Los Hermanos Karamázov. Fiódor Dostoyevski

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Los Hermanos Karamázov - Fiódor Dostoyevski Colección Oro

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así el daño que antes causó... Vete, pues, y cesa de temer. Sé humilde... Soporta con paciencia las ofensas de los hombres. Perdona de corazón el mal que te hizo el difunto. El amor, hija mía, salda todas las cuentas. Piensa en esto: si yo, que soy un pecador como tú, tengo piedad de ti, ¿cuánto más grande no será la bondad divina? El amor es un tesoro de tal valía, que él solo basta para rescatar todos los pecados del mundo; no solo los nuestros, ¿comprendes?, sino los del universo entero. Ve, y nada temas.

      Y después de hacer por tres veces consecutivas el signo de la cruz, se quitó del cuello una medallita y la colgó en el de la joven.

      El monje se levantó y sonrió a una mujer llena de salud, que llevaba en los brazos una pequeñuela.

      —Vengo de Nishegoria, padre mío... ¿Se ha olvidado usted de mí? ¡Qué mala memoria tiene! —dijo la mujer—. Me aseguraron que estaba usted enfermo, y entonces pensé: “Es preciso que vaya a verle”. Y veo que, felizmente, no está tan mal como yo temí. Todavía vivirá usted veinte años más; puede estar seguro. ¡Que Dios conserve su preciosa salud! Nada ha de temer, porque son muchos los que ruegan por usted.

      —Gracias, hija mía.

      —A propósito, debo pedirle un favor. He traído conmigo sesenta kopeks, y le ruego que se los entregue a otra que sea más pobre que yo.

      —Gracias, gracias, hija mía. Tú eres un alma buena. Haré lo que me dices. ¿Es una niña lo que llevas en brazos?

      —Sí, padre: Lizaveta.

      —¡Que Dios bendiga a las dos! Tu visita me ha causado gran placer... ¡Adiós, adiós a todos, hijos míos!

      Y luego de bendecir a los que allí se hallaban se retiró.

      Capítulo IV

      La pomiestchika, que asistió a aquella escena, lloraba dulcemente.

      Era una señora aristocrática, sensible, y de instintos verdaderamente buenos.

      Se levantó, y dando algunos pasos hacia el monje, que venía a su encuentro, le dijo con entusiasmo:

      —¡Estoy muy conmovida!

      La emoción le impidió continuar.

      —Comprendo que el pueblo le ame —repuso ella—. Yo también amo al pueblo... ¡Ah, sí! ¡Es muy bueno el sencillo pueblo ruso!

      —¿Cómo está su hija? ¿Desea tener otra entrevista conmigo?

      —Sí. Con gusto me hubiera quedado aquí, a su puerta, tres días de rodillas, para tener el placer de hablar con usted algunos instantes. Hemos de expresarle nuestra ardiente gratitud. Ha curado usted a mi querida Liza. La ha curado absolutamente, y ¿cómo? Rogando solamente por ella y poniéndole las manos sobre la cabeza. Hemos venido a besar sus manos veneradas, y a manifestarle nuestra gran admiración.

      —¡Cómo! ¿Dice que la he curado?

      —Por lo menos ha desaparecido la intensa fiebre que la atormentaba.

      —¿Desde cuándo?

      —Desde el jueves. Hace ya dos días que duerme tranquilamente.

      —¿Y las piernas?

      —Más fuertes —respondió la dama—. Vea usted sus mejillas cómo empiezan a colorearse de nuevo. Vea la brillantez de sus ojos. Antes lloraba, ahora ríe y está contenta. Hoy probó de sostenerse en pie, y ha estado más de un minuto sin apoyarse en nada. Liza dice que antes de quince días podrá ponerse a bailar. He hecho venir al doctor Herzeuschtube, y cuando la ha visto se ha quedado admirado.

      —¿Qué dijo?

      —Se encogió de hombros primero, y luego aseguró que no lo comprendía. ¿Y aún dirá usted que nada le debemos? ¡Da las gracias, Liza mía, da las gracias a este santo varón!

      El rostro sonriente de Liza cambió de improviso, tornándose grave; se incorporó cuanto pudo, en la butaca, y volviéndose hacia el monje, juntó las manos... Pero luego, no pudiendo contenerse, soltó una carcajada.

      —¡Es él! ¡Es él! —exclamó, señalando a Aliosha y mirándole con infantil despecho.

      El rostro del jovencito se encendió, y sus ojos centellearon... Luego los cerró.

      —¿Cómo está usted, Alekséi Fiódorovich? —dijo la dama, tendiendo al joven su mano enguantada—. Liza tiene algo que decirle.

      El monje se volvió, y miró atentamente a Aliosha, mientras este se aproximaba a la jovencita, sonriendo tímidamente.

      Liza adoptó un aire importante.

      —Katerina Ivánovna le envía, por intermediación mía, esta carta —dijo la niña, dándole un pliego cerrado—, y me dice que le ruegue que vaya usted a verla enseguida.

      —¿Que vaya yo a su casa...? ¿Y por qué motivo? —murmuró Aliosha, sorprendido.

      —Creo que será a propósito de Dmitri Fiódorovich y... a todos los sucesos ocurridos últimamente —se apresuró a responder la pomiestchika—. Katerina ha tomado una resolución; verdaderamente necesita verle... al menos así lo dice. Irá usted, ¿verdad? El sentimiento cristiano se lo ordena.

      —Solo la he visto una vez —replicó Aliosha, sin reponerse de su sorpresa—. Bueno... iré —añadió el joven, después de leer la carta, la cual no contenía sino una calurosa súplica de que no faltase.

      —Será una buena acción por parte suya —dijo Liza, animada—. Y yo pensaba que no iría usted... hasta se lo aseguré a mamá, diciéndole que estaba usted demasiado ocupado en la salvación de su alma... ¡Qué bueno es usted! ¡Tengo verdadero placer en manifestarlo!

      —¡Liza! —dijo la madre con tono que pretendía ser severo; pero sonriendo enseguida, añadió—: Usted nos olvida demasiado, Alekséi. No viene usted nunca a nuestra casa... Y, sin embargo, he oído más de una vez decir a mi Liza que nunca se sentía tan bien como cuando estaba usted cerca de ella.

      Aliosha bajó la vista, se sonrojó de nuevo y sonrió sin saber por qué.

      El starets se hallaba distraído, hablando con un monje que venía de otro convento del norte.

      Zossima lo bendijo y le invitó a que le visitase en su celda cuando lo tuviese por conveniente.

      Se retiró el forastero, y la pomiestchika, dirigiéndose de nuevo a aquel, le preguntó:

      —¿Qué clase de enfermedad es la suya, padre? Porque, aparentemente, su salud parece no haber sufrido alteración alguna... Tiene usted el rostro alegre...

      —Hoy me siento mejor —respondió Zossima—; pero esta mejoría es pasajera. Conozco mi dolencia, y, si aparento estar alegre, es porque el hombre se siente feliz cuando puede decir: “He cumplido mi deber”. Por lo demás, me satisface su observación, ya que todos los santos se mostraron siempre contentos.

      —Dichoso usted, padre, que puede creerse feliz... Pero, ¿existe acaso la felicidad? Escúcheme, señor, ya que tiene la amabilidad de permitirnos que permanezcamos aquí todavía algunos instantes,

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