Cicatrices del ayer. Пиппа Роско

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Cicatrices del ayer - Пиппа Роско Bianca

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había permitido a sí mismo aceptar algo tan puro. Las compañeras de cama que escogía conocían el juego. El placer de dar y recibir, nada más. Porque Matthieu había aprendido hacía mucho tiempo que cualquier otra cosa era un sueño ridículo. Pero se negaba a ser él quien le enseñara a Maria aquella lección.

      Y, sin embargo, no podía evitar pensar que si se alejaba ahora, si la dejaba allí sola, algo profundo dentro de él se rompería.

      Se deshizo de aquel pensamiento tan rápidamente como lo había formado en un movimiento mental que llevaba muchos años practicando. Lo que estaba considerando era una locura. Pero entonces Maria le depositó otro beso en el pecho y todo su ser se sumergió en una oleada de deseo. Sintió cómo un gruñido intentaba abrirse paso a través de su garganta, pero lo contuvo.

      –¿Por favor? –susurró Maria entre aquellos besos infernales que estaba repartiendo por su cuerpo, en los lugares de su piel que otras mujeres evitaban.

      –¿No te das cuentas, Maria? No deberías tener que rogar por esto.

      –No estoy rogando, te lo estoy pidiendo. Esta es mi elección. Lo que quiero. Quédate conmigo, solo por esta noche. Por favor.

      Y finalmente Matthieu perdió la batalla. La batalla contra comportarse de manera decente, alejándose sin tocar a Maria. Porque no podía soportarlo más. Quería tocarla, sentir su piel, tan pálida contra la suya que casi parecía brillar. Sentía tanto deseo de hacerla vivir el placer que casi le dolía físicamente. Sintió cómo el último vestigio de contención se convertía en polvo bajo sus labios.

      Esta vez fue incapaz de sofocar el gruñido que surgió de la parte de atrás de su garganta mientras envolvía a Maria entre sus brazos, estrechándola contra sí y disfrutando del festín de sus labios tal y como había deseado desde el primer momento.

      No fue un primer beso suave y cuidadoso, aquello fue puro deseo, desesperación incluso. Matthieu se sumergió en las profundidades de su boca con su lengua, provocando en ella pequeños maullidos de placer. Sus manos, ahora libres, se deslizaron por su pelo. Pero no estaban lo suficientemente cerca, pensó.

      La levantó del suelo, de modo que María le rodeó la cintura con las piernas y sus labios se encontraron con los de él. Matthieu le ladeó suavemente la cabeza y encontró el delicado arco de su cuello. Presionó los labios con la boca abierta contra su piel, trazándola con la lengua. Maria echó la cabeza hacia atrás, dejando expuesta la pálida columna de su cuello y la v de sus perfectos senos, acentuada por el colgante de plata que se sumergía entre ellos.

      Matthieu estaba maravillado por su ligereza. Podría haberla sostenido entre sus brazos durante toda una eternidad. Pero su cuerpo se revolvía inquieto, queriendo más, exigiéndolo. Tal vez Maria no conociera todavía las palabras, pero su cuerpo conocía los movimientos, y el instinto los acercaba cada vez más en su deseo.

      Matthieu la llevó al dormitorio sin romper ni una sola vez el contacto entre sus labios y la piel de Maria. Cuando la colocó al borde de la cama, soltó una palabrota. Tenía las pupilas tan grandes que sus ojos parecían completamente negros. Estaba ebria de deseo.

      –¿Estás segura?

      –Nunca he estado tan segura de algo –afirmó ella con una media sonrisa.

      –Quiero que entiendas que puedes detener esto en cualquier momento. Cuando quieras.

      Ella asintió con gesto casi infantil, y Matthieu aspiró con fuerza el aire mirándola bajo la luz de la luna que entraba a través de los grandes ventanales. El vestido de encaje blanco le colgaba por los hombros, exponiendo las clavículas de un modo tan tentador que le resultó imposible resistirse.

      Matthieu se inclinó hacia delante para abrirle las piernas y poder depositar sus besos allí. Sus labios se encontraron con aquel hueso duro recubierto de piel suave y comenzó a succionarlo suavemente.

      Entonces se echó hacia atrás solo lo justo para colocar la frente contra la suya.

      –Quiero que sepas que puedes decir «no» en cualquier momento. Quiero que seas capaz de decirlo.

      –No quiero que te detengas, Matthieu. Quiero que me beses. Quiero que me toques, quiero que…

      Matthieu no podía seguir soportando su deseo, bastante tenía con luchar con el suyo. Así que ahogó sus palabras con un beso. Los labios de Maria se entreabrieron para él, ofreciéndole acceso y convirtiéndose al mismo tiempo en su condena.

      Matthieu tiró suavemente del fino encaje del vestido, exponiendo los suaves y pálidos planos de su pecho, el cuello plateado… Maria apoyó la espalda en el cabecero de la cama y él se abrió camino a besos hacia sus senos. Las puntas sonrosadas de los pezones se alzaban sobre la piel blanca y brillante. Tomó uno en la boca, recorriendo con la lengua el rígido pico, arrancándole un gemido de placer y atrayéndola de manera instintiva hacia sí.

      Con una mano agarraba la tela de encaje del vestido, apretándosela contra la pierna. Maria estaba gloriosa en su placer, y Matthieu le agarró un muslo, levantándoselo y sintiendo la longitud de su pantorrilla, la suavidad. Más. Quería más. Soltó el delicado encaje que le había enredado alrededor de la cintura y la besó en la parta más plana del estómago mientras le bajaba con una mano las blancas braguitas para dejar al descubierto los oscuros rizos que tenía entre las piernas.

      Con la otra mano le agarró el trasero, tirando suavemente de su cuerpo hacia él mientras le sacaba las braguitas por los tobillos. Ignoró el leve temblor de sus manos, la excitación casi dolorosa presionando contra la costura de sus pantalones mientras se extendía sobre ella y se inclinaba para deleitarse en el sabor de su núcleo secreto. El sabor de su dulce calor húmedo era demasiado para Matthieu, pero podría contenerse. Quería darle todo el placer posible.

      Maria temblaba. Nunca antes había sentido nada parecido. Un placer tan agudo y extremo que la hacía estremecerse. Una fina capa de sudor se le extendía por el cuello y la espalda. Agitó las caderas ante la exquisita tortura que la lengua de Matthieu estaba provocando en su cuerpo, y se mordió la mano para evitar soltar un grito de puro placer.

      Con la otra agarró las sábanas de la cama, anclándose a algo, a lo que fuera, antes de que su cuerpo se dejara llevar por una oleada de placer tan poderosa que temía no ser capaz de regresar jamás.

      Las oleadas agitaron su cuerpo como si intentaran desesperadamente llevarla hacia la orilla, pero no era el momento, todavía no. Matthieu deslizó un dedo en lo más profundo de su interior y su cuerpo trató instintivamente de sujetarlo.

      Sus súplicas se convirtieron en demandas ininteligibles, respiraba de manera desesperada y sofocada al mismo tiempo. Su cuerpo estaba al borde de algo que no podía definir del todo, como unas olas que iban y venían cada vez más rápido hasta que…

      El orgasmo que Matthieu había arrancado de su cuerpo se apoderó completamente de ella, el golpeteo de las olas era lo único que podía escuchar en aquel momento mientras su cuerpo temblaba y se estremecía. Solo se tranquilizó cuando sintió los brazos de Matthieu envolviéndola, manteniéndola a salvo y anclada a él mientras su alma se elevaba hacia el cielo nocturno.

      Su mente regresó entonces al hombre que la estrechaba entre sus brazos, sosteniéndola como si tratara de mantener fuera de la noche, la oscuridad … la mañana tal vez. Maria le rodeó la estrecha cintura con los brazos y sintió los poderosos músculos que le sostenían las caderas y los pantalones. Los dos estaban todavía vestidos, pensó maravillada y al mismo tiempo mortificada. Quería sentirlo entero sobre la piel,

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