Cicatrices del ayer. Пиппа Роско

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Cicatrices del ayer - Пиппа Роско Bianca

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se echó hacia atrás, casi lamentando la pérdida de contacto. Por primera vez había encontrado paz en dar placer, en ofrecer algo de sí mismo a otra persona. Se bajó muy despacio él mismo la cremallera del pantalón, aflojando la presión que sentía en la entrepierna. Su erección quedó libre mientras deslizaba los pantalones y la ropa interior por las caderas.

      Él observó y esperó mientras Maria lo miraba, mordiéndose el labio inferior con gesto inconsciente, Matthieu gimió al sentir el efecto que tenía sobre él y casi se le detuvo el corazón cuando Maria se agarró el borde del vestido de encaje blanco y lo fue subiendo por los muslos, las caderas, el pecho y la cabeza, lanzándolo por los aires a alguna esquina de la habitación. El cuerpo de Maria era glorioso, sentada con las piernas dobladas a la altura de la rodilla y apretando las sábanas con una expresión de deseo apenas contenido.

      Matthieu sacó de la cartera el envoltorio de aluminio y lo rasgó con los dientes sin apartar los ojos de ella. Vio cómo observaba con fascinación mientras se colocaba el preservativo sobre su virilidad, alternando la mirada entre el rostro de Matthieu y su erección. Por si quedaba alguna duda de su deseo, Maria abrió las piernas y dejó espacio para que Matthieu se colocara entre ellas.

      Él apoyó el peso en los codos y se acercó a su cuerpo. Maria se estremeció suavemente y no pudo evitar presionarle los labios en el centro del pecho. Le sostuvo el rostro con las manos y asintió brevemente con la cabeza.

      Aquel gesto era lo único que Matthieu necesitaba. Presionó ligeramente su cuerpo contra el suyo, obligándose a ir despacio a pesar del rugido interior que le urgía a darse prisa. El calor húmedo de Maria le provocó una sensación tan increíble que casi se mareó de placer. Pero entonces sintió que ella se ponía tensa y detuvo al instante todo movimiento.

      Vio el ceño ligeramente frunció en el rostro de Maria y cómo contuvo el aliento. Si le pedía que se detuviera, lo haría. Le costaría un mundo, pero lo haría. Pero no lo hizo. Lo miró a los ojos como si entendiera la batalla que estaba librando en su interior, y sonrió ligeramente.

      –Por favor… por favor, no te detengas –le pidió pasándole la mano por la nuca y atrayéndolo hacia sí, más profundamente en su cuerpo.

      Matthieu empezó a moverse despacio, deslizándose suavemente en su interior, sintiendo cómo ella lo acogía completamente, y una parte de él se preguntó si aquello no sería lo que había echado de menos toda su vida. A ella.

      La respiración de Maria se hizo más agitada, sus gemidos, cargados de placer y necesidad, llenaban el aire entre ellos. Ella alzó las caderas hacia las suyas, sosteniéndole en su interior, cada vez más profundamente… el ritmo que estaba marcando disparó la sangre de Matthieu y su excitación hasta tal punto que no supo de quién de los dos era el latido que sentía dentro del pecho.

      Matthieu la estrechó todavía más contra su cuerpo, inhalando su dulce aroma en el cuello, los suaves rizos de su largo cabello le hacían cosquillas en la piel del pecho. El deseo y la excitación se convirtieron en su oxígeno y lo inhaló como un hombre que se estuviera ahogando.

      Cuando la sintió apretarse a su alrededor y escuchó cómo contenía todavía más la respiración, supo que ambos estaban al borde, y con un último embate de sus caderas se derritieron los dos.

      Durante las horas nocturnas, entre el sueño y la vigilia, se buscaron el uno al otro llenándose de placer, buscando más, Y cuando los rayos del sol de la madrugada entraron en la habitación, Maria extendió el brazo y sintió solo el frescor de las sábanas frías y sedosas bajo la palma. Matthieu había hecho lo que prometió. Le había dado una noche, y luego… se marchó.

      Capítulo 3

      MARIA SE movió en el asiento para aliviar la sensación de tener clavados alfileres y agujas en la base de la columna vertebral. Mantenía un ritmo incesante con la rodilla, en parte porque después de las tres horas y media que llevaba allí sentada, sentía la necesidad imperiosa de ir al cuarto de baño.

      El vestíbulo del edificio de oficinas en Suiza resultaba impecable, todo hormigón y acero, pero ligeramente frío en la amenazante penumbra de la noche. Las letras plateadas de Minería Montcour se elevaban por encima del mostrador de recepción más allá del cual no le habían permitido pasar.

      Habían pasado tres meses desde la última vez que vio a Matthieu. Dos desde que empezó a sentir aquellas náuseas que la pillaron completamente por sorpresa. Un mes desde que una pequeña línea azul cambió su vida para siempre, y solo unos pocos días desde que la primera ecografía confirmó que su vida, sus vidas, habían cambiado para siempre.

      Maria creyó que tendría que pasar horas rastreando páginas de internet para encontrar a Matthieu, y había pensado incluso contactar con la princesa Sofia, la patrocinadora de la gala en la que conoció a Matthieu, para pedirle una lista de los invitados aquella noche. Tras reunirse de nuevo con Theo, Sofia le había perdonado la indiscreta discusión con Theo. Todo se había barrido debajo de la alfombra de la felicidad y el amor que rebosaba la pareja el día de su boda.

      En el pasado, semejante pensamiento le habría hecho sentir la aguda agonía del amor no correspondido, pero eso fue antes de Matthieu y antes de… se llevó la mano al vientre con gesto inconsciente y miró hacia la gigantesca y moderna lámpara de araña que colgaba del altísimo techo. El edificio entero hablaba de dinero. Pero, cuando una persona era tan rica como Matthieu Montcour, podía permitírselo.

      Aquella mañana lejana había salido de la suite de Matthieu en Andorra para encontrarse con su hermano Sebastian furioso y preocupado por su desaparición de la noche anterior. Pero entonces Maria le dijo que quería volver a casa, y él la llevó de regreso a su apartamento compartido del sur de Londres.

      Durante un mes se perdió en días muy ocupados, haciendo sus joyas y trabajando a tiempo parcial en un café. Pero durante las noches se sumergía en sueños de Matthieu y del placer que había arrancado de ella. La realidad del día a día se fue abriendo paso en su vida, y Matthieu llegó a convertirse en una especie de mito, como una fantasía que hubiera imaginado. No les dijo ni una palabra de él a Anita ni a Evin, sus compañeros de piso.

      Miró de reojo a la recepcionista, que golpeaba el teclado con fuerza, como si así fuera a lograr que Maria desapareciera. Pero no iba a irse a ninguna parte.

      Un mes después, tras la tercera semana sin lograr contener las náuseas, Anita le dio una prueba de embarazo con una sonrisa, una palmadita en el brazo y una taza de té. Todo muy inglés. Y luego se marchó. Maria apenas tenía recuerdos de los siguientes dos días. Estaba entumecida por el shock y abatida por muchas preguntas sin respuesta. Pero un único pensamiento se había mantenido constante.

      «Voy a tener el bebé».

      Se prometió a sí misma que cuando cumpliera el tercer mes y se hiciera la primera ecografía, se lo contaría a Matthieu.

      El sonido de unos tacones avanzando a toda prisa por el vestíbulo de mármol la sacó de sus pensamientos y trajo a Maria al presente. Una mujer elegantísima con un abrigo de lana se giró para mirar a un trío de hombres de traje que pasaban por ahí.

      –¡Ese hombre es absolutamente imposible! No me extraña que le llamen la bestia.

      A Maria no le cupo ninguna duda de a quién se refería. No después de la búsqueda que había hecho de Matthieu en internet. Tenía dos palabras: su nombre y la minería, su «interés profesional». No albergaba muchas esperanzas, pero estaba equivocada. Un

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