Escultura Barroca Española. Entre el Barroco y el siglo XXI. Antonio Rafael Fernández Paradas
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Martínez Montañés manifestaba con orgullo su religiosidad. Pedro de Mena y Gregorio Fernández tuvieron fama de artistas devotos y, con frecuencia, se hallan relatos en los que el escultor solicita ayuda divina, como es el caso de José de Mora, quien llegó a encomendarse a Dios para que la hechura de la imagen de la Dolorosa de Santa Ana de Sevilla le saliera bien. La religiosidad de Pedro de Mena ha sido unánimemente resaltada por los estudiosos de la obra del artífice granadino, y se ha destacado el acierto con el que supo imprimir la expresión divina, casi mística, en las figuras de los santos representados.[8]
Según Elena Gómez–Moreno, Gregorio Fernández debe más al ambiente espiritual de su tiempo que al artístico, idea esta bastante extendida entre los primeros investigadores que se ocuparon de la escultura barroca española en madera.[9] La leyenda del Cristo a la columna, que habló al escultor vallisoletano antes de salir del taller sería, según la citada historiadora del arte, una prueba del ambiente piadoso que rodeaba a este escultor. Para Elena Gómez–Moreno, Gregorio Fernández, amigo de carmelitas, franciscanos y jesuitas, era un cristiano fervoroso y practicante, según dejan traslucir las escasas noticias de sus biógrafos y las formularias de los documentos: “hombre caritativo, recoge y cría a una criatura echada a su puerta; ejerce tutela paternal con Manuel Rincón, huérfano de su presunto maestro… Mayordomo de su parroquia, cubre a su costa el déficit de las cuentas; es pródigo en limosnas, generoso con sus compañeros…”[10]
El escultor, particularmente el imaginero como creador de imágenes devocionales e incluso milagrosas, aparece reflejado en la literatura artística como alguien que gracias a su actos y virtudes cristianas es capaz de mediar entre Dios y los hombres. Se trata de fuentes que buscan transmitir los valores cristianos de algunos de nuestros más insignes escultores, y donde se describen incluso los efectos maravillosos o prodigios acaecidos durante la creación de imágenes talladas. Estos hechos milagrosos fueron también relatados en anécdotas y leyendas relacionadas con los pintores, siendo Pacheco, en su Arte de la pintura, quien se encargó de incluir algunos ejemplos, con los que culmina sus argumentos acerca de la nobleza de la pintura.[11] No obstante, pese a que no existe en el barroco español un tratado específico sobre escultura donde, a la manera de Pacheco, se ilustre el carácter superior de dicho arte con ejemplos relativos a las conductas religiosas y las virtudes cristianas de nuestros escultores, sí que podemos hacer una lectura similar a partir de algunas fuentes literarias. Un ejemplo de este tipo de narraciones es el Discurso del ilustre origen y grandes excelencias de la misteriosa imagen de Nuestra Señora de la Soledad del convento de la Victoria de Madrid[12] (Madrid, 1640), de Fray Antonio de Arcos, donde se cuenta cómo Gaspar Becerra, tras recibir el encargo de ejecutar en bulto una imagen de la Virgen tomando como modelo una pintura logra, tras varios intentos, tallar una imagen de vestir que es resultado de una “revelación” y de un prodigio, pues la realizó a partir de un tronco de roble que ardía en su chimenea.
1.2. De Prometeo a Deus artifex
“Caminamos por el mundo como si visitáramos un taller en el que el escultor divino exhibe sus maravillosas obras. El Señor, artista y creador de estas maravillas, nos incita a su contemplación”.[13]
Varias anécdotas de autoexigencia y pasión propiciaron desde la Antigüedad diversos relatos acerca del temperamento del artista. En tales narraciones aflora la vanagloria y el orgullo del creador, un orgullo que, en el caso de algunos “escultores” míticos como Prometeo, Hefesto o Epimeteo, llegaron a despertar la envidia de los dioses, por lo que fueron castigados.[14] El excesivo afán de perfección, unido al sentimiento de insatisfacción de algunos escultores griegos –características que desde nuestra óptica serían valoradas como rasgos de la personalidad artística–, no fueron entendidas positivamente por sus contemporáneos. De este modo, el escultor Calímaco se ganó el apodo de “el pesado” por su desmesurada preocupación por los detalles, y a Apolodoro le llamaban “el loco” porque era un “duro crítico de su propia obra y a menudo rompía una estatua acabada por ser incapaz de alcanzar el ideal al que aspiraba”.[15]
Aquella necesidad prometeica de competir con los dioses reaparece en época moderna, pero las muestras de irascibilidad desatadas por el propio artista ante su obra serán interpretadas como signo de su excelencia artística. Es célebre la leyenda sobre Miguel Ángel, quien al acabar la escultura de el Moisés le golpeó en la rodilla derecha y le dijo: “Por qué no me hablas?, un gesto, por otro lado, que apunta hacia una soberbia “divina”.
La versión cristiana del relato pagano sobre la creación del hombre asocia la figura de Dios Creador, el primer artista creador de formas, con la del escultor. Se pueden diferenciar dos grupos de ideas, Dios como creador del mundo (arquitecto), y como modelador del hombre (escultor). La imagen más extendida es la de Dios que, como escultor, da forma a la humanidad a partir de la arcilla. Este concepto de raigambre medieval según el cual se compara a Dios con el artista, medio por el cual se trataba de hacer comprensible la obra divina de la Creación, tiene sus raíces en la Biblia: “Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente”.[16]
La idea del Deus artifex, fue empleada en el contexto de la España del Barroco como argumento en defensa de la superioridad de la escultura sobre la pintura. De este modo, en la literatura artística encontramos interesantes asociaciones entre las facultades del escultor y de Dios. Son conocidas algunas anécdotas que atribuyen a Alonso Cano un estado particular de vanagloria por la superioridad de su arte, como la que cuenta Palomino a propósito del precio de una escultura de san Antonio de Padua, encargada por un Oidor de la Real Chancillería, al que le respondió el artista: “…oidores los puede hacer el Rey de polvo de la tierra; pero sólo a Dios se reserva el hacer un Alonso Cano. Y sin esperar más razones aquel intrépido espíritu impaciente, tomó la efigie del santo, y tiróla al suelo con tal violencia, que la hizo menudos pedazos”.
A Martínez Montañés le otorga Palomino una facultad casi divina, por el modo en que describe sus esculturas: “Y en el Real Convento de la Merced, casa grande, hay también de su mano una portentosa imagen de Jesús Nazareno, con el título de la Pasión, y la Cruz a cuestas, con expresión tan dolorosa, que arrastra la devoción de los más tibios corazones, y aseguran, que el mismo artífice, cuando sacaban esta sagrada imagen, en Semana Santa, salía a encontrarla por diferentes calles, diciendo que era imposible, que él hubiese ejecutado tal portento.”
1.3. La identidad del escultor a través de la firma
Determinados gestos de los artistas, como la firma, son susceptibles de interpretarse como un signo de autocomplacencia, así al menos lo entenderían los tratadistas españoles a la hora de destacar la costumbre de algunos escultores frente a la de sus colegas. La firma delata el grado de dignidad y de reconocimiento personal y social del artífice, esto es, la propia actitud del artista frente a su arte; pero también, de algún modo, constituye una respuesta a las exigencias de la sociedad.
Las firmas de escultores españoles durante el siglo XVI son escasas. Se conoce la del escultor Gaspar Núñez Delgado, que firmaba en sus pequeñas piezas de marfil. En el siglo XVII la firma aparece vinculada a determinados ambientes, como sucede con Luisa Roldán, dada la excepcionalidad que suponía ser escultora y al mismo tiempo haber alcanzado el título de artista de cámara. A partir del seiscientos fueron asiduas las firmas en la escuela de Granada, de hecho no se recuerda otro escultor que haya dejado tantas obras firmadas como Pedro de Mena, quien colocaba una inscripción en la peana, indicando su nombre, ciudad, la residencia y el año. Sin duda alguna, este hábito es indicativo del orgullo personal, un orgullo que acaparan también sus discípulos. La alargada sombra