Tea Rooms. Luisa Carnés

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Tea Rooms - Luisa Carnés Sensibles a las Letras

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mayor que yo; pero no en el fondo. Las muchachas de hoy conocemos muy bien al tal M. F. M. F. nos cede el asiento en el Metro y nos tiende el sueldo desde la altura de su Caja cada mes y nos mira oblicuamente al escote cada vez que nos dicta una carta.

      —¡Qué mala suerte tiene una…!

      ¿Contra quién va la mirada turbia de la madre? ¿Contra Matilde? ¿Contra M. F.? Levanta un paño de cretona de la mesa, lo dobla y pasa un trapo sobre el tapete de hule, roto en las esquinas. Luego saca un plato con un pedazo de queso, que divide en seis.

      —¡Vamos a comer!

      —¡Yo no quiero queso!

      —¡Pues come mierda!

      —Ya sabes que no me gusta el queso.

      —¡Que te calles esa bocaza!

      —¡Bueno! ¡No pagues conmigo lo de la carta!

      —¡No lo pago contigo!… ¡No lo pago contigo!…

      Pero le golpea ciegamente, cruelmente, en la cabeza, en la espalda, en la frente.

      Matilde no trata de impedirlo; conoce de sobra el final de la escena comenzada; la madre se irá a llorar a la cocina, y el hermano a la cama con los labios tumefactos. Todo producto del ambiente mísero. ¿Qué mal han hecho estas pobres criaturas? Por ahí se ven otros niños, incluso feos y deformados, con sus buenos trajecitos, sus juguetes, sus perros perfumados; y ellos mismos huelen tan bien… Esos niños van en su coche hasta la escuela, una escuela higiénica, con su hermoso jardín de recreo, su calefacción… En la escuela municipal hace frío, y el mal remunerado profesor sufre de hipocondría, que se esquina contra los pobres niños. En la escuela municipal… ¿Dónde ha leído Matilde: «Vivimos en una sociedad podrida»? ¡ Cállate, pensamiento!

      Matilde se sienta a la mesa y muerde un pedazo de queso, rojizo y picante en ciertos sitios.

      Pensamiento, idiota, ¡duerme!

      3

      La lluvia ha cesado, y las plantas han comenzado a florecer. Flores en los árboles, en las trepadoras madreselvas y en los vestidos de las mujeres. De las mujeres ricas, para las que es la primavera una ilusión más. Para la muchacha pobre el cambio de estación supone la adición de un problema a la suma de dramáticos problemas que integran su vida. Cada primavera requiere una renovación proporcional del indumento. La mujer rica desea el estío, que la permite cultivar su fina desnudez. La pobre lo teme. La pobre ve con temor la proximidad de los días radiantes de ese sol enemigo que descubre el zapato informe, que ilumina cada deterioro del atavío con la precisión del reflector a la estrella. La mujer pobre ama el invierno, aunque el agua la entumezca los pies. En el invierno, la gente camina deprisa —cada uno a lo suyo—. Hace demasiado frío para fijarse en los demás. Llueve demasiado para detenerse a contemplar una pierna bonita. Y la muchacha modesta no se ve constreñida a caminar salvando el buen equilibrio de un zapato torcido. El invierno enerva los miembros y agrieta las manos desnudas; pero la mujer pobre lo prefiere al estío y a la primavera, porque ante todo tiene un sexo y un concepto de la feminidad, que cultiva como la mujer rica su fina desnudez en las playas cosmopolitas.

      La primavera blanquea las acacias.

      Las mañanas, estas mañanas de mayo, azul-doradas…

      La arena limpia de los parques, más blanca, y el follaje, más verde. Todo tibio en los parques, todo transparente. Todo como hecho para delicia de los sentidos. («¿Qué haces ahí al sol, joven «parado», con tus manchas, tus groseros zurcidos y ese libro marxista entre las manos?) ¡Todo es tan suave!

      »Pero la enamorada llegó hasta él y rodeó con sus brazos el cuello del joven: —¡Bien sabes, Jorge mío, que nunca he dejado de amarte!».

      La mujer marchita siente que una lágrima caliente le resbala hasta el grueso cristal de las gafas. Al través de ellas, sus ojos llorones parecen los ojos de una vaca sentimental. Sus brazos enrojecidos muestran los rubios vellos erizados.

      ¡Un amor semejante! La sangre se agolpa a las mejillas de la lectora de novelas blancas. El sombrero blanco de piqué la entolda la frente estrecha. Los zapatos largos de lona están muy juntos, inmóviles. Las rodillas descarnadas se delatan bajo la falda azul claro.

      «Yo esperaba este instante inefable, Enma; lo esperaba…»

      ¡Uy, lectora de novelas blancas, detenida, colgada hace veinte años del aro rosa de un segundo bobo! Al través de tus gafas impecables, ¿no ves correr la sangre de Oriente y Occidente?

      «Sólo se espera cuando se cree, Jorge.»

      ¡Uy, lectora de novelas blancas! Blanco y azul, azul. Te veremos un día próximo, con tus gafas, tu libro y tu simplicidad interior, enriqueciendo la vitrina de un museo arqueológico.

      Todo suave, todo tibio, sencillo.

      Las palomas y los gorriones picotean las migajas perdidas en los paseos, y los cisnes deslizan trozos de pan a lo largo de su pescuezo. Blanco. Blanco.

      La nodriza, con sus collares de plata y sus anchas monedas en los lóbulos alargados.

      Los niños, blanco y rosa: «Yo era el banquero». «Yo era Al Capone». (Anaranjado hacia el rojo).

      El cañoncito de lata gris dispara un proyectil de piedra contra la paloma blanca, de pico sonrosado.

      Clat, clat, clat.

      Vuelo blanco.

      (La sangre de Oriente y Occidente…)

      Blanco, rosa y azul.

      (¿Qué haces en ese banco, en el centro de esa molicie suave, joven lector de libros revolucionarios?)

      Blanco y rosa y azul de los parques en explosión primaveral.

      Al través de los que camina Matilde, con su periódico debajo del brazo y una hoja verde pegada a un tacón chato.

      En su bolsillo de franela azul, el pomo vacío y el pañuelo blanco renovado.

      Sobre el asfalto blanquecino del ancho paseo, las llantas de un lujoso landó dejan una estela mojada.

      En una ancha plazoleta —bancos blancos, estatuas blancas, estanque blanco— cuatro niños juegan: «Un poquito de lumbre». «Por allí reluce».

      Una naranja de celuloide rueda. (Vértigo).

      Matilde se sienta. Está cansada. Su experiencia de escaleras y máquinas ha aumentado considerablemente. Y está cansada. Nada más. ¿No es bastante? No piensa. No entiende. Aquí, bajo el sol…, todo es grato. ¡El sol! Parece que se cambia de piel y de sentimientos.

      —Un poquito de lumbre.

      —Por allí reluce.

      La naranja de celuloide rueda.

      Cruza un grupo de jóvenes hablando en alta voz. Ellos y ellas fuertes, en curso de un moreno amarillento en la piel, que subrayaran las playas hasta el ocre vivo. Tienen duros músculos y pisan fuerte. Ríen fuerte, también.

      Matilde

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