Más que una secretaria. Carla Cassidy

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Más que una secretaria - Carla Cassidy Jazmín

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sentirse físicamente atraído por ella. La semana que los aguardaba habría sido un infierno si Angela hubiera sido una belleza.

      Se felicitó a sí mismo por su inspirada elección. Pedirle a su sencilla secretaria que interpretara el papel de su esposa había sido una idea genial. No existía la posibilidad de que alguno de los dos se tomara el juego demasiado en serio.

      Cuando se hallaban a pocas millas de Mustang, Angela abrió los ojos.

      –Hola, dormilona –saludó Hank–. Llegaremos en diez minutos.

      Angela se incorporó en el asiento.

      –Oh, lo siento. No tenía intención de quedarme dormida –se llevó las manos al pelo en un gesto de timidez–. Viajar en coche siempre me produce este efecto.

      –No te preocupes. Hay otra cosa de la que debemos ocuparnos antes de llegar –dijo Hank, mientras sacaba del bolsillo de su pantalón una cajita de joyería.

      –¿De qué? –preguntó Angela.

      –De tu anillo de boda, por supuesto.

      Angela abrió la cajita y se quedó boquiabierta.

      –Oh, es precioso.

      Hank asintió.

      –Era el anillo de mi madre. Me ha parecido que sería un bonito detalle que lo llevaras. Póntelo.

      Angela deslizó el anillo en su dedo.

      –Es un poco grande, pero no importa. Prometo cuidarlo muy bien.

      Hank sonrió.

      –Supongo que ahora es oficial. Llevas mi anillo, así que eso te convierte en mi esposa.

      –Sabes que esto es una locura –dijo Angela mientras observaba el anillo, que tenía un gran diamante en el centro rodeado por otros más pequeños.

      –Lo que sería una locura sería perder a Brody Robinson como cliente –Hank se quedó en silencio mientras entraban en los límites de la población y trataba de recordar las señas que le había dado Brody.

      –Qué pueblo tan encantador –dijo Angela mientras avanzaban por la calle principal.

      Hank asintió, fijándose en las antiguas y pintorescas fachadas de las tiendas, que recordaban a las de un típico pueblo vaquero.

      –El rancho de Brody está al otro lado del pueblo, a varios kilómetros hacia el oeste –explicó–. ¿Te estás poniendo nerviosa? –preguntó, al ver que Angela se movía inquieta en su asiento.

      –Un poco –replicó ella, y sonrió–. Nunca había estado casada hasta ahora.

      Su sonrisa hizo algo a su rostro… lo iluminó, enfatizando el brillo de sus ojos y confiriendo a sus rasgos irregulares un encanto especial.

      –Esto es lo más cerca que pienso estar del matrimonio –dijo Hank, en tono más forzado del que pretendía.

      Unos minutos después giraban en el sendero que llevaba al rancho de Brody. Incluso sin el cartel que decía Robinson’s Ranch, Hank habría sabido que el lugar pertenecía a su cliente por la enorme galleta de metal que adornaba la verja de entrada.

      –No hay nada sutil en Brody –murmuró mientras la casa del rancho aparecía ante su vista.

      –¡Dios santo! –exclamó Angela–. ¡Es una mansión!

      Y era una mansión, sin duda. La casa tenía dos plantas y era de proporciones mastodónticas. Encima del porche, con sus enormes columnas, asomaban dos grandes balcones de la planta alta.

      A lo lejos se veían las demás edificaciones del rancho, así como cientos de vacas pastando en unas extensiones de hierba que parecían no tener fin.

      –Bastante impresionante –dijo Hank, mientras detenía el coche junto a la casa–. Brody nunca hace nada a medias –apagó el motor y en ese momento salió Brody Robinson de la casa. Hank se volvió hacia Angela con una sonrisa que parecía tensa–. Ya estamos en plena faena. Recuerda que estamos casados.

      Brody abrió la puerta del coche.

      –Cuánto me alegro de verte –el robusto vaquero sacó casi a rastras del coche a Hank, y enseguida corrió a ayudar a Angela–. Y tú debes ser su damita –exclamó, abrazándola como un oso–. Pasad a conocer a mi media naranja. No os preocupéis por el equipaje. Enviaré a uno de mis empleados para que lo recoja.

      Mientras seguían a Brody, Hank tomó a Angela de la mano. La tenía fría como el hielo. Le dedicó una reconfortante sonrisa que ella trató de devolverle.

      –¡Barbara! –gritó Brody mientras entraban en el enorme vestíbulo de la casa–. Ya han llegado nuestros primeros invitados –volviéndose hacia Hank y Angela, añadió–: Las otras parejas llegarán a última hora de la tarde –los tres se volvieron al oír el sonido de unos tacones acercándose–. Ah, aquí está mi esposa.

      Alta y esbelta, atractiva, con el pelo corto y gris, Barbara Robinson irradiaba calidez y simpatía. Brody le pasó un brazo por los hombros e hizo las presentaciones.

      –Este es Hank, el cerebro que se oculta tras nuestras campañas publicitarias, y esta es su encantadora esposa, a la que unas veces llama Marie y otras Angela.

      –Llamadme Angela, por favor –dijo Angela, mientras estrechaba la mano que le ofrecía Barbara–. Gracias por invitarnos a vuestra casa. Hank y yo estábamos deseando venir.

      Hank sintió una oleada de orgullo. Angela sonaba cortés y sincera, dos cualidades que querría en una esposa… si es que quisiera una esposa.

      –Vamos al cuarto de estar. Acabo de preparar una limonada. Podemos charlar un rato antes de que os instaléis en vuestro cuarto –Barbara los condujo a un amplio cuarto de estar y señaló el sofá para que se sentaran–. Enseguida vuelvo con los refrescos.

      Hank y Angela se sentaron en el sofá y Brody ocupó uno de los sillones que había enfrente.

      –¿Habéis atravesado Mustang para venir?

      Hank asintió.

      –Bonito pueblo.

      –Es el mejor pueblo de los Estados Unidos –dijo Brody, con evidente entusiasmo–. Y sus habitantes son la mejor gente del mundo. Llevamos aquí poco tiempo, pero no querríamos vivir en otro sitio –sonriendo, añadió–: Hacéis una pareja estupenda. ¿Cuánto tiempo lleváis casados?

      –El mes que viene hará dos años –dijo Angela. Hank asintió, satisfecho.

      –Ah, así que os casasteis en verano. Barbara y yo nos casamos en diciembre, en medio de la peor tormenta de nieve de la historia de Montana. Casi me congelo al ir a la iglesia, pero estar con ella me ha mantenido caliente desde entonces.

      –Es un tonto sentimental –dijo Barbara mientras entraba con las bebidas. Sonrió cariñosamente a su marido–. Cada vez que nieva se empeña en renovar nuestros votos… y nieva mucho en Montana.

      Tras dar a cada

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