The twittering machine . Richard Seymour

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The twittering machine  - Richard Seymour Pensamiento crítico

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el más sádico matón de la escuela. Da la impresión de que ya hay algo potencialmente violento y punitivo en el hecho de idealizar a alguien; como si el objetivo último de todas esas idealizaciones sensibleras fuera que se desmoronen: se les encumbra para después demolerlos mejor.

      Mientras se desarrollaba ese proceso, se produjo en Estados Unidos el último de una serie de suicidios incitado por el cyberbulling. Ashawnty Davis, según contaron sus padres, había descubierto que alguien había colgado en una aplicación de las redes sociales, donde se había vuelto viral, un vídeo de una pelea que ella había mantenido con una compañera del mismo colegio. La situación angustió tremendamente a Ashawnty. A las dos semanas, la encontraron ahorcada dentro de un armario. La perturbadora proximidad de estos acontecimientos enciende luces de alarma. ¿Se detendría «internet» o siquiera habría sido capaz de detenerse si hubiera empujado a Jones al suicidio? Si, más que molestar simplemente a una familia en duelo, ¿el acosamiento en manada hubiera sido la causa primaria de ese duelo?

      La diferencia crucial entre el caso de Henderson y el de Jones es que en el primero, los trolls eran marginales, subculturales, deliberadamente amorales y fácilmente despreciables. En el segundo caso, en cambio, los agresores operaban disimulados entre otros millones de usuarios de la industria social incitados por una mezcla de simpatía, identificación, voyeurismo emocional y la sensación de ser parte de algo importante que terminó derivando en amargo resentimiento, desconfianza y desprecio. Las provocaciones de los trolls se habían generalizado.

      Una distinción que tal vez corresponda hacer es que los trolls, a diferencia de la mayoría de los usuarios, son plenamente conscientes de lo que hacen al utilizar las redes y explotan el impacto acumulativo de cientos de miles de pequeñas acciones de usuarios indiferentes, como un tuit o un retuit. La mayor parte de quienes participaron en el hostigamiento de Jones dedicaron apenas unos minutos al caso. No fue una campaña concertada: cada uno fue simplemente parte de un enjambre, un punto decimal mi­núsculo en un tema que fue tendencia [trending topic]. Individualmente, la responsabilidad de cada usuario en la situación con frecuencia es homeopáticamente leve, por lo tanto, él siente que no causa ningún daño cediendo a sus tendencias más punitivas y agresivas, a su lado más oscuro. Sin embargo, incentivados y acumulados por la máquina de trinar, ese actos ínfimos de sadismo se vuelven monstruosos.

      Como dice la consigna de los «ciberagresores», «ninguno de nosotros es tan cruel como lo somos todos juntos».

      IX.

      El riesgo que corremos al apelar a ejemplos tan extremos es que podríamos estar legitimando una forma de pánico moral en relación con internet y justificando por lo tanto la censura estatal. Esta sería la respuesta tradicional a las furias orestianas: domesticarlas mediante «el imperio de la ley». Una respuesta basada en la intención de defender la jerarquía tradicional de la escritura en cuya cima está una constitución escrita o un texto sagrado del que emana la autoridad de lo escrito. Lo que una sociedad estima aceptable o inaceptable está fuertemente anclado en un texto autorizado, venerable. Por supuesto, el imperio de la ley nunca fue tan eficaz para refrenar las furias como esperaban los liberales. Las cazas de brujas de McCarthy en Estados Unidos a mediados del siglo pasado mostraron que la paranoia política podía diseminarse fácilmente a través de los mecanismos del estado liberal.

      No obstante, lo que está pasando ahora es que la digitalización del capitalismo desbarata aquellas viejas jerarquías escritas, de modo tal que los espectáculos de cacería de brujas y pánico moral y los ritos de castigo y humillación han sido delegados y descentralizados. La organización general del espectáculo, definido por el situacionista francés Guy Debord como la mediación de la realidad social a través de una imagen, ya no está en manos de burocracias centralizadas. Ha sido delegada, en cambio, a la industria de la publicidad, del entretenimiento y, por supuesto, a la industria social. Esto ha generado nuevas ecologías de la información y nuevas formas de la esfera pública. Ha cambiado las configuraciones de la indignación pública. La industria social no ha destruido el poder de la antigua autoridad escrita sino que le ha agregado una síntesis única de vigilancia barrial, un canal de infoentretenimiento y una bolsa de valores activos las veinticuatro horas. Combina el efecto del panóptico con el clima de colmena, provocación, transitoriedad y volatilidad de los mercados financieros. Sin embargo, el desempeño registrado por el estado liberal en su relación con la industria social es pobre y tiende a exhibir la tendencia a adoptar la lógica de la indignación online en lugar de contenerla. Hay casos famosos de una exagerada reacción legal a declaraciones hecha en internet. El fiasco conocido en el Reino Unido como el #twitterjoketrial [«el juicio por un chiste en Twitter»] incluyó que el estado arrestara, enjuiciara y condenara a Paul Chamber de 28 años por hacer una broma en Twitter. El joven había expresado su irritación contra el cierre del aeropuerto local, «amenazando», en un tono claramente sarcástico, con «hacerlo estallar por los aires». La condena de Cham­bers fue anulada después de una campaña pública pero no antes de que el bromista perdiera su trabajo. Menos conocido, pero tal vez igualmente ridículo, fue el caso de Azhar Ahmer quien, en un momento de cólera contra la guerra de Afganistán publicó que «todos los soldados deberían morir e ir al infierno». En lugar de tratar la publicación como el resultado de un arranque emocional que tenía derecho a sufrir, el tribunal lo condenó por publicar «una comunicación groseramente ofensiva».

      Quizá sean más reveladores los casos en que la indignación en las redes sociales motivó la acción policial. Es lo que le pasó a Bahar Mustafa, una estudiante de Goldsmith, al sudeste de Londres. En su calidad de representante elegida en su centro de estudiantes, Bahar había organizado un reunión para mujeres de minorías étnicas y estudiantes no binarios. Los estudiantes conservadores, indignados porque se había solicitado que los varones blancos no asistieran, montaron una campaña en las redes sociales para exponer el «racismo invertido» de Mustafa. En el furor de la campaña, la joven fue acusada de hacer circular un tuit con el hashtag, irónico, #killallwhitemen, como prueba de su «racismo invertido». Mustafa, a pesar de negar insistentemente que hubiera sido ella quien envió el tuit, fue arrestada. El Crown Prosecution Service [Servicio de Enjuiciamiento de la Corona], en lugar de tratar el caso como una muestra de las trivialidades de internet, intentó procesarla y solo retiró los cargos cuando quedó claro que tenía pocas probabilidades de condenarla. Pero, la acción de la fiscalía alimentó una tormenta multimedia apocalíptica de furia que se tradujo en ataques racistas contra Mustafa e invitaciones a que se «suicidara» o se entregara a un «violador». La fiscalía no tomó medidas contra estos últimos tuits, como tampoco la vasta mayoría de las publicaciones en ese sentido. En cambio, la autoridad apoyó pautas arbitrarias de indignación sancionando a individuos que supuestamente habían traspasado los umbrales del buen gusto y de lo que es apropiado publicar en la industria social. A veces el imperio de la ley engrandece a las furias en lugar de aplacarlas.

      Esto implica que ritos improvisados de deshonra pública, que estallan como una tormenta, pueden alimentarse de las respuestas oficiales. Y, puesto que la industria social ha creado un efecto panóptico pues ahora cualquiera puede ser potencialmente observado en todo momento, cualquier persona puede, súbitamente, quedar aislada, por haber sido seleccionada para recibir un castigo aleccionador. Dentro de las comunidades online, esta posibilidad produce en los usuarios una fuerte presión a coincidir con los valores y las costumbres de sus pares. Pero ni siquiera la conformidad con los pares constituye una salvaguarda porque cualquiera puede ver lo que se publica. El público potencial de cualquier post colgado en internet es la totalidad de los usuarios de internet. La única manera de encajar con éxito en internet es ser indeciblemente anodino y banal. Y aun cuando uno pasara toda su vida online compartiendo memes «empoderadores», citas «edificantes» y ciberanzuelos de vídeos virales, nada garantiza que alguien, en algún lugar del mundo, considere que su mera existencia es un buen blanco para su agresividad. Mecanicamente, el agresor de internet busca blancos que sean «aprovechables», es decir, que presenten algún tipo de vulnerabilidad, desde mostrar un sufrimiento a colgar un post siendo mujer o perteneciendo a una minoría. Y el trolling es una exageración estilizada de la conducta común y corriente, sobre todo de la conducta en internet.

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