Tea Rooms. Luisa Carnés

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Tea Rooms - Luisa Carnés Sensibles a las Letras

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párpados, resplandece sobre los párpados. Y el vacío se acentúa. Sólo muy lejano, vagaroso:

      —Un poquito de lumbre.

      Si se entreabren un poquito los ojos, picotean en ellos miles de microscópicas estrellitas doradas.

      —Por allí reluce.

      El sol recalienta los párpados. La pupila se licua voluptuosa debajo de ellos.

      —Oiga: deme mi pelota.

      El chiquitín se aúpa ante Matilde sobre sus diminutos pies.

      —Deme mi pelota.

      Hiere la voz, y es tan flojita, tan débil, sin embargo.

      —¿Dónde está tu pelota?

      —Ahí.

      «Ahí» es el triángulo que han establecido los zapatos de Matilde sobre la arena clara.

      —Cógela.

      El pie tímido avanza hasta tocar la pelota.

      —¡Rueda, naranjita!

      El niño se va.

      ¿Qué hora es?

      Enfrente, alrededor de una casa cuadrada, han abierto unas anchas mariposas enormes sus chinescas alas. Bajo ellas, manchones de bellos atavíos y veladores estrechos. Sorteándolos, fraques jornaleros.

      Todo próximo y lejano. Todo bajo una apariencia de visión inestable. Que es invadido de pronto por una decadente melodía vienesa. Que se apaga en seco. Y la inestabilidad del cuadro se disipa. Un realismo amplio determina, concreta las imágenes fronteras y las aproxima. Sobre todo a una de ellas, de obscuros cabellos y gracioso perfil, de cierta semejanza con Matilde —una Matilde sedas y pieles de marta—, la cual se levanta y camina con una gracia de movimiento, de seguridad de sí misma, con que Matilde no ha caminado nunca.

      El auto es magnífico. Las sedas y pieles entonan bien con el barniz obscuro del coche.

      Yessssttt.

      Y la falsa Matilde desaparece.

      ¿Fox? ¿Black-Botton? Vibraciones en metal, en acero, en vidrio. Que imprime a todo inusitada vivacidad. Los fraques van y vienen con más ligereza. Y entre ellos una bata negra, con un cuello blanco almidonado. Esa bata negra lleva dentro una pequeña Matilde, que dormirá allá lejos, en un camastro reducido, ovillada con alguna hermana menor.

      A Matilde la invade una súbita ternura por la bata negra, que va y viene entre las mesitas estrechas, con una bandeja sobre las palmas de las manos extendidas, rectas.

      Y es que la realidad le ha dado un golpe en la frente, recalentada por el sol y el blanco-rosa de los parques en primavera; un golpetazo duro, que la traslada sin transición a la trasera de la casa cuadrada; a su centro natural, racional. («Eh, por la escalera interior». La primera vez que se lo oyó a un portero de librea dividió mentalmente a la sociedad en dos mitades: los que utilizan el ascensor o la escalera principal, y «los otros», los de la escalera de servicio; y se sintió incluida entre la segunda mitad). Allí, otro Yazzband: platos, vasos, cuchillos, peticiones concisas, rápidas: «Un whisky. Vermouth. Sandwichs; dos raciones». Puerta de tela metálica. Bandejas de pastas. Cajones de botellines de aperitivos y de leche. Anchos tableros muy limpios. Cestos de mimbres colmados de dorados panecillos. Frigorífica repleta de fiambres. Cajas de mantequilla inglesa. Anchas pilas de cemento, en las que el agua destila constantemente. En torno, los fraques proletarios, las batas negras, los cuellos almidonados. Un hombre da órdenes y consulta un carnet de notas. Mujeres: la que friega los platos y vasos; la que prepara los «emparedados», la que atiende los pedidos de los camareros.

      El hombre del carnet. —Hay que pedir al horno pastas de té.

      Una de las mujeres. —Felisa, pide pastas de té.

      Otra. —Pastas de té… Voy.

      Un camarero. —Pequeña de leche.

      Otro. —Una naranjada.

      Otro. —Cocktail… Ahí va, coño; ¿dónde tienes los ojos?

      Una mujer al teléfono. —Doscientas para té, pronto.

      Matilde atisba ante la puerta.

      Fraques proletarios, batas negras… Trabajo.

      ¡Qué olorcito viene de ahí dentro!

      4

      La puerta apenas chirría al girar.

      El ambiente interior es tibio. Huele a mantequilla y a masa caliente.

      Matilde se dirige al mostrador y tiende su tarjeta a una mujer cuarentona:

      —Buenos días.

      —Buenos días.

      —Me mandan de la otra casa.

      —Ya. Me lo han dicho por teléfono.

      No obstante, lee la cartulina. «Antonia: la joven ocupará la vacante del turno de día».

      —Bien. Pase por ahí. Cuidado, no vaya a tropezar en esos tableros.

      Matilde pasa por detrás del mostrador y bordea cuatro tableros colocados en pirámide sobre una banqueta. Se detiene ante la mujer, sin saber qué hacer ni decir. Se pellizca el vestido hacia abajo. «Está demasiado corto este vestido».

      —Tendrá usted que hacerse una bata negra lo antes posible; se le va a estropear el vestido en seguida. Aquí se pone una hecha una porquería.

      —Sí, claro.

      Por decir algo a la mujer —parece seria, pero, ciertamente, cordial; aunque no comprende cómo puede «una» ensuciarse aquí, donde todo reluce de limpio: cristal, níquel, porcelana, pavimento.

      La mujer entrega a Matilde dos paños blancos:

      —Tome —abre un cajón del mostrador—, limpie el cajón. Primero, con esto —una placa de celuloide que tiene grabado en negro: «Croissant, 0,25»; ¿ve?, así —recoge el azúcar y lo va echando en esta bandeja sucia; luego pase este paño, y cuando esté bien limpio el cinc del cajón lo frota con este otro paño, apretando bien.

      —Sí.

      Matilde limpia el cajón concienzudamente. El azúcar glaseado le hurga en la nariz y le provoca un pequeño estornudo. Está en plano inferior a la otra y sus ojos sólo alcanzan a ver sus piernas gruesas, ceñidas por medias de algodón.

      —Ya está esto.

      —Ahora vaya colocando dentro estas ensaimadas, contándolas; cuando acabe, anote las que haya contado.

      —Sí.

      —¿Cómo se llama?

      —Matilde.

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