Los Hermanos Karamázov. Fiódor Dostoyevski
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—Escucha, madre desconsolada —dijo el monje— ¿No sabes dónde está tu hijo...? Pues está al lado del Señor, junto al Altísimo. Los niños son los ángeles del Cielo... No te desesperes, porque él es feliz ahora. Es otro ángel que ruega a Dios por ti... Llora, llora si quieres; pero que tus lágrimas sean de gozo y no de pena.
La mujer suspiró profundamente.
—Eso mismo me decía mi esposo para consolarme —repuso—. “¡Qué tonta eres!”, me repetía, “¿por qué llorar? Nuestro hijo, está ahora en el Cielo y canta con los otros ángeles las glorias del Altísimo.” Pero, ¡ah, padre!, que mientras eso decía mi esposo también él lloraba...
—Sin embargo, tenía razón en lo que te aseguraba —repuso Zossima—. Tu hijo, repito, está en el seno de Dios.
—¡Ah, sí! —admitió la madre, juntando las manos—, no puede ser de otro modo. Está en el seno de Dios... pero, ¡ay de mí! Yo soy su madre y lo he perdido para siempre. ¡Ya no le veré nunca más! ¡Ya no oiré jamás su dulce acento!...
Y escondiendo la cara entre sus manos, rompió de nuevo a llorar con amargura.
—Escucha, madre amorosa —repuso Zossima, solemnemente—. ¿No crees que cometes un grave pecado desesperándote de ese modo? ¿No sabes que, en realidad, tu hijo no ha muerto?
—¿Que no ha muerto?
—No, hija mía. El alma es inmortal, y si ella es para ti invisible, sin embargo continúa la de tu amado hijo circundándole por doquier. Pero, ahora, su alma sufre.
—¡Sufre mi hijo! —exclamó, asustada, la pobre mujer.
—Sí, sufre; y sufre por tu causa.
—¡Dios santo! ¿Qué dice usted?
—La verdad. Sufre por tu causa, porque ¿cómo quieres que pueda gozar de la eterna bienaventuranza viendo que tú abandonas aquella casa, aquel lugar de sus amores? ¿Dónde quieres que vaya tu hijo, si en ninguna parte encuentra juntos a sus padres?
—¡Oh!
—Dices que crees verlo y oírlo, y que sufres horriblemente al no hallarlo. ¿Sabes por qué sucede eso? Porque el alma del niño amado te llama... pero diciéndote que vuelvas al lado de tu esposo, en donde, poco a poco, te será devuelta la calma que perdiste. Tu propio hijo velará tu sueño y te inspirará resignación cristiana, para sufrir con paciencia los contratiempos que la Divinidad nos manda... ¡Ah, hija mía querida! Los humanos somos egoístas. Queremos solo dicha y ventura material sin otorgar por ella ningún sacrificio... ¡Vuelve, vuelve, hija mía, al lado de tu marido, y allí, pensando en él los dos, hablando de su hijo a todas horas, hallarás el consuelo que apeteces! ¿No estarías tranquila si supieses que tu hijo estaba, ahora, en casa de una hermana tuya...? Sí, ¿verdad? Pues, ¿cómo no has de estarlo más, sabiendo que está en la casa de Dios?
—¡Volveré, padre amado! ¡Volveré enseguida a mi casa! —respondió la madre, con mucho pesar.
—¿Hoy mismo?
—Hoy mismo, sí. ¡Ah, qué gran consuelo me ha dado! ¡Sí, sí! Ahora oigo la voz de mi esposo que me llama a su lado...
La madre partió con ánimo resuelto.
Entonces el monje dirigió la vista a una viejecilla vestida al uso de la ciudad.
—¿Qué le pasa a usted, matrona?
—Yo, padre —respondió la anciana—, soy viuda de un oficial del ejército, y tengo un hijo empleado en Siberia, del cual no recibo noticias hace ya un año, y deseo informarme...
—Pero yo, hija mía, no soy adivino.
—Es que...
—Hable con cuidado.
—Una amiga mía, muy rica, me ha dicho: “Escucha, Prokhorovna, deberías inscribirlo en una iglesia para que rueguen por el reposo de su alma; entonces, su espíritu se sentirá ofendido y te escribirá tu hijo enseguida; tenlo por seguro. Esto se ha hecho ya varias veces”.
—¡Qué disparate! —exclamó el anciano—. ¡Qué vergüenza! ¿Es posible? ¡Rogar por un alma viviente! ¡Ah, no! ¡Eso es un pecado horrible! ¡Una brujería! ¡No, no! Yo la perdono, y el Cielo la perdonará igualmente, a causa de su ignorancia. Ruegue usted a la Virgen que proteja a su hijo, que vele por su salud, y que le perdone a usted ese loco pensamiento que ha tenido... Escuche: o su hijo vendrá pronto, o le escribirá a usted. Váyase en paz. Su hijo vive, yo se lo aseguro.
—Gracias, padre amantísimo.
Enseguida llamaron la atención del monje dos ojos que resplandecían entre la muchedumbre. Dos ojos devorados por la fiebre...
Era una joven campesina enferma, que permanecía silenciosa, mirándole fijamente; sus ojos suplicaban, pero ella no se atrevía a moverse.
—¿Qué deseas, hija mía? —preguntó Zossima.
—Su absolución, padre —respondió ella, dulcemente, arrodillándose—. ¡He pecado, padre mío, y mi pecado me asusta!
El monje se sentó en el escalón más bajo, y la mujer se le aproximó, arrastrándose sobre sus rodillas.
—Hace tres años que soy viuda —repuso ella, en voz baja y temblorosa—. La vida conyugal era muy penosa para mí. Mi marido era viejo y me maltrataba cruelmente. Después cayó enfermo, y yo pensé: “Si se mejora, volverá a levantarse, y ¿qué será de mí...?”. Entonces, padre, tuve una idea horrible...
—Espera —dijo el monje, aproximando su oído a los labios de la joven—. Habla ahora.
La penitente siguió su relato en voz tan baja que ninguno, salvo el confesor, podía oír.
La confesión fue brevísima.
—¿Y han transcurrido tres años desde que eso ocurrió? —preguntó el monje.
—Sí, padre, tres años. Al principio no pensaba en ello, pero ahora no puedo estar un momento tranquila.
—¿Vienes desde lejos?
—Sí.
—¿Te has confesado de ello antes?
—Dos veces.
—¿Y te han dado la comunión?
—Sí, pero temo la hora de la muerte.
—Nada temas. De nada te lamentes. Arrepiéntete y Dios te perdonará. No hay en el mundo ningún pecado que Dios se niegue a perdonar al que de veras se arrepiente de haberlo cometido. La misericordia divina no se agota