La entreplanta. Nicholson Baker
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El octavo avance, el último en el que puedo pensar como previo al día de los cordones rotos, era un conjunto de cuatro motivos por los cuales era bueno que las células cerebrales hubieran de morir. De un modo u otro, la muerte de las células cerebrales llevaba preocupándome desde al menos los diez, convencido año tras año de que me estaba volviendo más estúpido; y cuando empecé a beber en cantidades moderadas, y salió en las noticias (estando yo en la facultad) que con menos de un tercio de litro de una bebida espirituosa se matan mil neuronas (creo que esa era la ratio), mi preocupación se intensificó. Un fin de semana le confesé por teléfono a mi madre que estaba preocupado porque durante los últimos seis meses en especial, el vataje de mi cerebro se había atenuado sensiblemente. A ella siempre le habían interesado las analogías materialistas para la cognición y me ofreció consuelo, tal como sabía yo que ella haría. «Cierto es», me dijo, «que tus células cerebrales se mueren, pero las que quedan desarrollan cada vez más conexiones, y dichas conexiones siguen ramificándose año tras año, y ese es el progreso que has de tener presente. Lo importante es el número de uniones, no la cifra bruta de células». Aquella observación me resultó sumamente útil. Durante el par de semanas que siguió a la noticia de que la proliferación de conexiones continuaba en mitad de la carnicería neuronal, conformé varias teorías relacionadas:
a) Empezamos, quizás, con un cerebro que está demasiado abarrotado de capacidad procesal pura, y por tanto la muerte de células cerebrales forma parte de una criba planificada y necesaria que precede a la ascensión a niveles más altos de inteligencia: las débiles se van disipando y los huecos que dejan, según son reabsorbidas, estimulan a los vástagos que les crecen a las dendritas, los cuales disponen ahora de más espacio en el patio del recreo, y surgen como resultado estructuras correlacionales complejas. (O tal vez la exacerbada necesidad de las dendritas de espacio para crecer fuerza una pugna por el emparejamiento: se enzarzan con botalones más endebles en su búsqueda de conexiones ricas en información, atajando por territorios intermedios y provocando que estos se marchiten y desconecten igual que los barrios cercanos a una nueva autopista). Con menos células en total pero con más conexiones por cada célula, la calidad de tu conocimiento sufre una transformación: empiezas a tener mejor mano con las coyunturas, las personas entran en categorías, tus recuerdos pasados se enlazan y tu vida empieza a parecerte, a diferencia de cuando eras más joven, una cosa inevitable compuesta de un millón de pequeños fracasos y pequeños éxitos de desarrollo interdependiente, lo opuesto a un brillante collar de cuentas hecho de momentos autónomos. Los matemáticos necesitan todas esas neuronas de repuesto, y sus carreras se tambalean a la par que lo hacen sus neuronas, pero el resto deberíamos dar gracias por su desaparición, ya que deja sitio a la experiencia. Dependiendo del lugar del rango en que uno empiece, te desplazas conforme tu cerebro madura hacia el polo más rico, más mezclado: los matemáticos devienen filósofos, los filósofos devienen historiadores, los historiadores devienen biógrafos, los biógrafos devienen decanos de facultad, los decanos de facultad devienen asesores políticos y los asesores políticos se postulan para el cargo.
b) Usadas con precaución, sustancias que dañan el tejido neuronal, como el alcohol, pueden prestar ayuda a la inteligencia: uno corroe con dolor y veneno las partes cromadas y risueñas de la mente, las que te resuelven los autodefinidos, forzando así a las neuronas a que se responsabilicen de sí mismas y de las que tienen a su alrededor, curtiéndolas contra el acelerado desgaste de dichos disolventes artificiales. Después de una noche de envenenamiento, tu cerebro se despierta por la mañana diciendo: «Sí, me importa un cojón quiénes introdujeron la batata en Norteamérica». El daño que le hayas infligido sana, y las partes cicatrizadas y ya en el olvido muestran exterioridades inusuales, rugosidades suficientes como para convertirse en los nódulos en torno a los cuales la sabiduría entreteje sus fibrillas.
c) Las neuronas que fenecen son las que posibilitaban la imitación. Cuando eres capaz de imitar con destreza, el abanico de opciones ante ti resulta demasiado amplio; pero cuando tu cerebro pierde su capacidad excedentaria, y junto con ella un poco de agilidad, un poco del disfrute de improvisar y la ambición para hacer cosas que no le convienen, entonces no te queda otra que centrarte en hacer bien las pocas cosas que tu cerebro es capaz de hacer de verdad bien –las demás ya no te parecen ni apremiantes ni una distracción, porque están permanentemente fuera de tu alcance–. La sensación de que eres más estúpido de lo que eras es lo que te despierta al final el interés por los asuntos verdaderamente complejos de la vida: por el cambio, por la experiencia, por las formas en que otras personas se han adaptado a la decepción y a la merma de capacidades. Te das cuenta de que no eres ningún prodigio, tus hombros se relajan y empiezas a mirar a tu alrededor, a ver que el resplandor azul del álgebra y la abstracción no es rival para lo pintoresco.
d) Las ideas individuales resultan heridas junto con los vínculos por los cuales viajan. Conforme son desmembradas y remembradas, dañadas, olvidadas y más tarde restauradas, se vuelven más sutiles, más jerárquicas, escalonadas con detalles medio desmoronados. Al descomponerse o sufrir daños, se regeneran más como una parte del yo y menos como una parte de un sistema externo.
Estos eran los ocho principales avances que tenía a mi disposición para llevarlos a efecto en mi vida el día en que me senté a reparar el segundo cordón deteriorado en dos días.
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