The twittering machine . Richard Seymour

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The twittering machine  - Richard Seymour Pensamiento crítico

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industria social no inventaron la depresión; solo la explotaron. Y para atenuar su punzada, uno tendría que explorar qué no marcha bien en otra parte.

      VII.

      Si la industria social es una economía de la atención que distribuye sus recompensas a la manera de un casino, ganar puede ser el peor resultado. Como muchos usuarios terminaron descubriendo, a su costa, no toda publicidad es buena publicidad.

      En 2013, un albañil de 48 años de Hull, en el norte de Inglaterra fue hallado ahorcado en un cementerio. Steven Rudderham había sufrido el hostigamiento de un grupo anónimo de justicieros de Facebook que habían decidido que era un pedófilo. Sin ninguna prueba contra él, alguien había copiado la imagen de su perfil y había hecho un anuncio en la red en el que se le acusaba de ser un «sucio pervertido». Bastaron solo quince minutos para que cientos de usuarios compartieran la publicación y tres días de correos con mensajes de odio y amenazas de muertes y castración para que Rudderham se suicidara.

      Pocos días antes, Chad Lesko de Toledo, Ohio, había sido atacado repetidamente por la policía y hostigado por residentes locales porque creyeron que le buscaban por la violación de tres niñas y de su hijo pequeño. La falsa acusación surgió de una cuenta ficticia orquestada por su exnovia. Irónicamente, Lesko había sufrido abusos de niño por parte de su padre. Este tipo de linchamiento, cada vez más común en la industria social, no siempre es resultado de una maldad consciente. Garnet Ford de Vancouver y Triz Jefferies de Filadelfia sufrieron la caza de brujas de las redes sociales porque ambos fueron confundidos con criminales buscados. Ford perdió su empleo y Jefferies fue hostigado por una horda indignada en su casa.

      Estos pueden ser ejemplos extremos, pero ejemplifican una cantidad de problemas bien conocidos, exacerbados por los medios, desde las fake news, a las provocaciones de los trolls y el bulling, a la depresión y el suicidio. Y plantean preguntas fundamentales sobre cómo funcionan las plataformas de la industria social. ¿Por qué, por ejemplo, hay tanta gente dispuesta a creer en las fake news? ¿Por qué nadie ha sido capaz de mantener a esa multitud en los carriles de la sensatez y señalarle la locura vindicativa de sus acciones? ¿Qué clase de satisfacción esperaban obtener de ellas los participantes, aparte de la schadenfreude, la alegría de ver que a alguien le fueran mal las cosas o hasta se muriera?

      Si bien es habitual percibir la industria social como un gran nivelador –y quizá lo sea–, también puede, sencillamente, invertir las jerárquicas corrientes de autoridad y de obtención de fuentes fácticas. Quienes se sumaron a las turbas de linchamiento no tenían ninguna prueba que autorizara las creencias que los impulsaron a actuar más que haber oído que alguien lo dijo. Cuanto más anónima es una acusación, tanto más efecto produce. El anonimato despega la acusación del acusador y de toda circunstancia, contexto, historia o relaciones personales que podrían haber ofrecido a cualquiera la oportunidad de evaluarla o investigarla. Permite que se imponga la lógica de la indignación colectiva. Pasado cierto punto, ya no importa si los participantes individuales están «realmente» indignados. La acusación se carga de ira en nombre de los acusadores. Tiene vida propia: es una bola de demolición que descarga sus golpes sin rumbo, omnidireccional; una voz que aparentemente no tiene cuerpo, una intimidación sin intimidador; un inquisidor, un cazador de brujas virtual. Las normas de veracidad no solo se han invertido; también se han apartado de la noción tradicional de la persona como fuente de verdad testimonial.

      Una acusación falsa es un tipo particular de fake news. Incluye cuestiones de justicia y convoca a tomar partido. Y como la mayoría de la gente no tiene la menor idea de lo que está sucediendo nadie está en condiciones de armar una defensa del acusado. Esto obliga al observador a mantener un silencio preocupado o a agacharse para pasar inadvertido dentro de la turba pensando «voy allí, pero por la gracia de Dios…». Al menos, en el último caso, obtendrá algunos likes por tomarse la molestia.

      La industria social no inventó el linchamiento colectivo ni el juicio-espectáculo. Los justicieros estuvieron buscando supuestos pedófilos, violadores y asesinos para atormentarlos mucho antes del advenimiento de Twitter. La gente disfrutaba de creer falsedades antes de poder recibirlas directamente en sus teléfonos inteligentes. Las intrigas en el lugar de trabajo y en los hogares se alimentan de una versión de las campañas de cotilleo e intimidación que vemos en la red. Para aplacar el linchamiento, el hostigamiento y las agresiones online habría que comprender por qué esas conductas se dan con tanta frecuencia en otras partes.

      ¿Qué cambió, pues, la industria social? Ciertamente ha facilitado que la persona común y corriente difunda falsedades, que los matones sueltos se unan en manadas contra determinados blancos y que la desinformación anónima se disemine a la velocidad del rayo. Sin embargo, La máquina de trinar ha colectivizado el problema de un modo nuevo.

      VIII.

      En 2006, un adolescente de trece años llamado Mitchell Henderson se suicidó. Los días siguientes, su familia, sus amigos y conocidos se congregaron en su página MySpace para hacer homenajes virtuales a su ser querido.

      Días después, un grupo de trolls comenzó a atacarlos. Al principio se mostraban divertidos por el hecho de que Henderson había perdido su iPod días antes de morir y había comenzado a publicar mensajes que implicaban que su suicidio era una respues­ta frívola e autoindulgente a la frustración consumista: «Problemas del primer mundo». En un post alguien adjuntó una imagen de la tumba del joven con un iPod apoyado contra ella. Pero lo que realmente los encendió en una espiral de hilaridad fue la desconcertada indignación que podían provocar en la incauta familia. Cuanto más se enfadaba la familia, tanto más gracioso les parecía.

      Más de una década después, un niño de once años de Tennessee, Keaton Jones, hizo un conmovedor vídeo en el que, llorando, describía el hostigamiento de que era objeto en la escuela. La madre, Kimberley Jones, lo publicó en su propia página de Facebook y el vídeo rápidamente se viralizó en varias plataformas de la industria social. Celebridades, desde Justin Bieber hasta Snoop Dogg, se unieron en la ola de apoyo al niño y un extraño organizó un crowdfounding para reunir dinero para la familia Jones.

      Con todo, casi tan rápidamente como Jones fue canonizado, la marea cambió. Los detectives de la industria social salieron a pescar en la cuenta de Facebook de Kimberley Jones y encontraron fotografías de la joven madre sonriendo con la bandera confederada y publicaciones en las que la mujer hablaba contrariada sobre la protesta contra el racismo de la Liga Nacional de Fútbol Americano impulsada por Colin Kaepernick. Se le atribuyeron comentarios abiertamente racistas sobre la base de un material hallado en una cuenta falsa de Instagram. Surgieron rumores, nunca corroborados, de que las intimidaciones sufridas por el muchacho se habían originado en epítetos racistas que él había utilizado en clase. Los tuits que lo afirmaban fueron compartidos cientos de miles de veces. Una cuenta parodia, «Jeaton Kones» se hizo viral: en ella se retrataba al niño con los caracteres estereotípicos de la «gentuza blanca» [White Trash] del sur.

      En la jerga de la industria social hasta existe una expresión para describir el proceso de elevar a alguien en las redes y después destruirlo con idéntica rapidez: Mil­shake Duck. Jonas se habían convertido en un miembro de esa subpoblación cada vez más numerosa de personas que, después de haber sido adoradas durante cinco minutos «por internet», súbitamente se convierten en objeto de odio por algo desagradable

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