Entonces no había sido etiquetada como conocimiento a retener