La entreplanta. Nicholson Baker

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despeluchados del trozo que se había roto y los retorcí cuidadosamente hasta formar un empapado e insalubre minarete. Respirando suave y regularmente por la nariz, fui capaz de conducir el hilo guía salivalmente afilado a través del ojal sin demasiados problemas. Y entonces me asaltó la incertidumbre. Para que los cordones se hubiesen raído hasta el punto de romperse casi el mismo día, tendrían que haber sido atados casi exactamente el mismo número de veces. Pero cuando Dave, Sue y Steve pasaron por la puerta de mi oficina, yo me encontraba justo atándome un zapato –un único zapato–. Y en el transcurso de un día normal no resultaba en absoluto inusual que un zapato se desatara con independencia del otro. Por las mañanas, claro está, uno siempre se ataba ambos zapatos, pero los desatados aleatorios a mediodía tendrían que haber constituido una proporción relevante del desgaste total en aquellos dos cordones rotos, me daba que… un treinta por ciento, posiblemente. ¿Y cómo podía estar seguro de que dicho treinta por ciento estaba distribuido de manera equitativa –de que los zapatos derecho e izquierdo se habían desatado de forma aleatoria durante los últimos dos años con la misma frecuencia?

      Probé a traer a la memoria algunos recuerdos representativos de atarme los cordones para determinar si un zapato tendía a desatarse con mayor frecuencia que el otro. Lo que descubrí fue que no conservaba ni el más mínimo engrama de atarme un zapato, o un par de zapatos, que datara de una época posterior a cuando tenía cuatro o cinco años, la edad en la que había adquirido dicha habilidad. Más de veinte años de datos empíricos se habían perdido para siempre, no me acordaba de nada. Pero supongo que suele ocurrir lo mismo que en esos momentos de la vida que se recuerdan en tanto grandes avances: el descubrimiento de algo crucial, y no la repetición de sus aplicaciones posteriores. Daba la casualidad de que los primeros tres grandes avances en mi vida –voy a enumerar aquí todos los avances:

      1. atarse los cordones

      2. apretarlos en forma de X

      3. una mano firme contra las zapatillas al atarlas

      4. cepillarme la lengua además de los dientes

      5. ponerme desodorante cuando ya estaba vestido del todo

      6. descubrir que barrer era divertido

      7. encargar un sello de caucho con mis señas para hacer más eficiente el pago de las facturas

      8. resolver que las células cerebrales habían de morir–

      tienen que ver con atarse los zapatos, pero no creo que ese hecho resulte muy inusual. Los zapatos son la primera máquina adulta que nos entregan para que dominemos. Aprender a atarlos no era lo mismo que observar a un adulto cargar el lavavajillas y que te preguntara luego con voz cariñosa si te gustaría cerrar de un empujón la puerta del lavavajillas y hacer girar la rueda del programa (con su molesto sonido de matraca) hasta Lavado. Aquello resultaba artificioso, considerando que estabas al tanto de que los adultos querían que aprendieras a atarte los zapatos; no les hacía gracia arrodillarse. Hice varios intentos por adquirir la habilidad, pero hasta que mi madre no colocó una lamparita en el suelo para que yo pudiese ver con claridad los cordones oscuros de un par de zapatos nuevos de vestir no la dominé de verdad; volvió a explicarme cómo realizar el nudo introductorio de base, el cual comenzaba a gran altura como un frágil rizo en forma de corazón, y se encogía conforme tirabas de las puntas de plástico de los cordones hasta que se formaba una pequeña pepita retorcida de un poco menos de un centímetro de largo, y me enseñó a progresar desde aquella base hasta la principal figura cotiledónea de cuerda, la cual resultaba no ser un verdadero nudo sino una ilusión, un truco que uno realizaba con el cordón doblando segmentos de este sobre sí mismos y apretando en torno a ellos otras dobleces provisionales, pero todo aquello no era en realidad más que un esquema piramidal interdependiente, el cual conecté mucho después con un pareado de Pope:

      El hombre, como la generosa parra, vive respaldado.

      La fuerza que gana proviene de los abrazos dados.

      Apenas unas semanas después de que adquiriera yo la habilidad básica, mi padre me ayudó con mi segundo gran avance, con la meticulosidad que demostró al enseñarme a apretar una por una las crucetas de los cordones, comenzando por la punta del pie y operando hacia arriba, enganchando un dedo índice debajo de cada X, para que al llegar a lo más alto fuese uno recompensado con sorprendentes longitudes de cordón disponibles para realizar el nudo, y al mismo tiempo sentías el pie firmemente encapachado y alerta.

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